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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Hace un año, en Viena

Hace un año, durante la última quincena de agosto se reunía en Viena la Conferencia de Naciones Unidas sobre la Ciencia y la Tecnología para el Desarrollo.Cincuenta millones de dólares costó preparar el gigantesco encuentro, que estuvo precedido de cinco grandes reuniones internacionales, en las que se trató de allanar el camino. A Viena se llegó con un documento muy elaborado: el Proyecto de Programa de Acción, acerca del cual el grupo de los 77, que nucleaba a los países en desarrollo, había logrado notable unanimidad. Sobre este documento estaban claras las diferencias entre los 77 y los países industrializados, especialmente Estados Unidos, ya que el bloque socialista y la Comunidad Europea jugaban el papel de intermediarios a su manera y según su conveniencia.

Para completar los efectos especiales, simultáneamente a la reunión oficial, una serie de organismos no gubernamentales, entre los que se contaban el Consejo Mundial de Iglesias y universidades de todo el mundo, convocaron -también en Viena- un encuentro que quiso tener ciertos visos de contestación. La escena estaba preparada para un acontecimiento histórico. Fue, en cambio, el parto de los montes. Todo terminó en un regateo para constituir un fondo especial que, en opinión de unos, habría de estar dotado con 2.000 millones de dólares y, en opinión de los otros, con sólo 250 millones de dólares. Conclusión de urgencia: los que más tienen no sueltan su dinero. Pero esto, más que una conclusión, parece un a priori y, en realidad, este tipo de razonamiento es una trampa. La conferencia fracasó (al igual que todas las grandes conferencias de la ONU en la década de los setenta, destinadas a fundar un nuevo orden económico internacional) porque la naturaleza de los conflictos y del enfrentamiento de intereses es mucho más compleja que el razonamiento lineal: tener más o tener menos.

Ciencia inadecuada a las necesidades

¿Para qué quieren ciencia los países subdesarrollados? La respuesta parece evidente: para desarrollarse, para resolver sus propios problemas, etcétera. Sin embargo, una vez más, tanta evidencia empieza a ser sospechosa de estar ocultando la naturaleza de los hechos. En realidad, los países subdesarrollados no solamente carecen de recursos y capacidad para producir ciencia, sino que, cuando lo hacen, no la utilizan. Esto se debe a que, en algunos casos, la ciencia que producen los científicos de estos países tiene poco y nada que ver con las necesidades de su población, o de su industria, o de su agricultura... Se trata de una ciencia amanerada e imitativa (en el mejor de los casos, complementaria) de la big science internacional. En otros casos (los menos), el científico logra conectar con las necesidades, pero tropieza con el problema de que nadie está dispuesto a utilizar los nuevos conocimientos. Los intereses creados, las voluntades políticas, la presión de las multinacionales, lo que sea. Algunos científicos parecen Diógenes, el de la linterna, buscando un usuario de sus conocimientos. En ambos casos, el problema no se soluciona invirtiendo mayores recursos en la investigación, sino actuando sobre las estructuras que impiden realizar un esfuerzo útil.

Por otra parte, ¿quién dijo que es indispensable hacer ciencia para lograr el desarrollo? España es la demostración más palmaria de la falsedad de esta afirmación. Este país se ha industrializado, no hay quien lo dude. Científicamente, sin embargo, no supera la capacidad de muchos países subdesarrollados, lo que no es de extrañar, ya que el desarrollo industrial español no se apoyó, salvo honrosas excepciones, en la investigación nacional. En algunas reuniones dedicadas a política científica he escuchado decir que no pasaría nada si en un país en desarrollo, o de desarrollo intermedio, las universidades y los centros oficiales dejasen de investigar. Ni el 3% del PNB ni nada; ni un duro para la investigación. No pasaría nada; no se causaría ningún perjuicio al país.

Como ocurre con las afirmaciones epatantes, esto, dicho así, no es verdad. Pero tiene una gran parte de verdad. Apunta en una dirección necesaria: derrumbar los mitos que rodean a la ciencia y a los científicos. Porque si la ciencia es la obra máxima de la razón, eso no quiere decir que los científicos sean necesariamente razonables, y menos a la hora de defender sus intereses como grupo o estamento social.

El punto de unión entre la ciencia y el desarrollo se supone que es la tecnología. Se supone también que la tecnología deriva de la ciencia, pero esto es cierto sólo a nivel teórico. En la práctica está demostrado que gran parte de las tecnologías industriales no provienen directamente de un conocimiento científico, sino de otros conocimientos tecnológicos o de la experiencia y hasta de la destreza de los operarios. El circuito de la innovación suele ser muy distinto al circuito de la ciencia. Institucionalmente, la cosa es muy clara: la tecnología no se genera en los organismos científicos, sino en las industrias. La colaboración entre universidades y empresas, en los países en desarrollo, no existe o es mínima. Esto es así hasta el punto de que una de las mayores dificultades que se presentaron en Viena fue el hecho de que el conocimiento tecnológico no es propiedad de los gobiernos, sino de las empresas privadas. Los análisis más pertinentes sobre este tema han sido realizados, a mi juicio, por Jorge Sábalo, una voz que hace tiempo que clama en el desierto, señalando que la tecnología es una mercancía, una comodity of commerce, que tiene un precio y un valor en el mercado. Los laboratorios de investigación son, en consecuencia, fábricas de conocimientos.

Desde este punto de vista resulta tan utópico pensar que la tecnología ha de ser transferida libremente, como esperar que los ricos repartan su riqueza. Resulta, además, utópico (y anacrónico) seguir enfocando el problema científico y tecnológico con una perspectiva única, desde la epistemología optimista del positivismo decimonónico que termina relegando el problema al área de los ministerios de Educación. Al fin y al cabo, la tecnología es una mercancía que se puede seguir comprando...

Fracaso en el enfoque del desarrollo

Ha pasado un año desde la conferencia de Viena y ya todos parecen haber olvidado la conmoción que produjo. Ha fracasado, como su precedesora, la de 1963 en Ginebra. Lo que ha fracasado, en realidad, es el enfoque del desarrollo como un crecimiento lineal y de la ciencia como un camino con dirección única. La única posibilidad de salir de la trampa es plantear el problema en otros términos y abatir los mitos. La necesidad de hacer ciencia no es un a priori. No vamos a suponer que la gente muere de hambre por falta de ciencia, porque no sepamos cómo poder evitarlo. Personalmente, creo que el problema de la ciencia no existe. Existe, en cambio, el problema de la voluntad política de satisfacer necesidades utilizando, para ello, todos los recursos (entre los que se cuentan los científicos y tecnológicos) de que cada país puede disponer.

Mario Albornoz es periodista argentino especializado en política científica y dimensión científica del desarrollo, especialmente en América Latina.

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