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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Cuento chino

Ahora que algunos ministros y otros altos jerarcas del oficialismo ignoran su futuro, la anécdota de Arthur KoestIer -Autobiografía- Camino hacia Marx- cobra rigurosa actualidad. Cuenta Koestler que durante el reinado del segundo emperador de la dinastía Ming vivía un verdugo llamado Wan Lung. Era un maestro en su arte, y su fama se extendía por todas las provincias del imperio. En aquellos lejanos días, las ejecuciones eran frecuentes, y a veces había que decapitar a quince o veinte personas en una sola sesión. Wan Lung tenía la costumbre de esperar al pie del patíbulo con una sonrisa amable, silbando alguna melodía, mientras escondía, detrás de la espalda, su espada curva, para decapitar al condenado con un rápido movimiento cuando éste subiera al patíbulo. Wang tenía una sola ambición en su vida; pero su logro le costó cincuenta años de intensos esfuerzos. Su ambición era decapitar a un condenado con un mandoble tan rápido que, por las leyes de la inercia, la cabeza de la víctima quedara plantada sobre el tronco, tal como queda un plato sobre la mesa cuando se retira repentinamente el mantel.El gran día de Wang llegó, por fin, cuando tenía ya 78 años. Ese día memorable tuvo que despachar de este mundo a dieciséis clientes para que fueran a reunirse con la sombra de sus antepasados. Como de costumbre, se encontraba al pie del patíbulo, y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas, impulsadas por su inimitable mandoble de maestro. Su triunfo coincidió con el duodécimo condenado. Cuando el hombre empezó a subir los escalones del patíbulo, la espada de Wang Lung relampagueó con una velocidad tan increíble, que la cabeza del decapitado siguió en su lugar, mientras éste subía los escalones restantes sin advertir lo que le había ocurrido. Cuando llegó arriba, el hombre hablé, así a Wang Lung: «¡Oh, cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera, cuando despachaste a todos los demás con tan piadosa y amable rapidez?». Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida se había realizado. Una sonrisa serena se extendió por su rostro; luego, con exquisita cortesía, dijo ál condenado: «¡Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor! ».

Posiblemente, si el autocesado titular de Economía, Fernando Abril Martorell, conociera las primitívas leyendas chinas se habría resistido a inclinar la cabeza con tanta sencillez. Según todos los síntomas, esta es la última vez que hace ese gesto; un fulminante mandoble había va sentenciado su alejamiento, y eí presidente sólo esperaba que el ministro efectuara el movimiento adecuado para que el hecho se consumara.

La sabiduría de quienes practican el períplo gallego en la actualidad se ha incrementado con una curiosa devoción hacia el psicoanálísís freudiano y un urgente repaso de las teorías simbólicas; los invitados se saludan con cohibido protocolo, sin atreverse a inclinar ostensiblemente la testa y acariciándose instintivamente la corbata para comprobar sí la cabeza continúa pegada al tronco. Esto obedece simplemente a que a ningún Gobierno le agrada aceptar que está en crisis, y a ningún ministro saber que su cabeza peligra.

Que la crisis de Gabinete existe es una realidad; pero ella no debe calificarse así por la exclusiva razón de tres o cuatro dimisiones o ceses, sino mucho más por otra circunstancia imposible de sustituir: hay que replantear no sólo unas estructuras económicas, sino también, y esto es lo importante, una filosofía política que ponga fin a la incertidumbre. Se necesita con urgencia un programa.

Dadas las circunstancias, el término crisis no es ninguna exageración. Sin embargo, en mi opinión, la tesis de algunos políticos que están sugiriendo un «minigolpe» (pacífico, incruento, etcétera), o una pequeñita revolución palaciega (también incruenta, también pacífica, etcétera), para terminar con la crisis, puede ser calificada no ya como dramática, sino más bien surrealista. Es claro que el Gobierno será así monocolor, pues los camaleones adquieren siempre el color dominante, que es el azul desteñido.

Entre golpe y revolución hay una distinción clásica: golpe es un cambio de Gobierno puesto en marcha por representantes del aparato estatal mediante la utilización de los poderes que les otorgó el pueblo; por eso precisamente se llama «golpe de Estado», y, al contrario de la revolución, se realiza de arriba hacia abajo. Tal como enseña la ciencia política, son muchos los ejemplos de golpes de Estado llevados a cabo por quienes detentaban el poder: César (-49); en 1653, Cromwell; Bonaparte, el 18 de Brumario de 1799; en 1925, Mussolini deja de ser primer ministro y funda su dictadura particular; en 1926, Pildsudski; Napoleón III -uno de los más famosos golpes de Estado-, quien, siendo presidente de la República se proclama emperador en 1852. (Y no nos adentremos hoy en nuestra reciente historia ... ).

Sin duda, el presidente piensa lograr una más eficaz orientación de su Gobierno sin necesidad de que las modificaciones deban encuadrarse en una revolución enana o lleguen a alcanzar la significación de un microscópico golpe. Para ello pretende utilizar, sencillamente, la oportunidad que ahora se le brinda en bandeja. Como en el yudo, no es su fortaleza la que tiene que prevalecer, sino el ímpetu de quienes vienen con el fait accompli debajo del brazo; no hay que echarlos ni exigirles la renuncia. Simplemente, dejarlos ir.

Me temo que esta estrategia le fallará esta vez y entonces no tendrá más remedio que solictarles, muy amablemente, que inclinen la cabeza, por favor.

Antonio de Senillosa es diputado de Coalición Democrática por Barcelona.

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