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Crítica:TEATRO / "LOS DOMINGOS BACANAL"
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El juego de la mentira en Fernán-Gómez

Las calinas de agosto pueden enturbiar o borrar una de las comedias más interesantes de los últimos años: Los domingos, bacanal, de Fernando Fernán-Gómez. Lucha contra la apatía estival -sumando de la apatía general- en el teatro Maravillas. Sería más justo que sólo tuviera que luchar contra ese posible malestar vago y un poco cobarde de una burguesía que se ve retratada con una crueldad amable. Esa crueldad amable que estuvo en el teatro de Shaw o en el de Wilde, y que alguna vez, casi como sin querer, ha brillado en alguna obra de Benavente.Los antecedentes son sólo de referencia en cuanto a un genio moralista y una relación escenario-público -una relación dialéctica-, porque en cuanto a la forma, esta obra es de una contemporaneidad considerable. Lo que llamaríamos moderno en ella -con una cierta repugnancia por el concepto de moderno, tan desprestigiado por el aluvión de los originalistas- es la sobriedad de la gramática escénica, la realización de un lenguaje en el que por fin se supone que el público es adulto y no infantil y, por tanto, capaz de entender lo que se le cuenta sin la machaconería habitual, sin las repeticiones que los teatristas antiguos consideraban imprescindible. «Hay que repetir las cosas tres veces», decía Jardiel Poncela, «una para el desarrollo de la obra, la segunda para que lo comprenda el público, la tercera para que se enteren los críticos». Este miedo, esta desconfianza de los autores, que forma parte de una psicología del oficio por la que se suelen creer muy por encima del vulgo (a partir, por lo menos, de la confesión de Lope de Vega sobre la necedad del vulgo), ha malogrado mucho teatro. Lo ha hecho aburrido y reiterativo.

Los domingos, bacanal

Autor: Fernando Fernán-Gómez. Intérpretes: Daniel Dicenta, Enma Cohen, Cristina Victoria, Enrique Arredondo, Soraya Freire, Mariano Venancio y Sebastián Ceada. Dirección: Alberto Alonso. Local: Teatro Maravillas. Comedia.

Este autor que se revela en su madurez -después y durante una carrera de gran actor- nos sitúa frente a un grupo de personas inciertas, que se reúnen los domingos en una casa en el campo para jugar a un juego. Es el juego del intercambio de personalidades. En principio, lo contrano del juego de la verdad: es el juego de la mentira. Cada uno de ellos se inventa a sí mismo unas identidades, que son a veces pura fantasía y a veces simple remedo o caricatura del otro, de los otros. Los otros como son, o los otros como ellos se los inventan. A veces los ven donde no están, realizando acciones que no realizan. Interpretan sus gestos: los que tienen, los que querrían que tuvieran, los que no tendrán jamás. Es un juego de especulaciones, en el sentido de espejo, de pequeños espejos en los que todos se reflejan: entre sí y ante nosotros, los espectadores, que a su vez intentamos reflejarnos y no reflejarnos en ellos. Todo ello lo van realizando con un cierto aburrimiento, con una cierta exasperación. De cuando en cuando algún personaje se declara harto, otro alude a tantos domingos en el mismo intento. Las identidades se pierden y se mezclan: pueden estar buscándolas, como al principio se las buscamos nosotros, hasta que comprendemos que da igual, que la clave no está en saber quién es quién, ni por qué, sino en contemplar a estos contempladores que fingen acciones. Esta es una de las claves profundas de la obra: fingen acciones que no realizan en su vida cotidiana. Como si el autor -ellos- estuviera diciéndonos todo el tiempo que todo un sector de la sociedad está en esta perplejidad, y que el mismo sexo -que es la fuerza dominante en toda la obra- ya no se realiza, sino que se remeda. Víctimas del psicologismo, víctimas de la culturalización, víctimas de los arquetipos creados por la pornografía y por las otras pornografias no declaradas como tales. La orgía del domingo se tiene que hacer más dura, más violenta a medida que el tiempo pasa; y cuando es más violenta y más dura, se fotografía, para dar otra vez la dimensión de su falsedad, de su condición de algo que no parte de una sinceridad, sino de una captura de imágenes.

Divertimiento

En el último final de la obra, Fernán-Gómez añade un pequeño discurso explicativo, mientras los actores se despojan de sus pelucas y un tramoyista restablece el orden perdido: todo es un juego de actores, todo es un divertimiento como profesional. Aunque el instante es teatral, quizá sea una excesiva prudencia por parte del autor, un intento más de que su crueldad sea amable y divertida.No es una obra frecuente. Se le podrían buscar antecedentes: en Pirandello o en Priestley, quizá en Ionesco: son más bien tradición, como lo es una cierta nostalgia del primer Mihura, del mejor Jardiel Poncela.

El sofoco de agosto, la programación preestablecida de la temporada -estos actores de Teatro 80 que realizan el dificilísimo ejercicio que se les propone con soltura y capacidad- pueden perderse en el ambiente enrarecido del teatro y del público. Ya es absurdo que una obra de esta envergadura, de esa firma y con la solvencia general de esa compañía haya tenido que estrenarse en pleno verano. Pero el absurdo impera: ya lo dice la obra. Su pérdida sería una cierta desgracia para el teatro.

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