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"Dionisio"

La morfología de la cultura española se recompone generalmente según dos métodos, cada uno de los cuales resulta tan postizo como el otro: la amputación y la cirugía estética. Padecimos hasta hace poco la primera y ahora gesticulamos con euforia la comercialización, recargada de mala fe, de la segunda. Un poco de tiempo más y nuestros muertos tendrán todos la misma cara, retocada y pimpante, que venden ciertas empresas norteamericanas de embellecimiento funerario, a las que supo Evelyn Waugh poner en solfa novelística. O articularán, también todos, el mismo pasmo dolorido que se les queda a los personajes rehabilitados por los mandamases de países comunistas. Esperemos que, a la larga, aunque aparentemente contra toda esperanza, los españoles, tanto los que mandan como los que se figuran que no obedecen, consigan distinguir entre la igualdad democrática y el igualitarismo que aburre y agosta así la historia como la cultura, enfocadas desde una perspectiva totalitaria.Hace ya cinco años que murió Dionisio Ridruejo. Entre tanto, han pasado en España muchas cosas; se han pasado, sobre todo, no pocas ilusiones. Los desengañados y algún iluso que otro exclaman, a rachas de aniversario, que Dionisio nos hubiera hecho falta, que en estas horas que desbaratan siglos nos haría un bien inmenso. ¡Que así fuese! Pero, a cambio de su ausencia, de su hueco infinitamente mayor que su huesa, no caben consuelos de pasillo, sea éste el de los pasos perdidos de las Cortes o el de los comentarios inanes en reuniones que acumulan inanidad. Sí cabe la reflexión, siempre que sea crítica para con nosotros mismos. Y la primera que se apodera de mi mente es ésta: Dionisio, ¡cuánto daño te estamos haciendo! ¡Te hemos vuelto a dejar sin sitio! Porque ¿dónde estaría ahora Ridruejo políticamente? Desde luego que no considerando cualquier estancia suya como sinecura que le fuera debida. Al comienzo de su. madurez, tuvo el arrojo de decidirse por un exillo tan duro, tan empinado, como el de la renuncia. Aprender a renunciar es también enseñar cómo se es liberal. Muy bien no le sitúo en las actuales Cámaras, en las, que su presencia, por contraste, pondría en evidencia aún más insoportable el lenguaje de torre de Babel que allí practican, a trompicones, bastantes de los que allí debaten. Dionisio hablaba un castellano espléndidamente puro. Tampoco se me antoja que viviría a gusto dentro de la levita, hoy sin entorchados, pero siempre con oropeles, de un intelectual oficial. Cada época adolece de los suyos. Los de la nuestra, tontos por varias facultades o simplemente pillos aduladores de barrios diversos, suelen afirmar, como pitonisas de la buena salud nacional, que aquí no ocurre nada malo, ya que a ellos nada bueno puede llegar a ocurrírseles. Constituyen tales lapas un ejemplo de que el no saber, sí ocupa lugar.

¿Militaría nuestro hombre en algún partido político? Lo hizo en su propio grupo durante años de destapada clandestinidad. Quizá otros, yo desde luego no, tengan imaginación sobrada para alojarle, hipotéticamente, en una u otra de las siglas electorales en boga. Dionisio dispuso de ironía hasta para ser fundador de algunas cosas, pero mucho me temo que se le hubiese amoratado su sonrisa conciliadora en las esquinas de la dialéctica usual de los malentendidos. Repugnaría a su temperamento liberal la degradación general de éste en mera tolerancia. La confianza que el mejor siglo XVIII depositó, desde el horizonte de su optimismo programático, en la marcha del mundo por sí solo, no resiste una mínima confrontación con los acontecimientos que nos reclaman. Lo que fue una actitud con luminosa base metafísica ha terminado, valga la redundancia, por desembocar en el remedo gris del pasotismo. Ser liberal en nuestro tiempo no es tener tragaderas anchas, encogerse de hombros ante los problemas acuciantes, tolerar sin discusión al contrario. «Tolerar significa ofender», escribió Goethe previsoramente; «La auténtica liberalidad conduce al reconocimiento». Ridruejo fue liberal porque nunca dejó de reconocer a los demás y de reconocerse a sí mismo. De ahí su denuedo por desentrañarse en géneros distintos de expresión: la poesía, la pintura, la lección universitaria, impartida, por desgracia, en aulas extranjeras; la conversación inagotable.

A pesar de que su tierra castellana le imprimió un aplomo con visos como perdurables, Dionisio fue un hombre en tránsito incansable. Iba, como Miguel Hernández, de nuestro corazón a sus asuntos. El verdadero liberal está siempre en camino, busca siempre algo más de lo que ya ha encontrado. Acaso viviera así Ridruejo su irrenunciable y hondo cristianismo: en cuanto homo viator. ¿Significa ello entonces que dicha condición le haría apto para desenvolverse en los húmedos tramos de nuestra transición interminable? Más bien barrunto que todo lo contrario. España depara a nuestra generación situaciones lábiles y hombres con voluntad de ser eternos, en versión éstos mañosamente desmejorada: seguir impertubables en cuerdas flojas bien retribuidas. El liberal en cambio y, por tanto, Dionisio se metería dentro de los casos para aclararlos luego de acalorarlos; estaría en ellos despaciosamente, pero después se iría en pos de su otro mismo. Sí: Dionisio se hubiese ido de la política, y de nada le serviría a los patanes de turno maniobrar para echarle. El se habría ido antes. Un joven liberal, Joaquín Garrigues, ha probado in extremis su talante político marchándose, muriéndose sin rabia. Su herencia no engaña. Nos queda de él, como de Ridruejo, la esperanza, depurada de doctrinas canjeables, de que en política se puede ser como ellos fueron: de otra manera.

Hay personas que se producen en simbiosis con su nombre. Dionisio era una de ellas. Nombrarle vivo, nombrarle ahora, ya muerto, no da lugar a figurarse a otros tocayos suyos. Tenía el don de la presencia. No decoró, sino que vivió y nos hizo vivir su personaje. Le venía de perlas la frase de Cocteau sobre Jacques Maritain: «Nos preguntamos si tu cuerpo no es una fórmula de pura cortesía, un traje que, deprisa, arrojas sobre el alma para poder recibir a tus amigos». Releemos la poesía de su prosa, sus versos sentidos con inteligencia, pero nos falta oírle, ver su palabra, dejarnos; alentar por su amplio abrazo. De entre los allegados que nos han sido sañudamente arrebatados: De la Sota, Deaño, tantos otros cuya lista nos dice, lacerándonos, que hemos vivido, si ya vivimos menos, es sin duda Dionisio el que nos ronda más físicamente. El sigue estando en casa. "La resquebrajadura en la taza de té es también un sendero que nos lleva al país de los muertos". Dionisio recitaba, pensativo, esta oración de vísperas profanas del poeta inglés Auden. Entre las luces bajas, domésticas de la tarde; en las ventiscas, las granizadas de la política, del aposento, pues al foro vigilado, repetimos nosotros, sus amigos, lo que: ya confesábamos al verle, antes de que pasasen estos cinco años: «Frente a sus ventajas innumerables, sólo el amor nos salva». Tus ventajas, Dionisio, su inmemorial trasunto nos siguen, dulcemente, obligando a quererte.

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