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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cerrar un teatro

HAN PROHIBIDO, una vez más, al marqués de Sade. No pasa el tiempo. Cambian los pretextos. Se hacen, ahora, ridículos y mezquinos. El pretexto para cerrar el teatro Martín, donde se presentaba una versión de La filosofía en el tocador, es que el día de su estreno - 16 de julio- se distribuyeron más localidades que las que permitía el aforo y se ocasionó un cierto tumulto: veinticinco días después, un ucase del gobierno civil cierra el teatro por un mes. No hay proporción entre la falta y la sanción: nadie está dispuesto a creerse fácilmente que exista esta verdadera relación entre causa y efecto. Se ponen de manifiesto er esta arbitrariedad dos hechos inquietantes. Uno, la persistencia de la represión sobre las libertades de expresión, sin que tengamos que entrar ahora en ningúnjuicio de valor sobre la calidad del texto representado y de la plástica utilizada. Se agrava más el carácter de la represión por la hipocresía utilizada, el supuesto castigo a una leve alteración de orden público, que fue reparada en parte, en su momento, por la devolución del importe de las localidades vendidas con exceso y por la abundancia de explicaciones y justificaciones de los representantes de la empresa a los damnificados. Se advierte, por el tiempo transcurrido, la presión de los denunciantes notables, de la «gente bien»: ya algún crítico de un periódico que la representa se alzó, al día siguiente, pidiendo la severidad del castigo.

El otro hecho es la brutalidad de la sanción. Cualquier jurisprudencia civilizada reclama que el castigo recaiga estrictamente sobre el culpable y no abarque a los inocentes. Inocentes son, ateniéndonos a la declaración del sancionador, los actores y los autores, incluso los acomodadores y la parte de personal que depende de la afluencia del público. Y el público mismo, víctima directa siempre de cualquier prohibición de este orden: un públiwque quería ver este espectáculo, y sobre cuya preferencia ética, estética o filosófica no debe tener ningún derecho de veto la autoridad. Cerrar un teatro es un hecho mayor. En otras ocasiones, el Ministerio de Cultura -el anterior ministro de Cultura- ha hecho gestiones, por lo menos visibles, para atenuar la dureza de alguna sanción (en los cierres de la sala Cadarso, por ejemplo).

El gobierno civil se apoya en un instrumento legal: la ley de Espectáculos. Hace muchos años -ya en el régimen antiguo- se viene clamando por la supresión de esa ley que, inspirada por una protección al público, viene sirviendo para ejercer una represión paralela, al margen de la justicia ordinaria y de los ministerios del ramo. A pesar de todo, se conserva; con todas las posibilidades de dureza y de arbitrariedad que acaban de demostrarse. Una actualización parece, una vez más, necesaria. Pero precisamente su capacidad de instrumento al servicio de represores, cavernícolas, conservadores, inquisidores y eternos vigilantes de las costumbres de los otros parece hacerla invulnerable mientras esa amplia casta conserve sus poderes.

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