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La enfermedad del desencanto

El desencanto se ha mostrado como una súbita enfermedad más bien juvenil, como el acné. No se dan estadísticas, como es el caso de la tuberculosis o el tifus, sino especulaciones vagas como la abstención electoral, dato poco fiable si se tiene en cuenta que se trata del una compleja amalgama de «pasotas», gandules, reaccionarios y profesionales del «no», y su período de incubación debe ser grandísimo, ya que hay doctos politólogos que pretenden exculpar a terroristas como los de las Brigadas Rojas por estimar que han sido víctimas del contagio del virus que comentamos, con ocasión del mayo francés del 68. Las columnas de los periódicos parecer coristituir prolífico caldo de cultivo. En ellas se encuentran todas las cepas posibles del bacilo del desencanto. Los autonomistas que se encuentran desencantados con las autonomías; los patronos, con sus obreros -y viceversa-; los universitarios, con su ministro; las bases de los partidos, con sus cabezas -esto no cuenta con Blas Piñar-, y todos estos variopintos desencantos, como decía el catecismo al hablar de los Mandamientos, se encierran en dos: desencanto del trabajo y desencanto de la democracia.Si todo el mundo se considera desencantado, habríamos de inferir que hubo un tiempo, cercano probablemente, en que lo normal era estar preso de un «encanto» general y multitudinario del que se ha salido por el beso de una adusta realidad. Que de ser estatuas de Lot o bellas durmientes hemos pasado a estar bien despiertos y con los ojos abiertos. Pero las fábulas y nuestras realidades no parecen estar de acuerdo. El desencanto actual no tiene nada de vigilancia insomne, sino más bien de apatía, renuncia e insensibilidad, de tal modo que es ahora precisamente cuando todos estamos encantados, convertidos en estatuas de sal, pero gorda, y en durmientes, pero momificados.

Cosa curiosa, la derecha-derecha no se desencanta de nada, y los cachorros integristas, menos todavía. Apalean con delectación a los melenudos, asaltan las facultades, queman quioscos, acuchillan a jóvenes libertarios y persiguen a alcaldes socialistas. Comparten con la izquierda la idea de que la democracia no sirve, pero en lugar de hacer como ésta, darse al porro, leer a Artaud y romper los programas del PSOE, se dedican con ahínco a tratar de destruirla. Que lo hagan solamente por medios violentos es al mismo tiempo una deformación profesional y un rechazo a las urnas por la obvia razón de que siempre les son adversas. De todos modos, demuestran más coherencia que la izquierda desencantada.

¿Y a qué se debe esta caída de cotización de los postulados democráticos en las bolsas de los izquierdistas? Está muy claro. Esperaban, sin duda, que con sólo seis años de Cortes republicanas y dos de Parlamento monárquico, nuestra democracia estuviera a la cabeza del progresismo mundial. Que hubiera creado un Estado federal, nacionalizado la banca, hecho un Ejército popular, incautado los solares, prescrito el aborto libre por receta e instaurada la semana de treinta horas. Inglaterra empezó su democracia hace unos trescientos años; Francia, casi doscientos, y lo mismo, más o menos, EE UU, pero nosotros, gracias a nuestro vivo ingenio -la agudeza latina, ya se sabe-, tendríamos que haber culminado en menos de un lustro un proceso que ha costado siglos en otras partes.

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¿Estamos desencantados porque nuestra democracia está siendo malbaratada por un Gobierno de derechas? Bien. En las democracias, unos partidos ganan y otros pierden, y si los afiliados o votantes de los perdedores tienden a juzgar con criterios apocalípticos el que sus oponentes victoriosos hagan una política distinta, incluso contraria, a la suya propia, negándose a continuar el juego parlamentario, no harán más que perpetuar la situación contra la que claman. No se puede decir, refiriéndose a un Parlamento democrático, la frase que hemos oído a menudo: «UCD nos ha impuesto tal ley». Nada de eso; buena o mala, justa o injusta, la han sacado adeIante con sus votos, con los representantes que los votos eligieron. Y así como en la Segunda República, con su mayoría de diputados de izquierda, se alumbró una escuela laica, un Ejército depurado, un movimiento sindical fuerte o una reforma agraria, UCD pare una ley de Educación nacional-católica, se pone firme ante la voz castrense, racanea todo lo posible ante la entrega del patrimonio sindical y se olvida del campo. Cada partido es coherente con su programa, y lo incoherente es que la izquierda, en vez de luchar políticamente contra tal estado de cosas, se entregue a la marihuana, a los discos de los Who, a la filosofía punk o al absentismo laboral. La democracia, como alguien dijo de la feliciilad, no es una meta, es un quehacer, y el socialismo hay que hacerlo día a día, en la familia, en la calle, en el taller, en la vida, en suma, y hay que ganarlo luego en las urnas.

Decía al principio que el desencanto parecía una enfermedad juvenil. Concretemos. Juvenil, sí, pero de las últimas generaciones, de las que desconocieron las cartillas de racionamiento, el piojo verde y los gasógenos. Que no sufrieron más persecuciones que las de los caballos policiales por los desmontes de la Ciudad Universitaria ni más muertos que los de Ias carreteras. Porque las juventudes de la derrota no tuvieron ni tiempo ni ganas de desencantarse, y ni siquiera se hubieran obtenido las migas de democracia del presente si se hubieran refugiado en el dora.do exilio interior de la renuncia.

Un famoso filósofo actual, de cuyo nombre no me acuerdo, decía, dándole la vuelta a la famosa frase de Goering: «Cuando oigo hablar de las pistolas saco la inteligencia». Eso es lo que hay que hacer, pero si esa juventud que estrenó voto a los dieciocho y en la que tanto confiamos, lo que saca es el porro nos entierran las derechas con el desencanto como mortaja.

Ricardo Lezcano es escritor e inspector de Hacienda.

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