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Réquiem por el cine español

Fueron las películas de los años cuarenta las que dieron originalidad a nuestro cine; lograron existir negándose a sí mismas, surgiendo de la censura y no de la libertad. Era un cine de consignas, como claramente explicaba, por ejemplo, Ernesto Giménez Caballero: «España debe llevar en sus películas -como en otros tiempos con sus misioneros y su teatro católico- una fe para todos, un aliento que vivifique a los cansados, a los desesperados, a los vencedores y vencidos ... ».Fue un cine sin auténticas raíces, que aburrió considerablemente al paciente espectador; prefería éste las películas extranjeras porque, aunque sufrían también los rigores de la misma censura, había con ellas una inevitable (e interesada) manga ancha. El cine español no era sólo cine, sino abanderado del imperio: «El prestigio de España va en cada cinta que salga de nuestras manos, y por ello quisiéramos que el rigor del Tribunal fuera inexorable». (Bartolomé Mostaza).

El Estado se vio obligado a proteger ese cine propagandístico, que de otra manera no hubiera podido existir. El cine, y los cineastas, aceptaron la oferta porque sólo a través de ella podían sobrevivir. Cierto que no todos lo hicieron con el mismo entusiasmo ni todos ofrecieron productos uniformes. Hubo, a pesar de las circunstancias, excelentes cineastas que no tuvieron más opción que la de adaptarse. Y el cine español comenzó a acaparar frustraciones, complejos y problemas ya insolubles.

Cuando eI ciclo del imperio y el folklore se alejó demasiado de la realidad de nuestra época, los censores decidieron también adaptarse a los nuevos tiempos, aunque manteniendo siempre la clara diferencia de que el cine extranjero podía abordar determinados temas que para las películas españolas eran prohibitivos. Protecciones, decretos y censura intercambiaban sus nombres para controlarlo todo. Eran ya los tiempos en que nuevos cineastas pujaban por salir a flote ofreciendo una imagen bien distinta del cine, de la cultura, de nosotros. Se les utilizó para el prestigio exterior, pero no se les facilitó una comunicación directa y fácil con el público español.

A éste se le seguía conformando con las sugerencias del cine extranjero (y cuando decimos extranjero, entendemos, en primer lugar, al norteamericano). Los ejecutivos de turno prefirieron el plato de lentejas, vendiendo el mercado del cine español a la colonización. Independientemente de las razones particulares que tuvieran para ello, creaban así una imagen de libertad que nada tenía que ver con la realidad de nuestro cine.

En 1975 comenzaron a desaparecer las legislaciones que nos ahogaban, y el cine sintió inmediatamente los aires de libertad. Por vez primera conectó con su público de manera continuada y clara. Fueron éxitos películas impensables años antes: La guerra de papá, Furtivos, La escopeta nacional, Asignatura pendiente, El corazón del bosque, Mamá cumple cien años, Tigres de papel y hasta El virgo de Visanteta. Bien que mal los españoles pudieron, por fin, oír en la pantalla el lenguaje cotidiano, identificarse con imágenes sin peinetas, sin yanquis ni tambores. Se comenzó a descubrir que, realmente, había aquí un cine propio.

Pero era ya tarde. Los ejecutivos se habían acostumbrado a gobernar a su antojo, y la libertad de los demás les perjudicaba Tampoco cambiaron su talante los más nuevos (el actual ministro de Cultura, por ejemplo, en una de sus primeras declaraciones como tal, dijo que El último tango en París es una película «asquerosa»). Lo más grave, sin embargo, era el mercado. Quienes lo habían abastecido durante años, importando películas exteriores, reclamaban ahora su privilegio. El cine español no podía arrebatarles lo que con tanto ahínco, habilidad y prebendas habían logrado poseer plenamente. Ahora son los dueños, y se hará sólo el cine español que ellos autoricen, consientan, aprueben.

Y consienten muy poco. Amenazan continuamente con cerrar la tienda, en términos rotundos o suaves, cuando ven peligrar un ápice de sus propiedades. Hasta algún funcionario debe ir a su país para explicarles las normas que aquí se intentan establecer para defender el cine propio.

Sufrimos un boicoteo que conduce a la muerte segura. Ya no hay cine español. Sólo, quizá, algunas películas aisladas, producto del entusiasmo romántico de unos o del esquirolaje de otros. (Porque aún existe cierta obligatoriedad de producir películas españolas y han surgido, por tanto, hábiles productores que las fabrican en serie para lograr los permisos de importación que necesitan nuestors extranjeros locales; como ya ocurrió en los años cuarenta, a pesar de las tan frecuentes declaraciones triunfalistas. Con aquel mecanismo mucho se enriquecieron; tampoco ahora están dispuestos a cambiar de sistema).

Da igual que las razones de esta muerte sean los altos costos, la resistencia de los dueños de los locales para proyectar cine es pañol (no quieren enemistarse con los extranjeros) en la presión colonizadora. Todo es lo mismo: forma parte de una operación en la que pueden caber muchos matices, necesarios para un análisis en profundidad, pero no condicionadores para soluciones drásticas. No quieren tomarlas. Han dejado morir nuestro cine en el momento en que podía comenzar a ser apasionante. Lo han dejado morir por eso.

Aunque no habíamos llegado aún a una libertad absoluta (no olvidemos, por favor, El crimen de Cuenca, tenemos siempre muy mala memoria), sí que era nueva. Y se consiguió interesar al público. Ahora, sin embargo, ya no son posibles más que las películas pobres o malas. Unas, por imposibilidad de los románticos; otras, como reflexionada operación de desprestigio.

La coca-cola eliminó al botijo. Supermán, a Berlanga.

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