_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Hay lugar para los intelectuales la política?

¿Por qué no intervienen los intelectuales en la política activa y militante? Es esta una pregunta que se nos hace hoy con frecuencia, como si realmente fuese procedente, como si en efecto hubiese en aquélla sitio para nosotros. Durante el siglo XIX, de parlamentarismo retórico con ribetes dialécticos, algunos escritores, más brillantes y elocuentes que rigurosos, representaron un papel, en definitiva, políticamente menor.En épocas de desconcierto profundo, como la de las vísperas del advenimiento de la República, un Ortega pudo adyuvar a él y, más tarde, Azaña, un intelectual, dígase hoy lo que se quiera, de segundo orden, sirvió de prenda y caución republicana al triunfo del partido socialista, que no deseaba. ¿Cuál fue la relación de los intelectuales con el partido socialista? Es un tema que, estudiándolo en un caso único, sí, pero privilegiado, se ha planteado María Dolores Gómez Molleda en su libro El socialismo español y los intelectuales (1). A través de las cartas de los líderes obreristas a Unamuno, la autora percibe cómo, una vez mínimamente afianzado el partido y aprovechando, por una parte, el descrédito general de los partidos de la Restauración y, por la otra, la sensibilización epocal para el problema social, los directores de las revistas socialistas se congratulan de su acercamiento al partido y le invitan, una y otra vez, continuamente, a colaborar en ellas. Particularmente, el período que transcurrió de 1898 a 1909 -dos fechas históricas- fue el de máxima aproximación de los intelectuales -recordemos al Ortega joven- al socialismo.

En cualquier caso, el hecho de que el partido socialista español fuese, desde el principio, rigurosamente obrerista y Obrero, reticente para los «chicos de letras», muy obsesionado por los problemas de organización del naciente aparato y muy poco interesado por los de la libertad de pensamiento, produjo una incomodidad cierta en los intelectuales cercanos a él. Y entre quienes se mantuvieron dentro, Besteiro llevó a cabo una cierta escisión entre su personalidad socialista y su personalidad profesoral, y don Fernando de los Ríos, con su gran personalidad intelectual y su muy escaso peso dentro del partido, servía a éste para mostrar, tantas veces como fuera preciso, prestancia cultural y testimonio de apertura para posiciones no estrictamente marxistas. (Es curioso: en el epistolario que comentamos, las cartas que humanamente nos interesan más son las de los «heterodoxos»: las abundantes de Timoteo Orbe, el más ferviente seguidor de Unamuno; las moderadas, de José Aldaco; las discrepantes, de Felipe Trigo, y las exaltadas, de Tomás Meabe. Lo que no obsta a que entendamos el juicio que a Besteiro merecía todo este «socialismo inventado, arbitrario, personal e inexistente».)

¿Han cambiado mucho las cosas de entonces acá? Retirado ya, al parecer definitivamente, Enrique Tierno Galván del quehacer teórico (hasta el punto de que no sea posible ver la menor correspondencia entre el que en otro tiempo tuvo y su invitación turístico-cultural al novelista inglés Graham Greene), la entrada en la política activa de un genuino intelectual como Ignacio Sotelo es para mí un experimento apasionante que no sé adónde abocará.

Por de pronto, encontré significativo el hecho de que cuando presentamos, hace unos pocos meses, su muy buen libro El socialismo democrático (2), el autor consumiese la mayor parte de su tiempo en, por decirlo así, «disculparse» de que teniendo una vocación intelectual, sobre la que no cabe ninguna duda, se haya dedicado a la política activa, encuadrado en el aparato ejecutivo de un partido. Dentro del libro, y moviéndose en el plano teórico, distingue, a mi juicio acertadamente, una tercera vía, la del «socialismo democrático», entre las dos del marxismo y la socialdemocracia. Estoy convencido, con él, de que la forma actual entre nosotros del marxismo político, el eurocomunismo, no ha asumido la historia que tiene detrás de una manera plenamente autocrítica. Lo que no veo tan claro es su valoración negativa de esta ambigüedad, que, según pienso, es constitutiva del actual comunismo occidental. Ya no hay marxismo, sino marxismos, dice, y con mucha razón. Pero es justamente esta posibilidad de preservar una independencia doctrinal lo que hace que -él mismo lo reconoce- «hoy en la Europa occidental se constata un renacimiento del marxismo en la universidad y en los medios artísticos e intelectuales». Si, en efecto, las dificultades que encontraron un Gide o un Sartre para ser comunistas no digo, de ningún modo, que hayan desaparecido, pero son menores que en sus respectivas épocas, y no es menester planear por encima de la política, como Picasso, para aparecer hoy afiliado, como lo están muchos artistas de vanguardia, al partido comunista. La presencia de miembros del PC en actos culturales «liberales» y su participación activa en foros religiosos son ya acontecimientos enteramente normales, e incluso más frecuentes, diría, que las de militantes socialistas. (Excluyo al propio Sotelo, a quien en el lapso de muy pocos días vi en un acto liberal -organizado, es verdad, por un ayuntamiento socialista- y en un acto de izquierda extraparlamentaria.) Por otra parte, la semejanza creciente entre un asalariado cada vez más psicológicamente burgués y un proletariado cada vez más reformista y menos revolucionario hace que el miembro del partido comunista se sienta fiel y verdadero y pueda conservar así, más allá de las ambigüedades doctrinales, una minimística visceral, emotiva, militante. Dentro de poco, por no decir que ya, todos los demás partidos políticos parlamentarios lo serán, pura y simplemente, de cuadros y electores.

Ignacio Sotelo quisiera evitarlo, pero temo que no lo conseguirá. La tercera vía, que él propugna, requeriría que existiese una segunda posición real, la socialdemócrata. ¿Existe? A mi juicio, no. La fracción así denominada dentro de UCD o es simplemente social-liberal o, admitiendo, a los efectos de la discusión, que estuviera representada por el grupúsculo de Francisco Fernández Ordóñez y sus seguidores, carece de stamina, carece de fibra y empeño para tal menester.

Así pues, el espacio político reservado a la socialdemocracia, realmente vacío hoy, pese a las propuestas de Sotelo, tendrá que ser ocupado (ya lo está siendo) por el PSOE. La «tercera vía» es, hoy por hoy, en el marco de las actuales estructuras de poder oposición y de la burocratización intrínseca a los grandes y centralizados partidos políticos, centra partidista: democracia concebida como incesante proceso de democratización, democracia como moral, democracia como tarea de la razón utópica.

La «clase política» y la nueva sociedad tienen, a mi entender, poco que ver entre sí, por falta de comunicación real. Aquélla, en sus líderes, por lo que se afana, o por lo que ésta piensa que se afana, es, crudamente dicho, por el poder; y en sus partiquinos, por su desfile como figurantes, en el cortejo del poder, en la ostentación de sus devaluados cargos y en el aumento del gasto público para la multiplicación de éstos y el aumento de su retribución. Por el contrario, la gente adulta está desmoralizada en sus problemas económicos y en la fiebre de poder seguir gastando sin ahorrar ni un solo céntimo, que se lo llevaría la trampa. Y la juventud, totalmente desinteresada de los «jueces» ni siquiera «prohibidos», escatimadamente «permitidos» de la sedicente democracia.

¿Por qué dije antes que, aun cuando temo que condenado al fracaso, me parece apasionante el experimento de Ignacio Sotelo? En otra época, los intelectuales, aun cuando menos de lo que ellos y los antiintelectuales creían, algo tenían que hacer en política. Su voz se oía con atención y respeto en el Parlamento, la disciplina del partido no les amordazaba y el hecho de que fueran elegidos por su nombre y apellidos, y no en razón de figurar en una lista cerrada de la cual no importa a nadie, sino las sigIas del partido y la «imagen» fabricada de su líder, contribuía, sin duda, a su autoridad moral como diputados. Hoy se ha alcanzado la plena perfección de un sistema electoral cuyas líneas maestras ya fueron previstas por Mariano José de Larra en el artículo "Dios nos asista". En el da cuenta así a su suputisto corresponsal del resultado de las elecciones: «Para que te formes una idea, han sido elegidos los sujetos siguientes: por Barcelona, como llevo dicho, don Juan Alvarez Mendizábal. Por Cádiz, don Juan Alvarez Mendizábal. Por Gerona, don Juan Alvarez Mendizábal. Por Granada, don Juan Alvarez Mendizábal. Por Málaga, don Juan Alvarez Mendizábal. Por Pontevedra, don Juan Alvarez Mendizábal, etcétera».

¿Pues qué más da, en efecto, que en las listas figuren tales o cuales nombres, que a nadie le importan, si todo el mundo lee «don Adolfo Suárez» (hasta que la televisión del partido no invente otro) o «don Felipe González» (sin segundos, superfluos, apellidos ninguno de los dos)?

Si, como imagino, Ignacio Sotelo, desanimado, regrest de lleno a su dedicación intelectual, acabado el «experimento», su caso, después de los de tantos otros, nos confirmará en la convicción de que el intelectual, salvo el que, casi anónimamente, lucha desde la base, no tiene nada qu.e hacer en política. Sí, en cambio, y mucho, por encima y más allá, por ,debajo y más acá de la política. Y así pues, pareciendo que hablamos de otra cosa, hablemos, sin política, de lo que está antes y después de ella.

1. Cartas de líderes del movimiento obrero a Miguel de Unamuno, con una primera parte, a la que directamente se refiere el título principal, original de la autora. Ediciones Universidad de Salamanca. 1980. 2. Taurus Ediciones, Madrid, 1980.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_