La calle
La calle, ¿de quién es la calle? Estos días ha habido reyerta municipal y callejera por los nombres de nuestras calles. El Ayuntamiento, mucho más conservador que los conservadores sueltos y voceantes que no conservan nada, quiere, por ejemplo, volver a llamar Santa Engracia (marqués de) a la calle de Santa Engracia, con olvido de un piloto transitorio y heroico que se llamó García Morato. Algún dia escribirá un Tuñón de Lara con sensibilidad (y sin cátedra) que la gran osadía del único alcalde marxista de Madrid fue ponerle (o tratar de) el nombre de una santa a una calle que ya tenía ese nombre de toda la vida. Esto, a los que viven del santoral, les parece herejía, heterodoxia, relajo e incluso relapso.Claro que si la veníal cuestión del nomenclátor galvaniza nuestro guerracivílismo en días de fiesta o entre semana, no es porque estemos luchando por los nombres de las calles, sino que en el fondo se lucha por la calle misma. ¿De quién es la calle? Con Fraga sabíamos que era suya. Con Franco no sabíamos nada porque no había calles, aunque hubiese grandes avenidas. Todo eran caminos de cabras y vías pecuarias que llevaban siempre a El Pardo. Lo que late bajo el nombre de la calle es la pregunta fundamental de la democracia callejera: ¿de quién es la calle? Tierno inauguró la plaza de Picasso en el conjunto Azca, y dijo:
-Esta es una plaza contra el rencor.
Pero me dice una bella periodista cubana, que he conocido en el jardín de Otero Besteiro:
-Qué mala sintaxis tiene aquí la derecha. He oído gritar a unos ultras: «i Luchemos contra el rencor de la oposición! ». ¿Qué quiere decir eso?
Una plaza contra el rencor. Pero en torno está el Manhattan hortera de Azca, que, sin amor ni rencor, supone la especulación del suelo, la transformación de la ciudad para peor, el capitalismo salvaje y el mogollón circulatorio. (Esto del mogollón circulatorio no hay que anotárselo también al ayuntamiento rojo, que ya cuando Quevedo vuelve a la vida y a Madrid, para pasearse por el XVIII con su amigo Villaroel, le sorprende, lo primero, el tráfago de carruajes, y Quevedo no consta que hubiese votado la ucedé, aunque tantos muertos la votaron.)
¿Cómo debe llamarse la avenida del Generalísimo? A mí me interesaría más saber de quién es realmente la avenida del Generalísimo, el suelo especulable, el cielo parcelable, los rascacielos inexpugnables, incluso ese tan logrado, tan apaisado, que parece órgano de plata para el aria del dinero. El otro día se manifestaron, entre la plaza de Castilla y la gitana panastera (para los del barrio es una referencia clara), los generalizadores que viven de generalizaciones y no quieren renunciar a la placa del Generalísimo. Juan Diego asoma a veces por allí:
-No asomé en todo el día, tío.
Es más bonito que Tirso de Molina se llame Progreso, como se llamaba. Tirso era un fraile paliza que tuvo su purgatorio en doña Blanca de los Ríos. Pero no va a haber más progreso en Progreso porque le cambien el nombre, que no sé si se lo van a cambiar. Plaza de jubilados, ocio de mandaderos, atrio de un Madrid de agua con cloro, azucarillos de sacarina y aguardiente matarratas. Bajo la tenue polémica del nombre de las calles está la cuestión crucial de la democracia: de quíén es la calle. De quién es Madrid. El Madrid viejo es de los personajes de Galdós, que en seguida se lo van a revender a una inmobiliaria alemana. El Madrid de La Vaguada es de Banús. El Madrid moderno es de los banqueros. La calle de Alcalá es de don Luis Coronel de Palma. Menéndez Pelayo y el Niño Jesús (colonia) son de Urbis. La Castellana es de Agromán y el barrio de Salamanca, de los de toda la vida. Bastaría, para saber dónde estamos, con poner a las calles el nombre de sus dueños.
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