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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Tribunal Constitucional ya tiene presidente

LA ELECCION de Manuel García Pelayo como presidente del Tribunal Constitucional, con nueve votos a favor, ninguno en contra y uno en blanco -sin duda el suyo propio-, representa un éxito del buen sentido y un apreciable contrapunto, que ojalá sirva para algo, a las decisiones de corte militar que hoy mismo comentamos.El poder ejecutivo había asignado la presidencia del alto tribunal a Aurelio Menéndez, prestigioso catedrático de Derecho Mercantil y ministro de Educación en el primer Gobierno Suárez, que sólo aceptó su nombramiento de magistrado constitucional después de una tarea larga de convencimiento por parte del propio presidente y de sectores de UCD. Los socialistas se habían mostrado receptivos a esta propuesta gubernamental, cuyo resultado final pactaron. Los conocimientos jurídi cos y la honestidad personal del señor Meriéndez se hallan fuera de duda, lo que no significa por sí solo que, a nuestro juicio, fuere el óptimo candidato, según dijimos en su día. Lo que es preciso reconocer, sin embargo, es que en este caso fue candidato casi a la fuerza y que el partido en el poder le ha dejado en la estacada de manera incomprensible e inexplicada.

Hecha esta aclaración, y la de que la actitud de Aurelio Menéndez, permaneciendo con enorme dignidad en el tribunal en circunstancias distintas a las previstas, le honra como persona y como jurista, digamos, que la solución dada a la presidencia nos parece inmejorable.

Manuel García Pelayo es, evidentemente, una persona perfectamente adecuada para ocupar ese cargo. Profesor de Derecho Constitucional y autor de una considerable obra de investigación jurídico-política, el primer presidente del alto tribunal es un hombre equidistante de los partidos y al que no ata ningún compromiso pasado o presente con el poder.

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García Pelayo acumula, además, una rica y atribulada experiencia personal de la preguerra y la contienda civil (en la que luchó en las filas del Ejército republicano), de la etapa de represión y soledad de la inmediata posguerra, del exilio forzoso y de la distensión social y cultural del último tramo de vida española. La España democrática necesita, para que la reconciliación entre todos sea algo más que una palabra de consuelo o un encubrimiento retórico para legitimar la indefinida continuidad en el poder de los mismos de siempre, que también ocupen puestos relevantes en la vida pública gentes humilladas y ofendidas hasta noviembre de 1975 por un historial digno y honesto que pertenece al pasado común.

En este sentido, la elección de Manuel García Pelayo es un símbolo del que los españoles que desean sinceramente ver cicatrizadas las heridas de la guerra civil no podrán sino congratularse. Como también se alegrarán quienes creen que un sistema democrático exige la creación de centros de poder independientes de los intereses y de los círculos de influencia del Gobierno y de la propia maquinaria de los partidos. Así se evitará el sacar adelante leyes que infringen la letra o el espíritu de la Constitución y lesionan el respeto que todos los ciudadanos deben a nuestra Carta Magna.

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