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Fernando de los Ríos, hoy

A muchos les parecerá discutible o irrelevante el ceremonioso reintegro a tierra española de las cenizas de aquellos que murieron doloridamente fuera de ella. Pero lo cierto es que el definitivo entierro en el cementerio civil de Madrid de los restos de Fernando de los Ríos puede contribuir, como ocurriera hace más de dos años con Francisco Largo Caballero, a difundir un nombre que debe decir mucho a la memoria histórica de los españoles de hoy.No se trata de aprovechar la ocasión para hacer un panegírico de circunstancias, tras del cual suele ser fácil adivinar un cierto narcisismo de partido. Sería, por otra parte, una tarea desmedida añadir elementos esenciales a los cumplidos estudios que tanto Elías Díaz como Virgilio Zapatero han realizado sobre el pensamiento y la personalidad de don Fernando.

Sin embargo, unas observaciones en esbozo sobre la significación del personaje pudieran tal vez llamar la atención sobre la conveniencia de tener de él una imagen menos simplista que la habitual. De los Ríos nos suele ser presentado, en efecto, como paladín de un humanismo socialista más lleno de referencias ginerianas que marxistas, como conspicuo exponente del socialismo de cátedra, vivencialmente alejado de las realidades populares, y todo ello se culmina con la obligada referencia a su cortés enfrentamiento dialéctico con Lenin. En nuestra torpe obsesión etiquetadora don Fernando ocupa con asiduidad las posiciones de un socialismo moderado (reconfortantemente moderado para unos, desoladoramente moderado para otros) y suavemente desvaído: algo así como la contrafigura de Largo Caballero.

Sin negar la parte de verdad en las apreciaciones citadas, existen razones para dar un sentido parcialmente distinto -o, cuando menos, más matizado- a nuestra visión de Fernando de los Ríos. En primer lugar, el «padre del socialismo de guante blanco» (en tierna y fraternal ironía lorquiana) fue un incansable batallador. Nos lo prueban su temprana actividad en su dura circunscripción granadina, infectada de caciquismo, y su comportamiento en el Parlamento de la monarquía; nos lo muestra también su firme oposición, desde un principio, a la dictadura de Primo, en contraste con la postura de otros compañeros de partido, y lo corrobora, sobre todo, la saña con la que, ya durante la República, es atacado por la reacción. Basta, ciertamente, hacer una somera incursión por las colecciones hemorográficas de los años treinta para comprobar cómo don Fernando era uno de los blancos preferidos de la prensa de derechas. Sus recursos más frecuentes: el antijudaísmo y la pretendida ridiculización de la conocida afición de don Fernando por el «flamenco»; es obvio que el gusto de nuestro personaje por tan honda manifestación de arte popular había de parecer ridículo a los eximios representantes de la España «zaragatera y triste».

La actividad política de Fernando de los Ríos no fue de mera superestructura. No debe ignorarse su contacto con los sectores populares granadinos, su continua labor en las casas del pueblo andaluzas. La ósmosis de vivencias e intereses entre un intelectual institucionista y la población iletrada, pero sabia, de la Andalucía rural puede ser difícil, incierta, contradictoria. Fue, empero, don Fernando uno de los que llevaron a cabo con más acierto esa luminosa tarea.

Es menester, asimismo, señalar el descollante papel del rondeño en la labor transformadora desarrollada por el Estado republicano. Aparte de su contribución a la Constitución, por sus manos pasó, como ministro de Justicia en los dos Gobiernos provisionales de la República, buena parte de la actividad legislativa de los primeros meses republicanos, y particularmente la referida a la separación de la Iglesia y el Estado (ese viejo sueño que, en la práctica, aún parece demasiado lejano en la España de hoy). Leyes tan modélicas como la de secularización de cementerios, la de divorcio o la propia reforma del Código Penal tuvieron mucho que ver en su gestación -aunque su promulgación fuera ligeramente posterior- con el quehacer del primer ministro de Justicia del nuevo régimen. Trasladado a la cartera de Instrucción Pública, De los Ríos, desarrolló, entre finales de 1931 y mediados de 1933, otra muy notable actividad de gobierno en ese privilegiado campo de atención que para la República fue el de la enseñanza: creación de la especialidad universitaria de pedagogía, impulso a las iniciativas de expansión cultural (las ya creadas Misiones Pedagógicas, la nueva Barraca, con Lorca a la cabeza)... Luego, por breve tiempo, ministro de Estado (castiza apelación, por cierto, que los corifeos de la España eterna trocaron por la foránea de Asuntos Exteriores), embajador de la República en EE UU con el Frente Popular y durante la guerra, Fernando de los Ríos estuvo siempre, tal vez discreta, pero firmemente, a la altura de las circunstancias.

En cuanto a su talante doctrinario, fue probablemente don Fernando un neokantiano con atisbos de lucidez marxiana cuando enjuiciaba problemas sociales, pero que nunca adoptó la trabazón fundamental del análisis marxista. Aunque ello supusiere un factor de limitación intelectual, tuvo, al menos, la virtualidad de mantenerle alejado de las ásperas estrecheces dogmáticas que, con desesperante frecuencia, han caracterizado a los teóricos marxistas españoles. Señalemos también que de fecha tan temprana como 1920 datan dos estudios suyos, tal vez inesperados en un catedrático de Derecho Político, sobre el problema ferroviario español y sobre las perspectivas de reforma agraria. Resulta asimismo interesante comprobar cómo sus precoces, y tantas veces invocadas, críticas a las realizaciones de la URSS no perdieron nunca un tono esencialmente constructivo. Recordemos finalmente que, entre la obra de Fernando de los Ríos como historiador del Estado, conservan no poca relevancia sus páginas sobre la utilización de la religión por el Estado en nuestro siglo XVI, así como sus intuiciones -luego confirmadas por las investigaciones de Bataillon- sobre la importancia del erasmismo en España.

Traemos, pues, a su definitivo lugar de descanso los restos de un hombre íntegro y, sobre todo, entrañable. Sus cenizas reposarán en esa elocuente lección de historia de la otra España que es el cementerio civil de Madrid, por el mismo esencial derecho que tienen los anónimos antifascistas de Torremegía de yacer donde hoy yacen, trazado por la voluntad de sus deudos y de su pueblo. A ellos, y sobre todo a los vivos, que la tierra de España nos sea leve.

Feliciano Páez-Camino es presidente de la Federación Socialista Madrileña.

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