Gershwin-Manhattan
En nuestra adolescencia, directores de orquesta sensibles, como Fernández Arbós, sirvieron al cariño del público interpretando la Sinfonía incomplela, de Schubert, reclamada desde la memoria viva gracias al éxito de una película, Vuelan mis canciones, visión idealizada de la biografía del músico. Ocurre ahora algo parecido con Gershwin. Desde hace más de un año se suceden los muy justos homenajes a Leonard Bernstein, el gran director de orquesta norteamericano, conocido en España sólo a través del disco. La cima del entusiasmo y del homenaje se situaba en su interpretación del Fidelio, de Beethoven, en las óperas de Viena y de Milán. Pues, no: la cima, hasta ahora, ha sido escalada y superada cuando Bernstein, pianista colosal, ha dirigido desde el piano la Rapsodia in blue, de Gershwin. Sí, daba gloria oír y ver cómo todo el tesoro acumulado con el repertorio tradicional se volcaba para hacer de esta música, jazz sinfónico, en las notas y en el gesto, algo muy de ayer y de hoy, de un hoy con nostalgia de ayer más tierno pero haciendo esa nostalgia mensajera y peleona contra tanto desorden vacío.En esa vuelta al jazz hondo es muy significativa la constante referencia a la Rapsodia in blue, de Gershwin. Con muy legítimo orgullo, Fedele d'Amico recuerda la muy buena bibliografía italiana sobre el autor, bibliografía que no aparece en la traducción española del muy discutible libro de Gauthier. Pero, como en el caso de la Sinfonía incompleta, de Schubert, el viento del ansia viene de que siga y siga en los carteles Manhattan, de Woody Allen. Se unen los dos nombres y con razón: aquello de Pavese cuando escribía de la implacable sociedad neoyorquina, roída por el demonio del poder, del arribismo, en contraste con el ansia de felicidad del pobre hombre vale para la música de ayer y para la película de hoy. Y de trasantaño pueden recogerse también aquellas graves palabras del fracasado presidente Wilson: «Las leyes de nuestro país no impiden que el fuerte destroce al débil». Pero si hasta físicamente se parecen, especialmente en los retratos del Gershwin de los años treinta: son rostros que han pasado por la necesidad y por la tormenta del psicoanálisis.
Gran música la de Rapsodia in blue, hecha para la gran sonrisa, para cierto regodeo colectivo y nocturno, pero ¡con qué vena elegiaca, con cuánta evitada cercanía del lamento! No en vano arranca la película de ese «clarinetazo» de la rapsodia, símbolo de una gran alegría, de una gran risa hecha para frustrarse. En la música y en Woody Allen que la recoge, el ritmo trepidante, alocado, se detiene, va como frenado por una voluntad de lirismo, de canción. Un gran técnico de la música de cine, Ermanno Comuzio, señala muy acertadamente el uso instrumental que hace Woody Allen de las canciones de Gershwin. Con espléndida intución, sólo posible desde la mucha sabiduría, Woody Allen no evoca el dúo Gershwin-París, que ya es historia, sino que se va hacia Mozart y hacia Mahler. Cuando Gershwin vino triunfador a Europa, alguien enamorado quedó en Nueva York sabiendo que la despedida era adiós para siempre: es también, de alguna manera, el final de Manhattan, una cumbre del cine que parecía inalcanzable después de Chaplín: en ese final el cine etiquetado como cómico acierta a plasmar la imagen del suspiro que, por pudor, se niega al sollozo, sollozo que quizá sea real en muchos, porque ni después de oír la Rapsodia in blue, ni después de ver Manhattan, la gente sale con cara de pascua. Aquí puede estar la necesaria lección, porque es posible que desde el nuevo jazz, más que de la música de tanto experimento y de tanto ruido, más que de la canción sentimental -el lujo de la sociedad opulenta-, surja la llamada a lo más difícil: darse cuenta, de verdad, de la terrible crisis de la sociedad de consumo. No olvidemos que estas músicas, que a veces sólo en apariencia son «ligeras», tienen una enorme capacidad de penetración: pienso ahora mismo en cómo ese jazz que se vislumbra llamará a la puerta de Umbral. Yo creo que ahora, como hace cincuenta años, la crítica musical vigilante, la que no es prisionera de la crónica, la que obedece a un claro género literario, tiene que estar atenta a lo que pasa con el jazz, como debe estar atenta a la otra crítica, a lo que pasa con la nueva poesía amorosa de los jóvenes poetas soviéticos. Si ambos polos de poder encuentran el arte de la crisis, el mensaje de la crisis, es posible que el músico europeo reflexione y se alarme porque si sólo quiere, imitando al Giscard de la política, engañarse con poderío falso, con nostalgia no irritada, inválida por tanto, tendrá el horizonte muy cerrado.
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