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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Las gruesas anteojeras del orientalismo / 2

La lectura de Marx y Engels con criterios de ponderación y relativismo histórico nos revela, como hemos visto, que su clasicentrismo -su valoración positiva y determinante del papel revolucionario del proletariado en la consecución de la sociedad igualitaria- presupone, de cara a las sociedades «no europeas», una clara proyección etnocéntrica que niega a los orientales -chinos, indios, musulmanes- sus cualidades propias, independientemente de su posición frente al progreso: en cualquier caso, los juicios negativos que formulan sólo cobran sentido en conexión con sus teorías sobre la industrialización como motor indispensable de la revolución mundial. Así, los límites del objeto de su estudio prejuician o reducen considerablemente el alcance de sus conclusiones. Los orientales son juzgados no por lo que son, sino por lo que deberían ser conforme a la doctrina marxista. En vez de subrayar la unidad/variedad de la cultura humana, nuestros autores recurren de continuo a los procedimientos de homogeneización, tan caros a los orientales.Una clara conciencia de la alteridad, de la distinción básica entre lo «nuestro» (las virtudes de la modernización y progreso) y lo de ellos (la «barbarie asiática») justifica primero la condena de culturas distintas de la nuestra y su sumisión a los argumentos irrebatibles de quienes, en nombre de la propia escala de valores, aspiran a extender su domesticación del futuro a los pueblos que no han alcanzado «aún» un nivel de conciencia elevado y no comparten, por tanto, sus criterios y apreciaciones. Luego, en la medida en que las restantes culturas deben pasar por el aro de l aeuropea, en vez de ser simplemente otras y en que hay una vía única, un evolucionismo lineal ineluctable, el etnocentrista bienintencionado se esforzará -sin contradicción aparente con la premisa anterior en uncir las culturas extrañas, atrasadas y exóticas a la gran cabalgata de un progreso fundado en la eficacia, productividad, organización, rendimiento, lamentando que víctimas inocentes sean arrolladas por su carro y agonicen a la vera de aquélla. Si los valores occidentales tienen validez universal, no cabe sino concluir que las otras sociedades, so pena de vegetar en una ignorancia infamante, deben seguir, de buen grado o por la fuerza, el modelo redentor (cristiano, burgués o socialista) de las sociedades modernas. «De ese modo», escriben Roy Preiswerk y Dominique Perrot en Ethnocentrisme et Histoire, «estas últimas se adjudican la parte del león en un palmarés en el que las distintas culturas son clasificadas según su avance hacia un objetivo juzgado primordial». Importa poco entonces, en el plano de la violación eurocéntrica, que el modelo propuesto sea de economía de mercado o planificada, en cuanto ambas se fundan en premisas culturales idénticas (concepción común del tiempo, trabajo, producción de bienes materiales, etcétera).

Estereotipos

El origen del léxico, clichés, estereotipos que plagan los escritos de Marx y Engels sobre Asia y Africa no es dificil de rastrear, y la cita de Goethe, como observa Said, nos pone sobre la pista. Cuando Marx escribe, por ejemplo, «no existe en el mundo despotismo más ridículo, más absurdo e infantil que el de aquellos shahzamanes y shahrianes de Las mil y una noches, y retrata al Gran Mogol como «un hombrecito amarillo, marchito y anciano, ataviado con ropas teatrales, recamadas de oro, muy parecidas a las de las bailarinas de Indostán... Títere cubierto de oropeles que aparece para regocijar los corazones de los fieles», el lector de hoy, si la cronología real no lo vedara, se sentiría inclinado a creer que el autor ha tomado esas descripciones de una producción de tema oriental de la industria cinematográfica hollywoodense.

Tópicos orientales

En verdad, los tópicos orientales (pereza, crueldad, fanatismo, corrupción, pompa grotesca) se remontan a varios siglos atrás y los mass media europeos y norteamericanos se han limitado a actualizarlos y adaptarlos a los gustos y conveniencias políticas del día. La fuerza avasalladora de la visión orientalista etnocéntrica ahoga no sólo cualquier tipo de consideraciones humanitarias sobre el costo de la operación modernizadora sino que trueca, como hemos visto, a los supuestos beneficiarios de la misma en simples peones, involuntarios, de la liberación europea. China, India, el mundo islámico -convenientemente homogeneizados- no valen por sí mismos, sino en relación a las metas y concepciones políticas y económicas de los occidentales industrializados. Esta concepción del carácter a la vez beneficioso e ineluctable del advenimiento de la modernidad universal legítima, finalmente, la agresión contra los pueblos y culturas que se resisten a disfrutar de las «ventajas» de aquélla. Ya se disfrace la embestida con finalidades trascendentes (como suelen hacer los historiadores burgueses al hablar de «evangelización cristiana»), ya se pongan al desnudo sus bajos intereses (como Marx y Engels), el «progreso» (ora sea material o espiritual) absuelve la iniciativa histórica de los civilizadores.

Para arrancar a los orientales de su «inercia» ante unas condiciones de «decadencia permanente» y vencer su «total incapacidad para el progreso», Marx sostiene que «Inglaterra debe cumplir en la India una doble misión, destructora y regeneradora: la aniquilación de la vieja sociedad asiática y la colocación de los fundamentos materiales de la sociedad occidental en Asia». Inglaterra mantiene esclavizada a la India, dice, pero en virtud de su «civilización superior a la hindú», ha comenzado una obra renovadora que se vislumbra ya tras los montones de ruinas que su ocupación militar ocasiona. Por un lado, «de entre los indígenas, educados de mala gana y a pequeñas dosis por los ingleses de Calcuta, está surgiendo una nueva clase..., imbuida de ciencia europea». Por otro, con la introducción del telégrafo, los ferrocarriles y el nuevo vapor que reducirá a ocho días de viaje la distancia entre Inglaterra y la India, el continente indostánico, vaticina, quedará «realmente incorporado al mundo occidental» (tres años antes, un burgués sin complejos, como Flaubert, ironizaba en Egipto sobre esta perspectiva, un tanto optimista, del progresismo europeo: Comment, monsieur, on ne commence pas á civiliser un peu ces pays? l'élan des chemins de fer ne s'y fait-il pas sentir? quel y est l'état de l'instruction primaire?).

Matizaciones

Antes de terminar este breve repaso de los criterios conforme a los cuales Marx extiende sus certificados de modernidad, sería injusto omitir el hecho de que, en sus escritos posteriores, matiza y, a veces, atenúa algunos de sus enfoques: si la rebelión de los cipayos le muestra que la presunta «apatía» de los indios es pura leyenda, los crímenes, tropelías, pillaje del poder colonial anglofrancés disipan paulatinamente su confianza en los frutos de su misión redentora. Pero, por desgracia, la tímida revisión de sus premisas no cuaja en un verdadero replanteamiento teórico.

Las consecuencias de la visión orientalista de Marx son incalculables y lastran todavía el marxismo contemporáneo. Su cuerpo doctrinal ha desempeñado desde luego un papel importante y, a veces, decisivo en la liberación de los pueblos del yugo colonialista burgués.

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