La feria de San Isidro ha puesto la fiesta en su sitio
Hacía tiempo que los toros «no tenían un pase». Mejor dicho, sí lo tenían, pero para las exigencias de las figuras, su personalidad, sus posibilidades, «servían» pocos. Toro (digamos torito: no conviene exagerar) que salía moviendo un poco las orejillas ya le valía a los taurinos para decir que no tenía un pase. Y así íbamos tirando hasta la feria de San Isidro de 1980, que no ha sido buena, ni mucho menos, pero que ha puesto las cosas en claro.
La primera, que la mayor parte de las figuras, todas las cuales han tenido a su merced toros de ensueño, no valen lo que dicen y cobran más de lo que merecen. La segunda, que un Ruiz Miguel -Paco Ruiz Miguel y los muchos ruizmigueles que han aparecido y desaparecido durante los últimos años- les pueden poner en ridículo de cien veces, cien.La tercera, que el espectáculo de la lidia, por sí solo y sin las faenas de los cien pases, tiene garra suficiente para llenar las plazas y arrebatar al público, sea aficionado de toda la vida o primerizo recién llegado del Gran Norte. La cantilena -años y años escuchando los mismos torpes argumentos- es que la fiesta pertenece a otra época y por eso aburre hoy. Es cierto que aburre, pero no la fiesta, sino ese espectáculo mixtificado que impera, cada vez más, desde los tiempos de Manolete. La fiesta sorbió el seso de los españoles en la pasada centuria y principios de la presente no porque entonces carecieran de televisor, fútbol y chalé en la sierra -otros argumentos predilectos de taurinetes y asimilados-, sino porque sumaba unos valores permanentes que nunca faltaban en la corrida, fuera ésta de buen o mal cartel, de brillante u oscuro resultado.
Salía el toro y éste producía emoción creciente desde su aparición por el chiquero y en todos los tercios. Y al toro -limpio de pitones, fuerte, encastado (otros prefieren decir fiero)- se le daba la lidia adecuada. Y así siempre, en todo lugar y en todo festejo, con lo cual el gran espectáculo estaba garantizado. Apasionaba con absoluta independencia de la época, y ha apasionado con el mismo ímpetu siempre que se ha vuelto a producir. Así en la corrida de los Victorinos, donde la abarrotada plaza estuvo pendiente de los incidentes del ruedo, sin perderse detalle, verdaderamente entusiasmada, desde el principio hasta el fin de la corrida.
La lección de Ruiz- Miguel
Y no sería porque los Victorinos salieran bravos. No lo fueron. Ni siquiera se puede aducir que surgió una ocasión excepcional donde coincidieron la espectacularidad del toro bravo con la inspiración de los diestros. Antes al contrario, se trataba de una corrida normal si la comparamos con aquellas donde constituía normalidad la lidia del toro íntegro, y en diversos pasajes, de las llamadas malas, porque en ellos lo que coincidía era la mansedumbre del toro con la escasa habilidad del lidiador. Pero nunca fallaba el gran espectáculo porque permanecían los valores básicos que caracterizan a la fiesta.Sobre esta lección hubo otra de no menor importancia: el triunfo de Ruiz Miguel con un toro difícil. A la teoría taurinista de que el éxito sólo se logra con los cien pases de muleta, entre otras razones porque el público no perdona que se den menos, respondió el público aclamando a Ruiz Miguel por media docena instrumentados a ley. A los argumentos de que el torito que mueve las orejillas no tiene un pase respondió este Ruiz Miguel poderoso embarcando en el engaño a un Victorino serío, manso, reservón y con aires de marrajo. «¡Esta es la figura!», le gritaban desde el tendido.
Los otros, los que se hacen llamar figuras y copan los mejores puestos y los más altos honorarios en todas las ferias, fueron incapaces, en cambio, de poder no ya con el toro difícil, sino con el noble. Dos docenas largas de toros ideales para armar el alboroto se fueron al desolladero sin torear de verdad por esos ases llamados Manzanares, Teruel y Niño de la Capea, o esos artistas llamados Curro Romero, Manolo Cortés y Roberto Domínguez. Faenas en plenitud únicamente se vieron la recia y honda de Ruiz Miguel y la artística y variada del novillero Pepe Luis Vázquez. En los fenómenos, nada. Luego, sí, méritos y detalles entre quienes quedan de segundones para los manejos del taurineo: Julio Robles en una corajuda actuación que cambió por una cornada; destellos de Curro Vázquez; entrega en Ortega Cano, Manili y Dámaso González.
Durante años, en las corridas veraniegas de Las Ventas, hemos visto desfilar matadores relegados al montón que eran capaces de comerse con patatas toracos vivos, ¡y tan vivos!, de impresionante presencia y constantes peligros a punta de pitón, y sístemáticamente se les descalificaba con la imputación de que eran incapaces de crear arte con el borrego. Muchas injusticias hemos presenciado en esta plaza y en otras. Buen número de toreros han tenido que volver a los albañiles, de donde procedían, a pesar de que demostraban tarde a tarde su valor y su torería. Eran toreros con mayores arrestos que la mayoría de cuantos han pasado por la feria de San Isidro; y por lo que se refiere al arte, allá se andaban. Su oportunidad nunca pasó de encararse con la cornada en las corridas veraniegas.
La feria de San Isidro ha sido importante porque ha puesto a los toreros y a la fiesta en su sitio. Aunque quizá este revulsivo no tenga proyección alguna porque las grandes empresas siguen mandando en el espectáculo como mandaban antes y van a hacer de él lo de siempre, es decir, lo que les apetezca.
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