Una anécdota de "Che" Guevara en Madrid
Se ha escrito mucho de Ernesto Guevara, el gran revolucionario y guerrillero argentino-cubano, desde que los noticieros del mundo entero cursaron, primero como posible y después como cierta, la noticia de su captura y su muerte. Esta última constituyó para sus seguidores y afines una tragedia real, dada la alta categoría política y el gran prestigio público del individuo; para otros significó un descanso. con tanto contenido de odio como de venganza; para muchos, una anécdota más de un famoso hombre público con enorme significación en la historia contemporánca que sirvió y, servirá de modelo para banderías del futuro. Es evidente que, desde cualquier ángulo que se le mire, guste o no, la vida de Che Guevara fue un ejemplo de conducta, y su muerte, un sacrificio de lealtad -pues pudo evitarla- con respecto a su firme manera de pensar. Pero hay, sin duda. numerosos matices interesantes en la existencia de ese hombre-bandera, sólo conocidos por los lectores de sus biografías, y otros que sólo conocerán sus amigos o compañeros. Uno de ellos era su caballerosidad innata. Múltiples accidentes han puesto de relieve, por ejemplo,su comportamiento -aireado hace bastantes años por un periódico español, a pesar de la prohibición, entonces vigente, de hablar de Guevara- con los prisioneros, tan diferente del que en otros lugares se ha tenido con los presos políticos. A su paso, hace muchos años por España, que fue silenciado dejó constancia de su simpatía y de su pulcra educación. De una educación que. al decir de quienes le conocieron, empleó hasta en los campos de batalla, Voy a relatar lo acontecido en un comercio de Madrid, en el que la gente ignoraba de quién se trataba, del que tuve conocimiento por un testigo familiar que directamente lo vio.En un viaje semioficial reservado, recorrió nuestra ciudad con algunos amigos miembros de la Embajada de Cuba. Llamaba la atención en todas partes por su cabellera y su barba, típicas del fidelismo, su desaliñado atuendo militar llevado sin arrogancia, su mirada bondadosa y clara y su simpática y leve sonrisa, plena de afectividad y atractivo.
La anécdota a que hago referencia tuvo lugar en un muy conocido y prestigiado comercio de artículos de piel y de prendas de vestir que, por entonces, tenía abierto solamente un local en la Gran Vía; me refiero a Loewe. Del hecho fue protagonista la hija mayor del que este artículo firma, que trabajaba allí como dependiente. Encontrábase con otra compañera tras del mostrador, ordenando cosas, cuando penetraron en el local dos uniformados barbudos que, en un principio. causaron al personal y a los clientes cierto estupor. Se acercaron a ellas con amabilidad y cierta timidez, rogando les mostraran algunos objetos que deseaban adquirir, creo recordar que eran maletas o estuches de aseo. Aquel guerrillero barbón de ojos claros y grandes ojeras dijo a mi hija con su conocido acento hispanoamericano, entre cubano y argentino, y riendo: «Señorita, no se asuste por nuestras barbas. Representan promesas que en conciencia debemos cumplir. Soy Ernesto Guevara». En aquellas fechas, nadie o casi nadie ostentaba barbas crecidas en España.
Sin titubeos, adquirieron lo que buscaban y abonaron su importe. Pero, cuando se dirigían hacia la puerta con los paquetes, Guevara, simulando darse cuenta de un involuntario olvido, se volvió a mi hija y le dijo: «Señorita, por favor, tengo también que comprar un regalo para una joven, y necesito su consejo. Debe tener una edad aproximada a la suya. ¿Qué me sugiere usted?»
A ella se le ocurrió que lo más adecuado podría ser un bonito pañuelo de seda, de los que había gran variedad en la vitrina y en los cajones. Le enseñó varios y Guevara insistió: «Elija usted, señorita, uno con arrgulo a su gusto. Se lo pido por favor, pues yo no entiendo. Tengo la impresión de que usted sabrá hacerlo bien».
Mi hija le señaló uno, precisamente el que más la encantaba, de la varida colección. Aceptada por él la sugerencia, ella lo envolvíó y se lo entregó, junto con el boleto para que lo abonara en caja. Así lo hizo Guevara, y nada más pagarlo, girando sobre sus talones y con gesto algo avergonzado, le entregó el paquete a mi hija, diciéndole: «Joven, perdóneme. Lo he adquirido para que usted conserve este recuerdo de mi gratitud por la simpatía con que una española atendió en un comercio de Madrid a un guerrillero cubano embarbesido (fue el vocablo que utilizó, seseando la c). Intentó mi hija eludir la acción, pero no pudo; tal fue la Firme actitud de Guevara, impregnada de vehemente sencillez. Nunca más volvió a verle, pero ese pañuelo lo guarda en memoria de un rasgo de hidalguía de un hombre que constituia toda una representación de luchador político revolucionario, del que en España se escribían entonces barbaridades sin cuento y sin cuenta.
Repetidos hechos de índole muy variada han puesto de relieve la simpatía y el gran don de gentes que Guevara desbordaba. Acabo de citar uno más, que a mi hija y a los circunstantes causó sensación. Esas actitudes de Guevara, gusten o no gusten, en función de los prejuicios políticos, permiten corriprender las dotes personales de tan relevante caudillo de guerrillas, con las que se granjeaba con facilidad y simpatía la adhesión fervorosa de sus valientes compañeros de lucha y la admiración de cuantos tuvieron la suerte de tratarle al margen de intereses políticos, sociales o militares, en los que no entro. Naturalmente, explica la ilusión con que le siguieron, por él encandilados, quienes veían sacrificarse feliz por el ideal que consideraba supremo, con su bonachón estilo humano, a aquel horribre que había dicho una frase ritual para sus afines: «Antes guerrillero que ministro»; es decir, antes la trinchera que la poltrona administrativa. Ha escrito Rof Carballo que el hombre es un «animal desmesurado». Desmesurado en simpatía y en valor fue el hombre que, a rnucha distancia de mi pensarniento político personal, ha motivado mis líneas de hoy.
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