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Reportaje:

De Santa Isabel al "refugio del huevo duro", una ruta para sobrevivir en Madrid

A punto estuvo Luis esta mañana de entrar en una cafetería y pedir el desayuno, «café con leche y bollo, por favor». Pero se contuvo y decidió acercarse a Hortaleza, 77, Casa de la Misericordia y Colegio de Santa Isabel. Desde las ocho y media de la mañana, «hasta que se acaban», las monjas de Santa Isabel cortan y reparten alrededor de cuarenta bocadillos entre los pobres. «Mi desayuno no es continental ni inglés, es un seco y sabroso bocata mañanero», confiesa Luis, 38 años, con cierto humor. Desde que en 1976 se despidió de la ferretería donde había trabajado durante dieciséis años y fue agotando la liquidación en medio de trabajos eventuales, cada vez más esporádicos, es un cliente asiduo de conventos y comedores benéficos. Forma parte de esa población fija y flotante de cientos de pobres oficiales de la villa, mendigos de ocasión, pillos y zascandiles, transeúntes y parados que acuden en procesión casi esperpéntica a las colas de caridad, con su bolsita de plástico, su tartera o su olla de aluminio.Un censo escurridizo y creciente de gentes sin censo, sin empadronamiento y cartilla de beneficiencia en ocasiones, de ancianos o inválidos con una menguada pensión de 4.000 pesetas mensuales, de vivillos y aspirantes a holgazanes que la necesidad ha convertido definitivamente en pícaros. «Gracias a los curas y las monjas podemos vivir», dice con sonrisa entre sincera y cínica. Su lema es así de realista: «No sé qué voy a comer hoy, pero sé que voy a comer».

El portalón de madera barnizada de Hortaleza, 77, separa el zaguán de un soleado patio interior repleto de macetas. Sobre la puerta hay un cuadro de la Virgen, enmarcado a modo de hornacina y flanqueado por dos farolillos diminutos. Pero los seis o siete mendigos que esperan en el cobertizo sólo están pendientes de que la puerta se abra y aparezca sor Carmen con sus crujientes bocadillos. Alguna vez, también le piden ropa y pasan a probarse a una habitación habilitada como rastrillo hasta que salen a la calle «de estreno», «como si salieran de unos grandes almacenes», dice la hermana María Victoria. Pero Luis no suele pedir ropa, que él siempre va de sport, en camaleónico atuendo de playeras y vaqueros y con aspecto de mozalbete de bigotito fino, instruido y enterado, no en vano acostumbra a leer todas las revistas que encuentra en las papeleras.

Esta mañana también estaban en Santa Isabel Antoñito Fernández, 58 años, ex obrero de la construcción, sin seguros sociales, uno más de esos antiguos albañiles sin contrato que tanto contribuyeron a levantar el imperio inmobillario madrileño de los grandes especuladores. Pero Antoñito Fernández va poco por Hortaleza, que él prefiere los bocadillos de unas monjas de la calle Rey Francisco, a las que llama «las andaluzas» porque cecean y además «son todas de Sevilla». Aunque, a veces, la elección del primer bocadillo mañanero se le hace tan difícil que no sabe a qué cola arrimarse, sobre todo los dos días de la semana en que también los jesuitas de Alberto Aguilera reparten sus generosos bocatas.

La cola de los diez "duros"

Los martes, sin embargo, Luis y Antoñito desprecian estos trayectos. Los martes son los días más excitantes y madrugadores para mendigos y pedigüeños, congregados todos ellos, antes de las nueve de la mañana, en la iglesia de Medinaceli, detrás de la escolanía, en la fachada trasera. Es ésta una cola de más de trescientas personas, mujeres ancianas en su mayoría, y hombres de todas las edades. Forman una fila de pequeños corrillos y charlan entre animados y vigilantes. A las nueve aparece un fraile, al que los necesitados conocen por «el de las barbas», y comienza a sacar monedas de diez duros de un saquito y va distribuyéndolas de uno en uno entre los asistentes. Un hombre se quita la chaqueta y vuelve a ponerse en la cola, pero unas señoras le dan el alto: « Padre, que ése quiere repetir ... ». Otra anciana coge la moneda y se desahoga en voz alta: «¡ Qué basura, sólo diez duros y no tengo dónde caerme muerta!» Y cuando descubre que alguien la está escuchando, silabea en voz baja: «Fíjese, los hombres se lo gastan en vino, que luego los veo yo en la plaza Mayor pimplando sin parar». El fraile, por su parte, calla y reparte las últimas monedas en pocos segundos, hasta que aquella patética y goyesca cola se deshace: «Aunque damos limosnas sin horarios ni días fijos, los martes lo hacemos de esta manera en honor a san Francisco, aunque sabemos que es una ayuda simbólica y que hay muchos que vienen sin recta intención, pero no preguntamos a nadie por su vida y sus intenciones».

Vales de ultramarinos

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Parte de la basca congregada en Medinacell se dirige andando hasta la calle Silva, hacia la iglesia de los frailes mercedarlos. También los martes, a las nueve y media y en un segundo turno, una hora después, fray, Pedro reparte vales de veinticinco, pesetas a canjear en la tienda de comestibles de la misma calle. Son cartoncitos caseros con el sello de la iglesia y la leyenda «vale por veinticinco pesetas», y la indicación precisa del lugar donde se pueden presentar. Los asiduos suelen comprar una lata de sardinas o una tableta de chocolate, pero algunos prefieren coleccionar los vales y hacer una compra mensual menos raquítica. Anunciación Vera, inválida y hasta hace poco residente en Marruecos -su marido fue combatiente y luego desaparecido en la última guerra civil-, viene a recoger un vale desde Carabanchel -«gracias a la rebaja de autobús que nos ha concedido el alcalde»- y se enfada un poco con otro compañero cuando éste le dice que tiene derecho a una pensión y ella asegura que ya se lo están arreglando unos amigos. Otra señora enlutada, vecina de la plaza de la Cebada, cuenta que desde que se quedó viuda, hace cinco años, come gratis en Doctor Cortezo, en la congregación del Ave María. « Me tienen apuntada y soy fija». La congregación del Ave María es una institución religiosa que da de comer a un pequeño número de personas gracias a los donativos que reciben de algunas familias que encargan misas por sus difuntos. «Está muy limpio el comedor y me tratan muy bien, pero como la comida es a las once y media, cuando llego a casa tengo el estómago en los talones».En la travesía de San Mateo, esquina a Hortaleza, las mismas monjas de Santa Isabel atienden un comedor casi familiar de sillas de skay, televisión y radio. «Lo financia el ayuntamiento, bueno, en realidad nos dan cincuenta pesetas por vale y nosotras ayudamos un poco en mejorar la comida. Sólo hay cincuenta plazas y los beneficia os los envía la asistencia social de las tenencias de alcaldía». Los comensales generalmente son ancianos, pero hay una mujer joven con un niño y un embarazo avanzado, separada en la actualidad de su marido. Una señora de mediana edad, arreglada y pintada con una gruesa raya de rimmel, dice que ella es de buena cuna, hija de médico y catedrática. Cerca de ella, otra señora de espeso bigote y mirada ensimismada, rodeada de extrañas y numerosas bolsas, habla sola en bisbiseo. Y María Victoria Benito, 74 años, poeta y escritora -asegura que pertenece a la Sociedad de Autores y ha enviado poesías suyas al Rey y a Enrique Tierno-, aunque antes de costearse sus estudios fue sirvienta y encajera, también es clienta fija del comedor. «Tengo un guión en prosa, de alta comedia, que me gustaría vender, es un guión técnico cinematográfico, tan original que es como para premio Nobel. Créame, yo soy una enciclopedia que estoy en rústica porque no tengo pasta para encuadernarme», dice entre dicharachera y convencida, mientras recuerda que ayer comió lentejas, chorizo y huevo frito y una manzana.

Garbanzos y pollo

Pero dos de los comedores más frecuentados por madrileños hambrientos y transeúntes -aparte de los directamente municipales de Imperial, 8, Ribera de Curtidores, 2, y albergue del paseo del Rey- son los de Martínez Campos (atendido por religiosas de la Caridad) y el del Patronato de Enfermos de Santa Engracia, 11, regido por las Damas Apostólicas; una congregación que, en su origen, en 1924, fue un patronato integrado por damas de la alta nobleza. En este último, los comensales ascienden a 130 personas por día, sobre todo en invierno. «En invierno prefiero tener lumbre en casa en vez de comida», dice una señora. Al empezar el verano, en cambio, muchos se dedican a recorrer las ferias y su número disminuye. «La mayoría son hombres, algunos con unas pensiones de miseria y sin cartilla de beneficencia ni carnet de identidad siquiera, gente absolutamente marginada, desde niños que ningún hospital oficial quiere recoger cuando están seriamente enfermos, algunos epilépticos y alcohólicos y hasta tuberculosos, muchos de ellos con todas las deficiencias afectivas que originan los orfanatos y, desde hace unos años, gran porcentaje de jóvenes, albañiles sin seguridad social, braceros e inmigrantes rurales», explica detalladamente la religiosa Alicia Ulibarri. Uno de los mendigos dice un poco dubitativo: «Yo soy un cabeza rota». Junto a él se arremolina un heterogéneo grupo humano, que hace guardia en la puerta trasera del colegio de las Damas Apostólicas. A las doce el comedor se abre y corren apresurados a ocupar sus puestos. Los asientos son bancos y taburetes de madera, repintados de blanco, y las mesas recuerdan a las de los antiguos cafés merenderos, patas de hierro y, repisa de márbol blanco. Las fuentes están repletas de garbanzos y un cuarto de pollo -antes hubo la tradicional sopa de cocido- y como hoy es Fiesta se reparte café y, bollo. Ha habido que habilitar unas mesas de más en el ensanche del pasillo porque hoy, ha venido un grupo de descargadores de Legazpi, que por ser domingo libran, y hay también dos estudiantes de color de Cabo Verde. «Nunca sabernos los que van a venir y en ocasiones nos desbordan. Pero no vienen ahora tantos como después de la guerra, que casi dábamos setecientas raciones por día», recuerda Alicia Ulíbarri

El menú no varía

Luis come a diario en las Damas Apostólicas, mediante un vale que renueva cada dos días en la sociedad de caridad La Matritense. Antoñito Fernández, sin vale de caridad oficial, sólo acude a comer los domingos, después de oír misa en el mismo patronato, como si interiormente hiciera un trueque religioso-crematístico, y, a pesar de que Alicia Ulíbarri asegura que no es necesario el vale para entrar. Entre semana, Antoñito opta entre un bocadillo a las doce y media, que dan otras monjas de la calle Españoleto, y un plato de legumbres que ofrecen gratis las Hermanas de la Caridad, en Martínez Campos. El turno oficial de 140 plazas contratadas por Cáritas, el Ministerio del Sanidad, tenencias de alcaldía y La Matritense, comienza a la una del mediodía. La avalancha de madrileños y transeúntes sin vales, extranjeros -suramericanos, marroquíes y personas de color de diversos países- y hasta de enfermos que buscan caldo caliente, han creado ese turno extra. Curiosamente, Dominica Orduna, 74 años, dice que esta comida «descompone el vientre» y que no puede venir al comedor.Un hombre cincuentón que sale del comedor dice que le han echado de casa desde que se quedó en el paro. Un gallego de dieciocho años, Francisco Romero, se queja de que no encuentra trabajo porque tiene la camisa tiznada y mugrienta, aunque confiesa que saca algún dinero pidiendo en una esquina. Antoñito Fernández, entre tanto, se aleja, aprisa para acudir a otras tres citas: un plato caliente en los claretianos de Argüelles, un bocadillo envuelto en papel del Ya, que reparten en el mismo barrio otros religiosos, y que reúne, entre otros, a un señor trajeado y a unos amigos que llevan una botella de vino en el macuto, y otra vez comida caliente en Ferraz, donde de nuevo se encuentran Luis y Antoñito.

Por la tarde, la única opción es la del huevo duro, a las ocho, en Corredera Baja, en la Santa y Pontificia Real Hermandad del Refugio. El menú suele repetirse: arroz con patatas y dos huevos duros, pero Dominica Orduna no ha tenido suerte esta vez y no le ha tocado entrar: «Reparten vales para quince días al mes y a mí me toca la segunda quincena, pero si falla alguien que tenga vale ese día puede entrar el primero que llegue, pero hoy han venido todos y me he quedado sin cena». Entre la extraña incompatibilidad que sufre respecto al comedor de Martínez Campos -que parece que sólo le afecta a ella- y los quince días sin vale, Dominica no tiene más recurso que las sobras de comidas que le dan otras monjas de las que fue lavandera.

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