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La "banda de los cuatro"

Malos vientos corren para los partidos políticos. El sentimiento antipartido se extiende como la pólvora por el país. Los desenganches son continuos y, sorprendentemente, no parecen inquietar a las respectivas jerarquías. ¿Estarán cumpliéndose en nuestros días los anatemas josearitonianos o habrá tomado cuerpo el gran demonio familiar del franquismo llamado partitocracia? Por el lado de la izquierda radical y en las zonas de la marginalidad, la decepción ha convertido a los partidos tradicionales en el chivo expiatorio de todos los males.El fenómeno no es privativo de estas latitudes; también se extiende por los demás países occidentales. Pero en España adquiere unas características peculiares de ensañamiento directamente proporcional al grado de frustración sentido. Los partidos franceses más significativos ya son denominados la «banda de los cuatro». Apelativo que probablemente no tardará en hacer fortuna en España, aplicado a nuestros UCD, PSOE, PCE y CD.

La peculiaridad del caso español reside en que el repudio no proviene sólo de la ultraizquierda, de los ecologistas, mujeres, jóvenes, escépticos radicales y demás «marginados». Estos son la punta de lanza, los destripadores llamativos del entramado.

Pero junto a ellos, incluso se diría arrollándolos, se encuentra el rechazo, vestido de indiferencia, de una amplia capa de la sociedad española: al menos ese 40% o 45 % de abstencionistas de las elecciones, en los que nadie parece haber reparado seriamente, y que, sin embargo, dan la imagen veraz y fehaciente de los aires que corren por el país.

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Aquí está pasando algo grave. ¿Es que la sociedad española está pidiendo peras al olmo de la clase política? (A pesar de las chanzas de Carrillo, mirado desde esta acera, la clase política es observada como un bloque unitario).

Sin duda la hora es difícil, los problemas -estructurales y coyunturales, como antes se decía-, ingentes. Pero todo ello viene a significar simplemente que la clase política, o la «banda de los cuatro», no está a la altura de las circunstancias.

La desilusión ha venido en cadena y las inaniobras políticas cotidianas no han sido capaces de frenarla. Unos han tenido más paciencia que otros, pero al final la ruptura con las siglas acaba imponiéndose. Quizá la clase política ha creído que en 1977 les regalaron un cheque en blanco, lo que no deja de ser un error manifiesto. En una democracia no hay cheques en blanco para nadie: todos son condicionados. Y si bien durante los primeros tiempos la transición -no obstante los tempranos destierros- alcanzó notables cotas de eficacia, rápidamente llegó el acomodo, el encanijamiento, la ausencia de coraje y de imaginación. Así, el desgaste ha venido prolongándose hasta nuestros días. Resulta ya un lugar común hablar del foso que separa a la clase política de la realidad de la calle. En cualquier caso, este sentimiento es comprobable no sólo en la atmósfera contaminada que se respira; también puede ser cuantificado a través de los últimos datos electorales.

El problema está en que ese rechazo o indiferencia no afecta sólo, contra lo que pudiera creerse, al partido mayoritario o al Gobierno. Alcanza de lleno a la «banda de los cuatro», y en consecuencia, a la clase política como tal. Aquí no se salva ni Dios, como decía Blas de Otero.

La utopía, con todas sus entelequias, vuelve ante la desilusión de la realidad, fundamentalmente en los sectores marginales e incluso en las alas críticas de algunos partidos. En un principio, el partido era un mal menor. Luego, definitivamente, se acabó la resignación, y así renace el antiguo reflejo: «Estamos luchando por una sociedad en la que no sean necesarios los partidos».

Antes de llegar a ese extremo hay que preguntarse si lo que se pone en entredicho es la existencla misma de los partidos o simplemente la actuación de la «banda de los cuatro». Para los marginales -políticos o no, revolucionarios o pasotas-, evidentemente, el mal está en los partidos, generadores del burocratismo y el autoritarismo, tapón que impide el auténtico cambio social.

Los otros sectores, sin embargo, esa zona media de silenciosos abstencionistas, lo que viven es la indiferencia, la sensación de que nadie va a sacarlos del pantano. Son asténicos, y la clase política, en su conformación actual, no es capaz de motivarlos. Lo que seguramente les defrauda es la «banda de los cuatro», impotente para solucionar los problemas concretos de un país cuyo deterioro perciben en sus bolsillos y en su forma de vida. Estamos en los antípodas de la utopía.

Los fascistas intentan capitalizar la marejada. No obstante, la zona med la abstencionista aún no ha picado el anzuelo de responsabilizar a la democracia del fracaso de esta clase política. Para ese sector, pragmático por definición, intrínseca m.ente pasivo, la democracia es una situación de hecho, y como tal, no cuestionable (de la misma manera que, en su día, tampoco cuestionaron seriamente al franquismo).

Realmente, los partidos están perdiendo a pasos agigantados la imagen carismática del tiempo de la dictadura. El adocenamiento ha hecho que una parte nada desdeñable de la soledad los meta -justa o injustamente, esa es otra cuestión- en el mismo saco a todos, haciendo abstracción de sus diferencias ideológicas.

Para mucha gente son como hermanos gemelos, forman una «banda» y se adiestran en el mismo juego. La situación es grave, no sólo para ellos, sino para la política en general, y, en último término, para la democracia.

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