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Reportaje:El paro, problema número uno de los madrileños / 2

Los empeños y el trabajo esporádico de la mujer se convierten en el último recurso

En Pezuela de las Torres, una Iocalidad pequeña que linda con Guadalalara, Julio Castillo está siguiendo el debate parlamentario en un pequeño transistor. El señor Castillo era guarda jurado en un coto alquilado por una agrupación de cazadores, hasta que perdió, su empleo hace un año. El único dinero que entra ahora en su casa es el sueIdo de una hija suya, unas 24.000 pesetas, que tampoco puede aportar mucho, porque tiene que pagar las letras de un piso en Alcalá de Henares, de cara a su próxima boda. A sus 56 años, Julio Castillo tiene muy pocas esperanzas de encontrar un nuevo empleo, entre otras cosas porque él es socialista, aunque no tenga carné, y los pocos contratistas de obras que actúan en el pueblo son gente de derechas que conocen muy bien sus ideas.Lo grave y lo incomprensible es que Julio Castillo no recibe ningún tipo de ayuda estatal, a pesar de que durante sus siete años de guarda jurado la agrupación de cazadores pagó sus seguros sociales y él mismo pagaba unas 1.500 pesetas anuales a la Mutualidad Nacional Agraria de la Seguridad Social. Ser el mutualista 28/954687-7 no le ha significado nada. Cuando intenté gestionar la reclamación de algún derecho asistencial le dijeron confusamente -o tal vez es él quien se pierde entre tantos membretes oficiales- que su situación no era legal, porque sus patrones no cotizaban lo suficiente, o algo así. Julio Castillo tenía también algunas esperanzas de que su ayuntami-ento, con un alcalde socialista (las elecciones dieron dos concejales al PSOE, dos al PTE y tres a UCE», pudiera aliviar algo la situación de los parados del pueblo, ero ya se ha convencido de que están atados por la Administración central y no pueden hacer nada en este aspecto.

Esa sensación de estar selos frente al problema, desbordados y sin organismos o instituciones claras a las que recurrir, la inseguridad de que incluso el puesto que se ocupa puede desaparecer en cualquier momento, es uno de los signos que para Enrique, el párroco, revelan más claramente que la crisis social está llegando a puritos muy peligrosos para el conjunto del país, por la desconfianza que se genera hacia las instituciones democráticas y el caldo de cullivo ofrecido a planteamientos políticos extremistas.

Del préstamo a la usura

«El deterioro de los últimos tres años ha sido terrible», explica el cura. «Antes aún podías encontrar algo para un caso desesperado, pero todas las puertas están cada vez más cerradas. En la gente joven el clima de insolidaridad, forzado por Ias preocupaciones de cada uno, el estar todo el día sin hacer nada y sin perspectivas. les conduce al potro y a la delincuencia, aunque yo tampoco pienso que ambos fenómenos puedan explicarse sólo por el paro».«Comienzo a notar incluso bastantes casos de gente que siente vergüenza de pedir dinero y me ofrece una sortija de la familia o un reloj que no acepto, como garantía del dinero que les pueda prestar, y que son cantidades irrisorias. Lo que no sé es si ya ha surgido el pequeño montepío de barrio, el prestamista, que puede convertirse en usurero muy fácilmente».

Es también muy importante el papel de la mujer y las hijas en este problema. Quien más quien menos, en muchas familias la mujer asiste por horas, o hace pequeños trabajos de bordado para las tiendas. Chicas jóvenes sin ninguna intención de limpiar en casas particulares lo están haciendo, porque el trabajo en fábricas es casi imposible. Muchachas del barrio han presentado instancias para ingresar en la Policía Municipal, algo que tampoco entraba dentro de su abanico de preferencias tiempo atrás. (Hasta ochocientas solicitudes se han presentado en Madrid para una veintena de puestos.)

También en la casa de Julio Castillo son las mujeres las que ahora llevan el peso de la supervivencia. Con la ayuda de la hija, empleada en Pan Rico, y de su mujer, Eusebia Carmona, que ayuda a hacer las tareas caseras de una vecina con más posibilidades, la esposa de un harinero, tiran como pueden.

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El miedo de Julio Castillo es ya un poco irracional. No se opone a contar sus peripecias, casi todas adversas, pero se niega rotundamente a que le saquen fotos, no sea que los ánimos de los poderosos del pueblo se enconen todavía más contra él.

La soledad del parado

A los veinte años abandonó el campo, porque eran cinco hermanos y las tierras de su padre no daban para todos. Sólo uno de los hermanos siguió en la agricultura, y tampoco le va bien en absoluto. Trabajó durante veinte años en diversas facetas de la construcción, y hace ocho consiguió el empleo de guarda jurado, por el que le pagaban algo menos de 20.000 pesetas. Cuando el pueblo no renovó el contrato a la agrupación de cazadores se quedó sin empleo. Y cuando alguien le informó que no tenía derecho a ningún tipo de prestación, se quedó perplejo. «¿A dónde ha ido el dinero que pagaba por mí la agrupación? ¿Para qué sirve que yo esté siete años pagando personalmente esas 1.500 anuales, por poco que sea, si luego nadie me da nada? Porque el parado agrícola no sabe siquiera quién es el culpable de esa situación, aunque intuye certeramente que son los de arriba. Julio Castillo habla siempre de forma impersonal. No sabe qué funcionario, ni siquiera qué organismo, recibía su dinero o le condenaba a vivir de su familia o simplemente a pasar hambre. Su última tentativa de reacción fue cuando denunció en la oficina de empleo de Alcalá de Henares que en el pueblo había gente en paro que cobraba el subsidio y que además trabajaba en obras de la zona. Le pidieron que diera los nombres y los dio, porque consideraba que ese trabajo era para él y los que estaban como él. Le prometieron que enviarían un inspector y que se haría justicia, pero aún está esperando, y está ya convencido de que no irá nadie a comprobar nada.Así es que Julio Castillo ya sólo puede esperar un milagro. El pueblo no es Madrid. Allí no hay alternativas, ocupaciones esporádicas o posibilidad de vender relojes o artesanía en una esquina. Sólo se puede trabajar en el campo o en la construcción, y no hay trabajo. Sus quince fanegas de tierra no le sirven para nada. Este año las tiene en barbecho, para plantar trigo o cebada el que viene, pero con esa extensión, y teniendo que pagar al tractorista que ara y recoge la cosecha, las simientes y los abonos, los beneficios que eso le puede dejar, si el año se presenta muy bueno, pueden ser de 40.000 o 50.000 pesetas como mucho.

La prueba es que en Pezuela de las Torres quedan sólo dieciséis agricultores, todos viejos, y que si en Madrid el número de trabajadores en paro del campo ascendía a sólo 170 en noviembre de 1979, frente a los 27.248 de la industria, los 35.673 en construcción, y los 30.942 en servicios, es simplemente porque la gente se va del campo antes, y los jóvenes se van a la ciudad a buscar algo o a quedar censados entre esos 27.748 «sin empleo anterior» que reflejan las estadísticas de la misma fecha.

La única ventaja es que la casa es suya, y no tiene gastos de vivienda, salvo los normales de agua, luz y teléfono, que lo pusieron por los chicos. Los chicos son cinco, dos mayores que ya están casadas; Agustín, que está ahora en la mili y que tampoco sabe qué va a hacer cuando salga, porque ya estaba antes también en paro; otra que se va a casar, y, otra más, de diecisiete años, que no hace nada. Ese es el problema. El, dice, ya no necesita diversiones, a sus 56 años. «Si puedo me tomo un botellín en el bar, y si no, me quedo en casa», y señala el transistor, donde continúa el debate parlamentario.

La gente, sin embargo, no quiere reconocer que está casi vencida. Este mes de mayo las comuniones se han celebrado con similar boato que en los anteriores, tal vez porque una comunión pobre proporciona un vago sentimiento de humillación ante los demás. Enrique conoce el caso de una señora viuda, sin posibilidades, que se empeñó en casi 50.000 pesetas para que su hija no desmereciera de las demás en día tan señalado.

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