El verdadero debate
Las vías constitucionales establecidas han empujado al Grupo Socialista del Congreso a plantear la moción de censura constructiva, cuyo análisis, discusión y voto se inician en la tarde de hoy. Es, sin embargo, dudoso que ese planteamiento sea el que realmente existe en el ámbito y en el ánimo del Congreso en los momentos presentes. Pienso que en verdad no es tanto un voto para que don Felipe González suceda en la Presidencia del Gobierno a don Adolfo Suárez, lo que se halla hoy en trance de discusión, aunque tal sea el contenido formal de la moción. El discurso del líder socialista el pasado día 21, moderado y punzante, pragmático y ajeno al dogmatismo ideológico, fue la mejor prueba de mi aserto. No era una simple invitación a que el país se diera un gobierno socialista, como se han apresurado a gemir algunos, sino una reflexión crítica acerca de la actuación gubernamental durante los últimos catorce meses. El jefe de la oposición socialista señaló hasta qué punto había sido incumplido el programa que se anunció en el debate de investidura. Y en qué medida ese incumplimiento había dejado irresueltos los graves problemas pendientes y por qué razón esa indecisión los había agravado hasta situaciones límites. Fue una requisitoria dura pero correcta, encaminada a poner de manifiesto, no tanto la incoherencia de un propósito, como los errores de la ejecución.El resultado del voto, en esas obligatorias coordenadas, dará un resultado numérico, que no significará, seguramente, gran cosa. Es posible, pero no probable, que la moción alcance los 176 votos y que Felipe González saliera ungido por el Congreso como candidato a la Presidencia. Es verosímil que obtenga, en cambio, el número de sufragios que le acerque a los que recoja el «no» del partido del Gobierno, pero sin superarlo. Y que otro numeroso paquete de votos se decante hacia la abstención. ¿Puede llamarse a ese resultado una victoria moral o una derrota efectiva? A mi entender, ni una cosa ni otra. Lo que el debate planteaba de verdad era si la Cámara, a la vista de la difícil situación general, manifestada en tantos aspectos negativos, empezando por los que expone la comunicación de los 88 folios del Gobierno, sigue otorgando o no su confianza al presidente don Adolfo Suárez.
Esa es la verdadera cuestión que late en el pensamiento de los diputados y de la opinión pública. Porque hay que recordar que la retransmisión audiovisual completa de las sesiones ha revelado, de pronto, un mayúsculo interés de los espectadores por lo que presenciaban en la segunda cadena. Se habla de seis millones de televidentes. El mentís que de esa forma se ha dado a la ridícula falacia de que nadie se interesaba por un debate de la clase política se ha visto clamorosamente confirmado por el impacto obtenido. La gente no se interesa por las versiones manipuladas y opacas de la cosa pública y de las discusiones del Parlamento. Pero vaya si le importa enterarse, de primera mano y sin teólogos interpretadores, lo que piensan los protagonistas de los principales sectores o tendencias de opinión sobre los problemas vivos que afectan a cada uno de nosotros y las perspectivas de solución que ofrecen.
Muchos piensan que no se deben alterar las consecuencias del resultado del voto del 1-M, que dio a UCD su posición de minoría mayoritaria y el mando del Ejecutivo. Pero discrepan de la forma en que se ha ejercido el Gobierno desde esa fecha. Cualquier partido auténticamente democrático que no practique el culto de la personalidad se ha visto en trances semejantes. Es un hábito rutinario, que no supone catástrofes, ni traumas, ni movimientos sísmicos en la estructura de la nación. Forma parte de las reglas del juego de los sistemas de poder en las sociedades abiertas. En Gran Bretaña, por citar un ejemplo, son una serie de nombres de primeros ministros los que el partido conservador ha ido proponiendo después de la desaparición de Churchill, que se llamaron Anthony Eden, Harold Mac Millan, Alec Douglas Home, Edward Heath, Margaret Thatcher, Surgieron de los cuadros directivos del partido cuando los interes políticos o las circunstancias del momento, o el rechazo de la opinión, aconsejaban el cambio de titular. No se le ha ocurrido a nadie, en el conservatismo británico, llamar traidores o motejar con dicterios parecidos a quienes propugnaron esas modificaciones. Ni el partido sufrió ruptura interior alguna. ¿Y la Francia de la V República, que conoció a Pompidou, a Messmer, a Couve de Murville, a Chaban Delmas, a Chirac, a Barre, en los últimos veinte años, como titulares de la jefatura del Gobierno? Son los exponentes de una sola tendencia general que se llama el posgaullismo, aunque mantenga dentro de su estructura propia dos formaciones afines. Nuestro sistema democrático que ha estrenado debate político y moción de censura debe ir aceptando, asimismo, la expectativa del relevo como un acontecimiento natural que no supone cambiar el signo del partido gobernante por otro, sino, sencillamente, la propuesta de un presidente distinto que sea capaz de aglutinar con eficacia una holgada mayoría del Congreso actual. Sin ese amplio respaldo no tienen ni verosimilitud, ni credibilidad los propósitos de cumplimiento de un programa de gobierno que haga frente a los problemas enumerados en el mensaje leído por el presidente Suárez al iniciarse el debate.
Porque lo cierto es que ni en el panorama económico se adivina un restablecimiento de la confianza; ni en la vertiente laboral puede hablarse de un relanzamiento efectivo, sino de una evidente tendencia a mayor desempleo; ni en el campo de las libertades civiles se observa otra cosa que recortes, amenazas e involución; ni existe un plan efectivo para la pacificación del País Vasco; ni se ha definido una línea coherente de nuestra política internacional. La improvisada oferta de un Estado de las autonomías no acaba de entenderse a través de la espesa y confusa explicación que el Congreso escuchó en el propio debate, sin convencer a nadie por su oscuridad, acaso deliberada.
El voto de confianza es algo que el Gobierno puede y debe pedir a continuación del voto de la moción. A través de sus resultados se podrá apreciar si esa confianza ha aumentado o disminuido desde los 185 votos de la investidura, y si existe realmente una mayoría en la Cámara que permite razonablemente gobernar al país.
Eso equivale a llenar de contenido auténtico al debate presente. El Gobierno, con ello, prestaría un buen servicio a la transparencia democrática. ¿Qué riesgo supone? Lo más que pueda ocurrir es que no sumara sino los votos de sus diputados, estrictamente. Y con ello se demostrase la necesidad ineludible de formar un Gobierno con otro titular. Puesto en marcha el mecanismo constitucional, el jefe del Estado abriría las consultas de rigor. ¿Y no es ésta una mejor salida que aferrarse a una supuesta victoria pírrica que vuelva a dejar bloqueado el funcionamiento de la Cámara, y replantea, sin duda alguna, la aparición de otro episodio parecido de aquí a tres, a cinco, a seis meses de plazo? Con los mismos problemas que seguirán, no sólo irresueltos, sino agravado, hasta situaciones límites. ¿Por qué ha de resultar más fácil resolverlos entonces que intentar atacarlos desde ahora, aunque el precio sea un cambio de Gobierno o de titular de Gobierno que suponga, al mismo tiempo, la formación de un, nueva y amplia mayoría parlamentaria en este Congreso?
Tal es, a mi juicio, la situación. Analizarla en función de los «ismos» individuales sería caer en el más antidemocrático de los planteamientos, el del culto obsesivo de la personalidad.
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