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Giscard pule su imagen a un año de las elecciones presidenciales

El presidente francés, Giscard d'Estaing, festejó el lunes por la noche, en un pueblecito de la región de Lorena, Saxon-Sion, el sexto aniversario de su acceso a la magistratura suprema. A un año justo de las elecciones presidenciales, el acontecimiento ha servido de pretexto para que los franceses realicen una evaluación de la era del giscardismo.

Es una de las raras «frivolidades» (el calificativo es de su hermano-enemigo, el gaullista Jacques Chirac), de la primera época de su septenato, que aún cultiva Giscard: cada año, al cumplirse el aniversario de su instalación en el palacio de la presidencia de la República, escoge un pueblecito en el que la inmensa mayoría de sus habitantes le votó en mayo de 1974 y, con su esposa, organiza un regocijo popular en torno a una mesa bien servida.Todos los demás «desplantes» de aquella época del presidente enfant terrible han sido suprimidos metódicamente: Giscard ya no se presenta de incógnito en un restaurante, ni en el domicilio de un francés medio a la hora de la cena, ni toca el acordeón.

Giscard continúa siendo aristócrata de nacimiento, se ha convertido en un presidente tan «respetable» como sus antecesores de la V República y, como estos últimos también, ejerce plenamente, o más aún, sus funciones de «rey» sin reino. El presidente francés es el jefe de Estado más poderoso de todos los países democráticos del mundo, gracias a las atribuciones excepcionales que le confiere la Constitución que el general Charles de Gaulle creó a su medida de «hombre histórico».

El balance de su gestión, cuando ya queda poco que hacer, puesto que Francia vive en plena precampaña electoral, es otra historia. Su reciente entrevista con Breznev aún continúa suscitando las críticas más feroces, incluso de sus mejores panegiristas.

La división entre gaullistas y giscardianos, en la clase política y en los medios de información, hace difícil saber, en vísperas electorales, en qué medida esos ataques son partidistas o electoralistas.

A pesar de todo ello, la diplomacia independiente, gaullista, aunque sin uniforme, es probablemente la acción giscardiana que los franceses estiman de manera más satisfactoria.

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En política interior, aquel presidente-poeta que conquistó a sus conciudadanos el día de la campaña electoral; que, a través de la pequeña pantalla, les recitó: «francesas, franceses, quiero mirar en el fondo de vuestras pupilas» se ha encontrado con una Francia en un mundo en crisis que él no esperaba.

Seis años de giscardismo equivalen a un millón y medio de parados, al 14% de inflacción a estas alturas de 1980, al incumplimiento de reformas esenciales anunciadas pomposamente, como la reforma de la empresa, la regionalización, el impuesto sobre la riqueza, la supresión de la pena de muerte. En definitiva, el activo del giscardismo apenas ha desbordado la realización de algunos proyectos relativos a las costumbres que ya tenía en cartera su antecesor, Georges Pompidou: voto a los 18 años, ley despenalizando el aborto y algunas mejoras para las clases sociales más desvalidas.

Gaullistas, comunistas y socialistas, con motivo de este sexto aniversario, compiten para criticar a este «giscardismo consistente en presentar hábilmente los problemas», en opinión del gauilista Michel Debré, o «al giscardismo que vive gracias a la división de la izquierda y a la anestesia de la opinión pública», según los socialistas.

Sin embargo, en privado, cada uno de sus detractores conviene en que el giscardismo pudiera muy bien inaugurar un segundo septenato el año próximo, gracias a la continuada desunión de la izquierda.

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