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Un multimillonario británico deja todas sus propiedades a once trabajadores canarios

Once trabajadores canarios se quedaron impresionados cuando, hace unos días, asistieron a la lectura del testamento del cosechero inglés, afincado en Gran Canaria, David J. Leacock. Porque la última voluntad de mister Licot, como le llamaron siempre en la localidad agrícola de Guía, fue dejar todas sus propiedades, valoradas en algo más de 3.000 millones de pesetas, a sus trabajadores, porque siempre pensó. según su mujer, que «lo de los canarios tenía que ser para los canarios». El mismo día que se leyó el testamento, los once empleados acordaron constituirse en la empresa Herederos de David J. Leacock y continuar la misma línea trazada por el agricultor inglés. De la noche a la mañana se habían convertido en millonarios.

El joven David Leacock llegó a Canarias en 1918 y, precisamente, porque había heredado estos terrenos en el noroeste de la isla de Gran Canaria. Su familia, inglesa, se encontraba viviendo en Funchal cuando nació y, aunque cursó la carrera de ingeniero industrial, era un enamorado de la agricultura, a la que dedicó toda su vida. Nunca quiso abandonar las islas y se le considera un auténtico innovador en la agricultura canaria, que siempre ha estado dependiendo del monocultivo. Leacock realiza ba continuamente experimentos para obtener un mayor rendimiento a sus tierras. En cierta ocasión, cuando se habló de que la anilina era cancerígena, plantó seis fanegadas de tuneras para cultivar la cochinilla. Posteriormente, plantó treinta fanegadas de fresas, cuando aún era desconocida en CanariasCuando falleció, hace apenas un mes, su empresa contaba con unos trescientos trabajadores dedicados en su gran mayoría a la agricultura, a la explotación de galerías de agua y a la fabricación de bloques para la construcción. «Nunca quiso acumular dinero, su objetivo siempre fue crear puestos de trabajo y riqueza», han comentado sus herederos, añadiendo que la personalidad de David Leacock es tema para escribir varios libros. Cabe destacar, como botón de muestra, su destacada intervención en una comisión de la Sociedad de Naciones para la reconstrucción de los países afectados en la última guerra mundial. Precisamente, durante este conflicto, el archipiélago canario padeció una fuerte crisis, al verse aislado en el Atlántico; Leacock plantó en sus terrenos millo, judías, papas y trigo para distribuir entre sus trabajadores.

«El testamento de mi esposo no me ha producido ninguna sorpresa; no ha sido ningún secreto puesto que él me lo comunicó desde el mismo momento en que lo decidió, yo accedí gustosa a sus deseos porque él quería desde siempre que lo de los canarios fuera para los canarios», dijo Florence Elizabeth, su mujer, a la que dejó de todas sus propiedades en Canarias tan sólo una preciosa casa de campo, junto a la montaña de Gáldar, que tanto evocara su esposo en sus viajes al extranjero. Sus cinco hijos también conocían la voluntad de su padre y, según su hija Elizabeth, están totalmente de acuerdo. El mayor, Felipe, vive en Los Angeles y es director de cine; Ricardo es profesor de la Universidad de Boston, Marta y Ursula viven en Inglaterra, y Elizabeth en Nueva York, que vino en representación de los cinco a la lectura del testamento del padre.

Florence de Leacock, no obstante, seguirá viviendo en Gran Canaria, tierra que no piensa abandonar jarnás. Los herederos le han ofrecido una pensión, que ha sido rechazada por ella porque no la necesita.

Sus herederos aún no han encontrado una explicación a la decisión adoptada por el cosechero inglés de dejarles todos sus bienes. «La verdad es que no sabemos por qué lo hizo, quizá por nuestra entrega continua al trabajo», afirma Mercedes Aguiar, empleada en las oficinas desde hace quince años. José García, otro de los once trabajadores herederos de Leacock, opina que «siempre fue un hombre desprendido y generoso, aunque nunca creíamos que nos iba a dejar todas sus propiedades». Francisco Aguiar, con 32 años en la empresa, comenzó de recadero y terminó apoderado: «Opino que él tendría sus motivos; desgraciadamente, ya no sé encuentra entre nosotros, y sólo él podría contestar una pregunta como ésa». Juan Rosario, 42 años trabajando para Leacock, afirma también que no tiene idea del motivo de la decisión: «Yo sólo le veía dos veces al año, cuando se trasladaba hasta el valle de Agaete».

Los herederos opinan, asimismo, que la mayor preocupación del cosechero inglés fue siempre «darle carrera a sus hijos, aunque les dio oportunidad a todos para continuar con la empresa, desistiendo incluso sus nietos». Quizá la decisión la tomara porque Leacock quería mantener, a toda costa, esa empresa -calificada de modélica en todos los aspectos-, que él hizo posible durante todos estos años, y la única fórmula era hacer herederos a aquellos trabajadores que él consideró indispensables para que el funcionamiento no variara. Y, posiblemente, no se equivocó, si tenemos en cuenta que el mismo día de la lectura del testamento quedó constituida Herederos de David J. Leacock.

La decisión de Leacock ha sido un auténtico bombazo en Canarias y echa por tierra -las excepciones confirman la regla- el poema de Alonso Quesada que se refiere a los «ingleses que vienen a colonizar las islas», escrito por los años veinte. El Ayuntamiento de Gáldar va a abrir un expediente para nombrarlo «hijo adoptivo» de la ciudad, al mismo tiempo que la gente comenta que un canario, aun en el extremo de no tener descendientes directos, no hubiera sido capaz de hacer lo que ha hecho mister Licot, como le llamaban los isleños.

Y también, a propósito de esta decisión, los canarios más socarrones recuerdan que los dos errores que ha cometido Canarias a lo largo de su historia han sido: no dejar entrar al británico Nelson cuando quiso conquistar las islas y dejar salir al general Franco en 1936. Sus razones tendrán.

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