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Carta sobre la ciencia española

Pienso, José María López Piñero, que nuestro público lector -la parte de nuestro público lector a la que no basta la novela de moda-, apenas tiene noticia de lo que es y significa su libro, todavía reciente, Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII. Y como lo juzgo fundamental para un recto conocimiento de la historia de nuestro país y para la deseable instalación de él en su indeciso presente y frente a su más indeciso futuro, en estas páginas, orientadas hacia la calle y no hacia los conciliábulos de los eruditos, le diré cómo veo yo las razones de ese juicio mío.Dos intenciones y dos espléndidos logros son patentes en su libro, y un oculto y estremecido anhelo creo adivinar en el trasfondo de la investigación severa y rigurosa que en él se nos ofrece.

Patente intención y logro espléndido de usted es la resuelta superación del planteamiento puramente polémico -la tan traída y llevada «polémica de la ciencia española»- que durante más de dos siglos ha regido el examen y la valoración de nuestro pasado científico. Heridos por la vidriosa situación de nuestro país en el conjunto de los que han dado a la Europa moderna su vanguardia, partidos en dos bandos contrapuestos por la reacción al dolor que esa herida les causaba, desde mediados del siglo XVIII se han enfrentado entre sí, sin otras armas que su ideología político-religiosa, su encendida pasión y una erudición de sobrehaz, los voceadores del «En ciencia no hemos hecho nada» y los paladines del «En ciencia, como en todo, los españoles hemos hecho lo suficiente para ser el grande y glorioso país que el nuestro ha sido desde la Edad media hasta la segunda mitad del siglo XVII»; luz de Trento y amazona de la raza latina, como rezan las arrogantes palabras del Menéndez Pelayo joven. Era urgente pasar de la pelea verbal -contrapunto seudocientífico de la pelea sangrienta que hasta hoy mismo han sido nuestras guerras civiles- al conocimiento solvente y preciso de lo que en el campo de la actividad científica fue nuestro pasado, a la limpia visión de éste «como propiamente fue», según la ambiciosa consigna de Ranke. Y dando cumplida cima a los valiosos esfuerzos de investigadores precedentes, entre los que merecen especial mención Millás Vallicrosa y Juan Vernet, eso es lo que en relación con los siglos XVI y XVII acaba de hacer su libro. Dove si grida non e vera scienza, dice un texto de Leonardo da Vinci, que Ortega difundió entre nosotros. Sin gritos, aunque no sin acero en la pluma, cuando lo ha creído necesario, verdadera ciencia, ciencia puntual de la controvertida y gritada historia de nuestra ciencia nos ha dado usted a manos llenas.

No es menos patente la intención y menos espléndido el logro en lo tocante al método de su pesquisa. Con una noble mezcla de ambición -la de quien se propone explorar tierras poco conocidas-, y de piedad -la de quien desea consagrar atención y amor a la obra de hombres por igual esforzados y modestos-, desde el comienzo de su brillante carrera historiográfica ha querido usted estudiar y valorar las que varias veces ha llamado «épocas deslucidas-, y de piedad -la de quien éstas, con sólo el de las «grandes figuras», más socorrido y más fácil, en principio, porque sólo se atiene al examen y la comprensión de lo que hicieron unos cuantos gigantes, ¿podría alcanzarse una idea cabal de la historia de cualquiera de las actividades humanas, la ciencia entre ellas? No ha desdeñado usted el enfrentamiento historiográfico con alguna gran figura, y ahí está su monografía sobre el neurólogo Jackson para demostrarlo. Pero sucede que el interés del historiador se dirige de ordinario hacia el brillo de los grandes creadores de la ciencia y del pensamiento -con frecuencia me he acogido yo a esa necesaria, pero cómoda limitación-, y así nunca llegaría a ser verdadera «historia total», conforme a la juiciosa exigencia de Pierre Vilar, estudio integrado de todas las actividades de las sociedades humanas a través del tiempo, como usted mismo dice, la historia que le conoce y se escribe. Fiel a ese antiguo propósito suyo, ha sabido ahora ampliar el concepto de «época deslucida» -por ejemplo, la relativa a los estudios biológicos y médicos en la España inmediatamente anterior a Cajal-, con el de «área deslucida», la que en relación con las ciencias de la naturaleza constituye nuestro país, durante los dos siglos en que usted lo estudia, y esto le ha permitido valorar como antes no lo habían sido varias espléndidas gemas y algunas estimables hazañas de nuestra contribución a la historia del saber y de la técnica -a su cabeza, el arte de navegar y la minería-, y le ha exigido planear por la vía del concepto y realizar por la del documento una indagación cuantificada y descriptiva de la posición social de los cultivadores de la ciencia y de la organización de la actividad científica en España, por los años en que -como con entera verdad geográfica y con sobreabundante jactancia retórica suele decirse-, a los hispanos no se les ponía el sol.

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De mano maestra y con ejemplar instalación en la historiografía de nuestro tiempo -ejemplar, porque ha sabido evitar excesos y corregir amaneramientos-, usted nos ha enseñado todo lo que en ciencia fuimos e hicimos los españoles durante los siglos XVI y XVI. Con lo cual, al margen de las que llama «teorizaciones perniciosas», ha puesto ante nuestros historiadores generales un grave e incitante problema, y ante todos los iberos de hoy, historiadores o no, el oculto y estremecido anhelo de que antes hablé.

Ni tan poca como dijeron los que por doctrinarismo progresista no querrían ninguna, ni tanta como afirmaron aquellos para los que, por doctrinarismo contrario, de todo y en medida egregia habríamos tenido entonces, ahí está, certera y lealmente expuesta, la contribución de la España áurea al progreso de la ciencia y la técnica. ¿La que desearíamos los españoles a quienes nos duele que nuestro pueblo no participara en la revolución científica del siglo XVII, con cuanto ella ha representado para la vida histórica y social de los que la hicieron? Desde luego, no. ¿Por qué? Sin responder satisfactoriamente a esta interrogación, nunca España dejará de ser ese «enigma histórico» a que desde hace algunos años tantas vueltas se viene dando. Y tras ella, el anhelo que para cualquier lector sensible late bajo la sobria y clara prosa de su libro. Continuando el todavía incipiente, pero ya estimable y fecundo esfuerzo creador de nuestros hombres de ciencia durante el medio Siglo de Oro de la cultura española que va desde 1880 a 1930, ¿logrará la España de hoy y la de mañana recoger el reto que con su libro usted le ha propuesto, llegará a producir -lo diré con palabras muchas veces usadas por mí- la ciencia correspondiente a un país europeo de treinta y cinco millones de habitantes? Nuestros políticos y nuestros científicos deben ser los primeros en tomar la palabra. Con, su investigación y su conducta, desde hace tiempo se ha puesto usted entre los adelantados que predican el buen camino conforme a una de las fórmulas mejores de eso que llaman «sabiduría popular»: con el mazo dando.

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