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Sartre y Camus: la ruptura

Toda elección lleva consigo un desgarro. Pero tuvimos necesariamente que elegir y despojarnos de nuestra neutralidad. Y algunos, pocos, nos decidimos por Camus.No fue fácil. Amábamos muchas cosas en Sartre. Su compromiso con todos los acontecimientos, su influencia en la época, su capacidad de atiborrarse de ideologías, de aspirinas y de nicotina; las letras que cantaba Juliette Greco en La rose rouge; Situations II, libro gracias al cual muchos, en algún momento -¿verdad, Castellet?- pusieron en orden sus ideas sobre lo que era la literatura, y, por encima de todo, amábamos Les mots, su obra más tiema y más bella:

«Anne Marie, la hija pequeña», Sartre habla de su madre, «pasó su infancia en una silla. Se le enseñó a aburrirse, a sentarse recta y a no encorvarse, a coser. No estaba desprovista de aptitudes: se creyó distinguido dejarlas en barbecho; poseía brillo: se tuvo cuidado en esconderlo. Esos burgueses modestos y altivos juzgaban que la belleza estaba por encima de sus medios o por debajo de su condición; tan sólo estaba permitida a las marquesas o a las putas. Cincuenta años más tarde, hojeando un álbum de familia, Anne Marie se dio cuenta de que había sido hermosa».

Es un error de bulto creer que los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos. La amistad de Sartre con Camus había nacido en la gran borrachera de la liberación y se sustentaba en bases poco sólidas: la ruptura, pronto o tarde, era inevitable.

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Ambos tenían el mismo público. Camus era más moralista, más poeta, más idealista, y también más humano; amaba la vida, el sol, el mar, la luz, el verano, el estadio los días de un gran partido, los bastidores del teatro la noche de un ensayo general, la imprenta de un diario al cierre de la edición. Buscaba la felicidad, aunque fuera a través de una larga y heroica paciencia, felicidad que naturalmente jamás en contró, aunque sí cosechara algunos momentos felices. Le gustaban mucho las mujeres y tenía gran éxito con ellas.

Sartre era, por encima de todo, un crítico. En perpetua y viva contradicción, equivocándose a cada rato, pero reconociendo luego sus errores y volviendo incorregible y contumaz a equivocarse una y otra vez, y una y otra vez a admitir sus desatinos; niño sin niñez, nacido ya con gafas y cabellos grises, feo y bizco, burgués acomodado, poseedor de una cabeza desproporcionada en un cuerpo insignificante y algo liliputiense, mugriento y con poca salud: nadie como los seres tristes y enfermos para aferrarse a la vida. Sólo más tarde comprendimos que su influencia en la época había desaparecido con la época, que, ¡ay!, ya no era la actual; que su deseo de estar al día en todo tenía algo de una señora de edad avanzada en minifalda y que, en el fondo, Sartre había sido un policía implacable, un aduanero sin entrañas de toda teoría que osara defender que el hombre puede tener otro destino que no sea la lucha de clases.

Ocho años más joven que Sartre, Albert Camus sí había conocido la pobreza en su Argelia natal, huérfano de padre antes de cumplir un año de edad y con una madre analfabeta:

«Fui colocado a media distancia entre la miseria y el sol. La miseria me impidió pensar que todo está bien bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no es todo ».

¿Cómo iba a compaginar con Sartre, para quien no existe más destino que la historia? ¿Y cómo no iba a sublevar a Camus la horrible frase de Jules Romain, que Sartre hace suya en L'être et le néant, de que en la guerra no existen víctimas inocentes? Camus amaba la rebeldía, pero no la revolución. Afirmaba ser capaz de alistarse tan sólo a un partido político que no estuviera seguro de poseer la verdad. Era frágil, sensible, susceptible y hasta quisquilloso. Soportaba muy mal las críticas. A raíz de la publicación de L'homme révolté, Camus se encuentra con Sartre y Simone de Beauvoir en un pequeño café de la plaza San Sulpicio, y ridiculiza ciertas objeciones que se han hecho sobre su libro, sin ocurrírsele pensar que sus interlocutores podían tener también sus reservas sobre él. Sartre y Simone de Beauvoir callan, y poco después aparece en Les temps modernes, en el número de mayo de 1952, la crítica que Sartre ha encargado a Jeanson, pensando que «será el más duro, pero será educado».

Efectivamente, fue muy duro y es discutible fuera, al entender de Camus, bien educado. Henri Jeanson era entonces un joven de veintinueve años, que no podía soportar todo aquello que oliera a anticomunismo. De raza estaliniana, impertinente, agresivo, vio,lento, pocos años después abandonaría Francia y se lanzaría a la lucha clandestina en favor de la rebelión argelina. Jeanson vio claro que para hacerse un lugar en el sol tenía que atacar al humanismo de Camus y echarle al rostro, como una afrenta, su anticomunismo.

Albert Camus reacciona ante el ataque de la revista sartriana, que evidentemente no se esperaba, como un amante traicionado, y escribe su famosa «Carta al director de Les temps modernes», que la revista publica el mes de agosto, incluyendo la contundente respuesta de Sartre y otro artículo de Jeanson, que lleva por título Pour tout vous dire....

La ruptura es ya un hecho consumado e irreversible. Sartre no sale del lance muy afectado, al menos aparentemente:

«Nos veíamos ya poco, y los últimos años, cada vez que nos encontrábamos, me reñía por algo: yo había hecho esto, yo había dicho lo otro, yo había escrito algo que no le gustaba, y me reñía. (...) En el fondo, tenía un lado de golfillo de Argel, muy pícaro, muy divertido».

Camus, en cambio, queda destrozado. «He perdido el gusto de vivir», confía a María Casares, en ese tono apasionado que Sartre llama, despectivamente, desmesura mediterránea.

En eso sí llevaba razón Sartre. En Argelia, en Tipasa, puden leerse todavía las palabras que sus amigos grabaron en una antigua piedra fenicia de dos metros de altura:

«Yo comprendo aquí qué es lo que se llama gloria: el derecho a amar sin medida. Albert Camus». Así era efectivamente el Albert Camus que yo conocí, no mucho antes de la ruptura. Un hombre al que era difícil no querer. Generoso, espontáneo, orgulloso, escribe al general Franco, protestando porque se me ha prohibido representar Les justes, que yo pensaba montar con Adolfo Marsillach y Laly Soldevila. Luego piensa que su protesta puede perjudicarme y me pregunta qué debe hacer para no crearme problemas.

Mucho más tarde, a finales de diciembre de 1959, en circunstancias tristes y difíciles, recibí de él una hermosa carta, en la que me decía «que el logro de la felicidad era un largo viaje para el que se necesitaba una gran paciencia». Pocos días después, el 4 de enero de 1960, el Facel Vega, conducido por su amigo Michel Gallimard, se estrellaba contra un árbol en Villeblevin, y Camus, con el cráneo fracturado y el cuello roto, resultaba muerto en el acto. «No conozco nada más idiota que morir en un accidente: de coche», había dicho meses antes a María Casares, que le pedía que condujera más aprisa.

Sartre iba a escribir en France-Observateur el elogio fúnebre más hermoso de Camus, y una de sus mejores páginas. Sí. Camus y él se habían disputado, pero, ¿qué era en realidad una disputa? «Camus representaba en este siglo, y contra la historia, el heredero actual de esa larga serle de moralistas cuyas obras son tal vez lo más original de las letras francesas. (...) Reafirmaba, contra el becerro de oro del realismo, la existencia del hecho moral».

Sí. Sartre y Camus se habían disputado, pero, ¿qué era en realidad una disputa?

Otra manera de vivir juntos.

Antonio de Senillosa es diputado de Coalición Democrática, por Barcelona

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