Una meditación
Escribo desde una aldea del Bajo Ampurdán, un lugar ventoso, culturalizado, histórico, apaisado, luminoso, humano, antiguo, delicadamente pigmentado. El mundo vegetal me tiene siempre desasosegado. No soy un animal pictórico. José Pla comentaba en cierta ocasión que uno de sus libros procedía básicamente de las sensaciones organizadas alrededor del color verde fresco con que en Italia se pintan las ventanas. La frase me impresionó en la medida en que yo sería incapaz de proceder así. Mis sensaciones se organizan alrededor de pasmos de adolescente trasplantados, a través de alguno cualquiera de mis márgenes internos: una cierta musicalidad, nunca un color. No es que los colores me dejen indiferente: me atraen los amarillos y me resulta anodino el verde; la hierba me produce alergia. Lo que ocurre es que mi distancia psíquica con respecto a la llamada naturaleza es indefinida. La llamada naturaleza tiene que ser reinventada, y allá cada cual con su aparato perceptivo. Mi sensibilidad es musical. De una puesta de sol, lo que me concierne es la calidad de su ritmo, las dimensiones temporales superpuestas, el juego de los intervalos reagrupados, la dinamicidad tan contenida que parece inmóvil, la ambigüedad, la nunca resuelta tensión entre cosmos y caos. De un paisaje me atrae la hondura de lo que no se ve, el tempo, a veces aparentemente detenido, pero que sabes que puede precipitarse en un frenético despilfarro de un momento a otro. Tréé vif el très nerveux. El hombre se diluye en cosmos; el cosmos se diluye en hombre. La naturaleza escueta y aislada en ninguna parte existe. Lo que existe es una interferencia permanente. Los códigos culturales son como islitas abstraídas en el océano genésico de la interferencia, incluyendo el nada evidente rumor que lo penetra todo. O casi todo. En una ocasión, el músico John Cage dio un recital de piano enteramente silencioso: quería persuadir al auditorio de que prestara atención a los mil sonidos mágicos que constantemente nos rodean.Escribo, digo, desde una aldea donde abundan huellas de un pasado tolerablemente remoto. Desde 1960, sabemos que el establecimiento de aldeas precedió incluso a la invención de la agricultura. Lo que Gordon Childe llamó «revolución neolítica» se produjo paulatinamente, entre los años 9000 y 7000 antes de Cristo, hacia el final de la época glaciar. De entonces datan las cosmologias agrícolas, el mito de la renovación periódica del mundo, el énfasis de las cuatro estaciones, el tiempo circular, la diosa Madre, el ciclo indefinido: nacimiento, muerte, renacimiento. Ahora bien, cavilo que habría que retroceder mucho más lejos, mucho más hacia el origen, antes del neolítico, antes del mesolítico, antes del paleolítico, antes de la hominización, en las cercanías del caos pícaro y sin nombre. Habría que ver si surge alguna prememoria más arcaica, más arcana y más cercana. No tenemos muchas alternativas: la lucidez presiona, el nihilismo amenaza. Este «reencantamiento del mundo», por el que, de un modo u otro, todos suspiramos, no nos lo va a traer ningún partido político, ninguna religión fundamentalista. Hay que descender a los orígenes (descenso crítico, no ingenuo). Dicho sea al paso: la tradición bíblica ha sido responsable de la desacralización de la natura, del rechazo violento de la religiosidad cósmica. Los profetas vaciaron la naturaleza de toda dimensión «divina». Las piedras, las fuentes, los árboles, las flores, las cosechas recibieron el calificativo de impuros: eran objetos manchados por el culto de las divinidades cananeas de la fecundidad (Mircea Eliade ha observado que, por la misma razón, los misioneros cristianos en la India sólo aceptaban en los templos aquellas flores que no eran utilizadas en las ceremonias indias, es decir, las menos bellas. Así les iba).
Pero ya digo que convendría remontarse incluso más allá de las religiones cósmicas. Es preciso atajar radicalmente el necio mito de la Ciudad Secular (como si la infinita hondura de las cosas se pudiera reducir a polis, a política). Paradójicamente, la crisis de la lucidez (es decir, la misma secularización) puede ayudarnos. Hoy sabemos que el mundo se produce como una representación teatral en el escenario de nuestro cerebro; sabemos que el mundo sólo se nos aparece en la actividad relacional de las neuronas; que la información que nos alcanza viene tratada a nivel motivacional por el hipotálamo, a nivel asociativo por el neocórtex; que las asociaciones cerebrales se realizan sobre una previa codificación social o ideológica, la cual, a su vez, se interrelaciona con el ecosistema natural. Ni siquiera cabe ya decir que somos unos ciegos que disponen de un ojo artificial, o unos inválidos que construyeron una prótesis. Nosotros somos mediación. Pero, una vez descubierto esto, nos enfrentamos con un problema epistemológico que, en cierto modo, disuelve el fundamento de todo problema. La ciencia no representa ya la realidad; es la realidad la que se hace representación. Inesperadamente, y como saben muy bien los budistas, samsara es nirvana. Porque, ¿desde dónde sabemos que estamos condicionados? ¿Desde dónde sabemos que cualquier discurso es interino, limitado y autoinsuficiente? La respuesta, por definición, es: lo sabemos desde fuera. Pero fuera no hay nada. Nada que se pueda decir. Sobre esta nada, lo que cae más allá del lenguaje, han venido ocupándose todos los sabios que en el mundo han sido, desde los místicos indios hasta el matemático Kurt Gbdel, pasando por Platón, Plotino y Wittgenstein.
Así que la partida no está, ni mucho menos, perdida. Tampoco está ganada (¿qué sentido tiene eso de ganar o perder?). La partida la jugamos los vivos, mientras estamos vivos. Y, de algún modo, la superficialidad se autodestruye. Decía Wittgenstein, en un célebre aforismo, que lo que cae más allá del lenguaje es lo místico. Pero al hablar de ello, al hablar de lo que no se puede hablar, entraba en el reino de la paradoja y de la ambivalencia. En efecto, cabe un discurso de la paradoja y de la ambivalencia. Lo atisbó Georges Bataille: el silencio absoluto nos encerraría para siempre en una ontología parmenidiana; el no ser quedaría definitivamente disociado del ser. Pero cuidado: un discurso que no aboque a la paradoja termina en el mismo vicio; es el germen de los sistemas totalitarios (por mucha dialéctica que se le ponga al guiso).
De pronto, se levanta una temible tramontana. El aire transparente lo deja todo desnudo. O el aire desnudo lo deja todo transparente. Como se prefiera. Decididamente, he perdido el hilo de este apunte. Importa poco. Esta fue una meditación suspendida en la tarde. Voy a dejar que el lector, el indispensable lector, proceda por su cuenta y riesgo. El recién fallecido Roland Barthes nos ilustró sobre el gozo creativo de leer. Un texto mínimamente originario es un reducto donde se entrecruzan sentidos múltiples. Estos sentidos hay que desenredarlos más que descifrarlos. Cada lector reinventa un texto diferente. Componer un texto no es un acto más glorioso que recomponerlo en la lectura. En consecuencia, sería bueno que nos sacudiésemos unas cuantas innecesarias timideces. Los genuinos creadores (autores o intérpretes) han procedido siempre con fidelidad y desparpajo. La sorpresa está al cabo de la esquina, en la misma esquina. Cuando Braque contempló por vez primera Las señoritas de Aviñón, le comentó a Picasso: « Es como si quisieras hacernos beber petróleo». Cierto. Pero el petróleo resultó potable. La sorpresa procede del descubrimiento de que el arte (y la ciencia) nunca va tras lo real, sino que más bien lo precede.
Todo lo relevante es creativo y arranca de la ambigüedad. El novelista John Updike ha declarado: « Quizá escribo ficción debido a que todo lo carente de ambigüedad tiende a aplastarme». Esta es la cuestión, sí. ¿Probaron ustedes a extraerle el juego a la ambigüedad? ¿A olvidar los planteamientos insistentes que llegan a través de los acostumbrados altavoces? En épocas de ansiedad y crisis, ésta puede ser una manera buena de cobrar un nuevo aliento. Trastocar los hábitos, afinar las antenas. Felizmente, a cada instante hay que reinventarlo todo: el mundo, el yo, el lenguaje y el silencio.
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