La inteligencia y el político
Leo, no con demasiado estupor, que un diario francés se ha dirigido a «siete intelectuales de renombre» para preguntarles si consideran que «un hombre político debe ser inteligente». La respuesta, apresurada y bronca, de un celtíbero -¡me parece estarle oyendo!- habría sido tajante: «Claro que no hace falta ninguna. Vea lo que nos gastamos por aquí y se dará cuenta que nuestros políticos no andan sobrados de talento». Raramente es admirado el político por los dones intrínsecos de la Inteligencia. Suelen celebrarse su astucia, su valor, su oratoria, sus dotes de mando, su tenacidad.... hasta sus esfuerzos para situarse en los primeros planos de la cosa pública.Algo semejante deben pensar los siete intelectuales interrogados, ya que han concluido que «la primera virtud del político es el carácter y no la inteligencia». La declaración nos deja en las astas del toro. Definir en qué consiste la inteligencia, máximamente referida a la acción pública, no resulta demasiado sencillo. En cuanto al carácter, las precisiones se nos escapan de las redes del pescador.
La cuestión acaso pudiera tener un inicio de elucidación si, en vez de intentar situarnos ante lo que intuimos sea la inteligencia en sí, aislada y en abstracto, ensayásemos la maniobra de acercamiento a lo que sospechamos sea o, por lo menos, las gentes titulan inteligencia política. Aunque lo grave está en que cada día se va haciendo más complicado distinguir los seres y las cosas de sus atributos, de sus condicionantes, sobre todo si la sociología se atraviesa en el caminó.
El político procura -y cuanta menos sensibilidad posee lo intenta en mayor grado- colocarse fuera de las rasantes comunes de sus conciudadanos, otorgando (con ello) un aval a quienes imaginan no ser la inteligencia uno de sus atributos definidores. El hecho de poseer la autoridad -cuando logran hacerse con ella, que es lo que constituye, salvo rarísimas excepciones, su último objetivo- le hace imaginarse predestinado a vivir y contemplar la sociedad desde niveles superiores.
Esta apariencia de superioridad es la que conduce a los más peligrosos espejismos. El poder ejerce por sí mismo unas inquietantes y lagoteras funciones de alejamiento. Además, la procura de seguridad es una permanente multiplicadora de aislamientos. El político instalado en el poder,
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con todos los recursos y alucinaciones que moviliza un Estado moderno -por muy democrático que éste sea-, llega a producir auténticos vértigos de altura.-El sueño de la conquista de una fabulosa omnipotencia asalta, incluso, a los que se creían más vacunados contra esa tentación.
El político triunfante, cuando se aisla, cuando se parapeta, nos está confirmando que la inteligencia no es su primer distintivo. El político encastillado, la mayoría de las veces de modo imperceptible, se va deslizando hacia posiciones de perezosa falta de realismo. Se trata de un proceso, por lo general irremisible, que dificilmente alcanzan a paliar los mejores, servicios de información y los confidentes de acreditada buena fe.
Lo malo de llegar a estas posiciones es que los remedios suelen ser más dañinos que la enfermedad. Para el poderoso -o el que se exalta a sí mismo sobre sus jerarquías y potestades- existen cada día más trampas y anzuelos.Uno de los especialmente azarosos es el que, con pomposa colaboración de técnicos en la materia, ha concluido por constituir un principal desvelo: la elaboración de una sugestiva imagen. No es que, en principio haya nada de objetable en la preocupación por cuidar la figura y proyecciones del individuo lanzado a la vida pública. Al contrario: habría que decir que en este terreno todas las atenciones y vigilancias son pocas. Sin embargo, tras esas atenciones y solicitudes -cual en el antiguo cuento de la coqueta en el tocador- se agazapan los embaucamientos y las concupiscencias.Una de esas añagazas del juego, casi zancadilla de entrada y de peligrosísima efectividad, es la que lleva al político materia de la propaganda -puesto que propaganda más o menos sutil resulta- a sentirse verdaderamente poseedor de los dones y virtudes acumulados para elaborar el muñeco previsto para el consumo público. Poco a poco, va creyéndose autor de los discursos que le preparan sus equipos de colaboradores e inventor de los planes y estrategias producidos por sus gabinetes técnicos. De ahí al culto de la personalidad no media apenas un paso; paso que las camarillas del partido le empujan a dar, no siempre con intenciones claras y leales.
Ya tenemos al político ambicioso dueño de los resortes y palancas del mando. En encadenamiento de golpes de fortuna y de audacia, de juegos de astucia e intriga, le han permitido acomodarse en las poltronas del poder. Las euforias del triunfo le van deshumanizando. Un Estado es un mecanismo mastodóntico, un saco aparentemente de infinitas reservas, que permite a un espíritu improvisador generosos dispendios, comenzando por los políticos. En la destreza con la cual maneja esas prodigalidades se va a descubrir con rapidez el talento y la perspicacia del hombre público. Aquel, que confunde negociación con cesión, diálogo con otorgamiento, es que algo fundamental falla en sus concepciones de la política.
Quien piensa que conceder, máximamente cuando las concesiones se entienden como apaciguamientos frente a la coacción y la violencia, puede considerarse manera válida de gobernar, no tardará en encontrarse bajo los escombros del Estado a cuyo timón sé halla. El político que capitula no sólo confirma la falta de inteligencia -de esa inteligencia que el pequeño areópago intelectual, antes aludido, considera relegable-, sino que, por añadidura, acredita su falta de carácter. Y ahí sí que el problema puede desbordar de complicaciones con gravísimos infortunios.
Imaginamos que los «siete intelectuales» que otorgaron la primaciá de las dotes del político al carácter, lo hicieron pensando en las ondas de firmeza, energía, serenidad, etcétera, que sepa manejar con cuantos medios y armas consiga, en defensa, engrandecimiento y consolidación del Estado, por cuyo gobierno ha combatido tan empeñosamente. Claro que esto de la conquista del poder conduce, en ocasiones, a una deformada interpretación de cuáles sean las estrictas funciones del político dentro del Estado. Maquiavelo ha trabajado más que nadie, en ese sentido, para equivocar a los políticos mediocres. Una de las demostraciones de la indigestión maquiavélica nos la ofrecen aquellos que -más o menos confundidos o interesados- no se quieren percatar de que defender el poder no es lo mismo que defenderse en el poder.
Cuando se llega a este desconcierto, a este desorden en las escalas de valores, el atributo del carácter suele transformarse en contraproducente. Lo que vendría a testimoniar que efelercicio del carácter sin la dirección de la inteligencia toma a la acción política en un enloquecedor molino de golpes de ciego. Ya que entonces el carácter, perdidos sus móviles creadores, se va reduciendo a una adelgazada y testamentaria actividad defensiva.
Esta urgente y deslavazada reflexión, en torno a los significados y primacías de la inteligencia y el carácter en la personalidad del político, no es enteramente gratuita y desinteresada. Frente a la política -y más en tiempos de apremiada transición- difícilmente caben la gratuidad y el desinterés.Lo que uno pretende, si se pone a cavilar respecto a la vida pública, es conseguir algunos adoctrinamientos y enseñanzas aplicables a nuestra desorbitada estimación de la convivencia española. Sin intenciones peyorativas, creo que ha llegado la hora de plantearse la gravísima cuestión de si los elencos políticos españoles están a la altura exigida por las críticas circunstancias de la hora.
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