Los viejos
«Le dije que fuera a dar un paseo», dice la viuda. Se trata de un anciano que se ha ahogado silenciosamente, discretamente, en el Manzanares. Este río, que apenas dio vida a nuestra juventud, de pronto le quita un viejo a la vejez. Los viejos. Ese eufemismo como arqueológico de «la tercera edad» comprende toda una confusa operación, entre la beneficencia y la mala conciencia, para que los viejos viajen barato cuando ya no tienen curiosidad, para que los viejos coman barato cuando ya apenas tienen apetito. La tercera edad, por otra parte, presupone una cuarta, que es ya la edad de piedra del cementerio.Fernando Jadraque, de setenta años, iba a comprar el pan, como yo, la leche, el vino. Yo soy un viejo con unos años menos. El gato, que se me instala en el brazo derecho mientras leo o escribo, como el halcón maltés de mi domesticidad, ha llegado a producirme un traumatismo sobre el fondo tembloroso de artrosis que adivino en mi esqueleto menos seguro que erguido. Ustedes no saben lo que es escribir dos o tres artículos diarios con un gato impreso en la dolorida osamenta del alma. Pero este dolor interno y como secreto, que pudiera, ser la primavera negra de la futura vejez, floreciendo en mis huesos, me lleva a comprender mejor a los viejos, me acerca casi delicadamente a la noticia que en otro momento, con otro tipo de dolores, sería rudimentaria rutina rotativa: «Anciano ahogado en el Manzanares». Miles de ancianos, a diario, ahogados en el río de Heráclito, en el que no volverán a suicidarse dos veces, el río del desamor, el desamparo, el desafecto, el río que les lleva a las residencias de ancianos, como ocurriera la pasada Semana Santa (lo denunciaba Cela en un artículo), porque la familia que permanece en tomo de la sopa unida ya no soporta a sus viejos:
-Le pongo el televisor aunque no haya nada. Que se distraiga con el pitido -me dice alguien, respecto de su vieja.
Flora Ruiz, viuda de Fernando Jadraque, cuenta que su marido salió a dar un paseo el día 18 y no ha vuelto. A veces, esos lentos paseos de los viejos llegan mucho más lejos que el apresurado trote de los ejecutivos. Los bomberos han encontrado, bastantes días más tarde, el cuerpo de Fernando Jadraque en el Manzanares. La mujer y la suegra, ésta de noventa años, han vivido en su vejez sin semanas una semana de ausencia masculina y entrañable. Lo han encontrado a la altura del Puente de los Franceses, con un golpe en la cara:
-El juez dice que le han podido robar y tirar al río.
Pero no llevaba dinero, no le han encontrado nada. Sólo los viejos y los reyes se pasean ya sin dinero ni tarjetas de crédito por la cruenta sociedad de consumo. El primer galernazo de la muerte, hace un año, le había dejado a Fernando Jadraque un poco enredada la lengua. «Era un hombre de orden. Se iba a tomar su cafetito al bar y en seguida volvía a casa». La tarde del 18 debió tomar su último café, este jubilado de todo, porque hay un cortado, entre los cortados de nuestro bar habitual, donde todo español toma algún día, sin saberlo, su último café, esa cicuta presocrática y nacional que les da la muerte a nuestros viejos y a nuestros clásicos. España es país de muchos viejos y pocos clásicos, lo que prueba la longevidad del analfabetismo y la crueldad de los historiadores literarios. Aquí en seguida se llega a viejo, pero nunca se llega a clásico. Me llaman para preguntarme si a cierta cena hay que ir de esmoquin. El esmoquin, que afortunadamente se está quedando kitsch, me lo he puesto tres veces en mi vida, y ésta, que puede ser la última, para vestir ya un esqueleto que los premios y la artrosis hacen sagrado. Por Fernando Jadraque veo cómo mata sus viejos la piadosa España.
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