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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Gibraltar

La entrevista aún reciente entre los ministros de Asuntos Exteriores de España y el Reino Unido, en Lisboa, y su declaración conjunta, han producido una sorprendente catarata de comentarios, reacciones e interpretaciones con frecuencia contradictorios. Una especie de densa niebla sigue flotando, la de la ambigüedad y el equívoco, sobre este viejo contencioso. Se ha cambiado si se quiere de cancha, de estilo, pero, como es natural, cada cual sigue arrimando el ascua a su sardina.Ante tal incertidumbre, uno, como españolito de a pie, se pregunta por el verdadero saldo de la operación, y se dispone a proponer una opinión,- una más sin ninguna calificación especial, que es ésta. A mi parecer, el acuerdo consiste en que España realice un acto concreto -suspender la aplicación de las medidas en vigor que impiden la comunicación directa entre La Línea y Gibraltar-, aunque nuestro ministro haya matizado posteriormente diciendo que no hay fecha ni calendario para ello, a cambio de una promesa británica de iniciar una negociación de acuerdo con las resoluciones pertinentes de Naciones Unidas; pero, también, con la voluntad -o deseos- del pueblo de Gibraltar. La diferencia entre los dos niveles es tan notable que me exime de comentarios, y me lleva a barajar antecedentes para poder situarme.

El lector me perdonará si de la cascada de tinta impresa sobre el tema escojo una autocita. Es la que tengo más a mano por de pronto. Así que voy a referirme al número extraordinario XVIII, España 1970. Ante una década dificil, de Cuadernos para el Diálogo, que contenía mi artículo Reflexiones sobre Gibraltar. Se trataba de un memorándum que entregué en 1965 al ministro Castiella, y que no hice público hasta que había abandonado el ministerio. Extractaré los parrafos más significativos.

«En lo que a Naciones Unidas se refiere, me muestro escéptico, dadas sus limitaciones en el terreno ejecutivo, aunque no desdeñe el valor de sus resoluciones como antecedentes para el futuro. En cuanto a las conversaciones hispano-británicas, la negociación me parece fundamentalmente difícil, dadas las diferencias en los supuestos de partida. En cuanto al bloqueo de Gibraltar, me pemito señalar que la historia de la Humanidad parece demostrar reiteradamente que los pueblos asediados soportan grandes penalidades, regla general que, si bien puede tener excepciones, podría aplicarse al, caso actual. ( ... ) Si el actual asedio puesto al Peñón, que debe hacer el cuarto o quinto, sigue el mismo camino que tomaron sus pre decesores, llegará una hora en la que habrá que contemplar al Peñón y sus habitantes con ideas menos elementales que las jurídicas o históricas a palo seco, dentro de unas estructuras federales y democráticas para la Península, orientadas hacia el proceso de reunificación europeo en marcha, espacio del mañana que hay que programar hoy, en el que tendría cabida un Gibraltar autodeterminado, acaso miembro de derecho de la Commonwealth; pero, asimismo, miembro de hecho de una comunidad de pueblos ibéricos, de cuyas dos dimensiones es fácil advertir prevalecerá la segunda a medida que transcurra el tiempo. He aquí la opción que acaso se presente a España si no surge una nueva situación que haga cambiar la determinación británica de permanecer en Gibraltar».

La cita ha sido larga. Y, desgraciadamente, su profecía se ha cumplido. El sitio de Gibraltar no ha servido para nada, como no sea para envenenar nuestras relaciones con los gibraltareños. La determinación británica de permanecer en Gibraltar tampoco ha desaparecido, pese a la apertura de unas negociaciones que prometen dilaciones, equívocos y ambigüedades sin fin. Y de Naciones Unidas, para qué hablar. Esta es la verdad.

Por tanto, y si mi criterio es aceptable, debemos preguntarnos por esa nueva estrategia que España debe adoptar para lograr su propósito, dentro de la situación recientemente creada. En este sentido me es imposible reproducir la respuesta que daba en mi texto citado, pues necesitaría medio periódico. Trataré, pues, de resumirlo en cuatro palabras, consciente del peligro de toda simplificación. La línea que proponía y sigo proponiendo es muy sencilla de exponer; se trata de convencer a los gibraltareños de que, pese al error del cerco, imputable al pasado régimen, error que deben ir olvidando, les irá mejor con España que con el Reino Unido, en todos los sentidos. La población gibraltareña es la excusa, el escudo, que utiliza el Reino Unido con innegable habilidad y descaro. Quitémoselo. Demostremos con hechos la capacidad de atracción de la nueva España democrática, si no federal, sí al menos autonómicamente regionalizada según la Constitución.

Bien sé que nada más fácil hay de proponer que soluciones para una cuestión difícil, y ésta, evidentemente, lo es, y por muchos motivos. Cambiar la mentalidad de las clases directivas de un país es algo mucho más complicado que cambiar de tinglado, de escenario formal. Las actitudes que con frecuencia se estilan hoy sobre este asunto de Gibraltar -no hablemos de otros- en sectores muy concretos de los partidos mayoritarios y los medios de comunicación, se parecen tanto a las más recalcitrantes y cerradas del régimen pasado, por su soberbia, chovinismo y falta de imaginación, que uno se pregunta a veces si aquí ha cambiado realmente algo fundamental en los comportamientos. Recuerdo con bochorno, por ejemplo, la actitud despreciativa y descortés que se observó en Madrid, durante un congreso europeo, con el representante gibraltareño, por parte de aquellos partidos mayoritarios.

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Adoptar una actitud imaginativa, con capacidad de atracción hacia Gibraltar, se presenta, pues, difícil, porque, en definitiva, para dar a tal proyecto una verosimilitud o credibilidad mínima, no sólo tendríamos que cambiar la petrificación mental de muchos de nuestros dirigentes, sino que habría que demostrar con hechos y rápidamente que los procesos autonómicos en curso dentro del Estado se van a convertir en realidades plenas sin demora ni recortes. Si continúan atascadas las transferencias de competencias constitucionales a los respectivos entes autonómicos del País Vasco y Cataluña; si no se terminan los recelos mutuos con una leal clarificación por ambas partes; si se persiste en dar puche razos centralistas, como el de Andalucía, y se retrasan con argucias y manipulaciones las autonomías de las demás regiones que la reclamen, no sólo se estará desprestigiando a los organismos autónomos al segar la hierba bajo sus pies, y malogrando la pacificación, sobre todo del País Vasco, sino que se seguirá ofreciendo a los gibraltareños una España en la que con razón no querrán entrar por mucha autonomía que se les ofrezca.

Por tanto, resolver el contencioso de Gibraltar significa desarrollar previamente la España teórica prevista en la constitución, la de las autonomías, y, desde luego, desarrollarla bien, sin trampas ni chapuzas, dentro de la prosperidad y la paz. En tal España realizada es muy verosímil que el insoluble problema de Gibraltar dejase de serlo, por la simple voluntad de los gibraltareños. Pero de esa España a la real de hoy hay un abismo. He ahí el corazón del problema. Bien están las negociaciones con el Reino Unido y las recomendaciones de Naciones Unidas, y cuantos nuevos campos de juego se descubran, siempre que seamos conscientes de que se tratará de partidos de segunda división, pese a las enfáticas apariencias. La primera división es el partido España-Gibraltar, que aún no ha comenzado, pues nuestros dirigentes parecen ignorar su existencia.

Para terminar, voy a permitirme de nuevo una autocita del texto antes aportado: «La situación de Gibraltar debe ser el mecanismo que mueva nuestra imaginación y cordura. No la úlcera que nos consuma las entrañas con la frustración, sino el fecundo tábano socrático ... ; es decir, nuestra piedra de toque».

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