Dimite una paloma
LA POLITICA exterior de Carter ha estado montada sobre dos personajes: Brzezinski, asesor presidencial, y Cyrus Vance, secretario de Estado (en sustitución de Kissinger). Dentro de la terminología totémica con que se representa a los clanes políticos, Brzezinski es el halcón, Vance, la paloma. La caída de la paloma, del hombre que pretendía la negociación y la diplomacia por encima de la fuerza, es un mal síntoma. Es, también, grave para Carter: una acusación de envergadura a la torpeza de su operación en Irán. No al resultado, sino a la operación en sí, pues, al parecer, desde que Vance supo que se iba a llevar a efecto el plan, al que se había opuesto, anunció al presidente y a quienes le escoltaban en esta aventura que dimitiría fuese cual fuese el resultado. No se puede atribuir a Vance -este Círo, cuyo nombre evoca mejores tiempos del imperio persa- un perfil de intelectual débil o pacifista a ultranza. Vance ha sido consejero en una subcomisión de Defensa del Senado, consejero jurídico de Defensa con Kennedy, en 1961, y en 1962, secretario adjunto de Defensa, junto a McNamara; ha dirigido las operaciones para sofocar las revueltas antiamericanas de Panamá, en 1964, la operación de marines en la República Dominicana y las tropas federales que reprimieron las revueltas raciales y de la «nueva izquierda» en Detroit, 1967. No es la biografía de un blando. La conversión de Cyrus Vance hacia la política de negociación y diplomacia se produjo cuando el presidente Johnson le envió a París a dialogar con los vietnamitas un posible tratado de paz, y le confió, en otras ocasiones, trabajos apaciguadores. Fue esta la razón por la que Nixon le sustituyó en el trabajo con Vietnam: en 1969, Cyrus Vance ya no aceptaba la idea de que la fuerza debía prevalecer, y volvió a su bufete con una firma de abogados de Nueva York. De allí le sacó Carter.
La suspicaz crítica política de nuestro tiempo atribuyó el juego Brzezinski-Vance a una dramatización predeterminada de la política exterior de Carter. Vance debía llevar la máscara de la comedia, Brzezinski la de la tragedia, y entre los dos -y el autor, Carter- montar el argumento. Su dimisión ha demostrado que Vance era más sincero de lo que se creía. Es difícil atribuirla a una maniobra para desprenderse del fracaso, porque tiene poco que ganar por el momento. Hay muchas probabilidades de que Carter gane las elecciones, y no es fácil que le perdone nunca; si las ganara un candidato republicano, tampoco Cyrus Vance volvería a aflorar a la vida política. Vance no se lleva la aureola mítica de un Kissinger, que le permita enriquecerse con sus memorias, sus libros o sus conferencias. Parece que su destino inmediato es el de, volver a la firma jurídica de Simpson, Thacher y Bartlett. Lo único que se lleva consigo es un beau geste, algo que va siendo insólito en la política de nuestro tiempo. Y deja detrás la ironía de que el único que ha perdido -hasta ahora- su puesto es también el único que no era responsable del descabellado plan y de su fracaso: el único que -al menos según él afirma- estuvo en contra dentro del «círculo interno» de la Casa Blanca.
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