Un atracador muerto y otros dos heridos graves tras un tiroteo con la policía en la calle de Alcalá
Un atracador resultó muerto y otros dos sufrieron heridas graves ayer, hacia las 8.15 de la mañana, en el transcurso de un tiroteo que los tres mantuvieron con la policía después del asalto a una sucursal del Banco Central, situada en el número 246 de la calle de Alcalá. Un muchacho de catorce años que pasaba frente a la oficina bancaria recibió un balazo a la altura de la octava vértebra, de pronóstico reservado. La policía consiguió recuperar los seis millones de pesetas que uno de los atracadores -probablemente el que falleció- había conseguido sacar del banco. Apenas dos horas después, la sucursal abría de nuevo sus puertas al público por orden expresa de la dirección. La alarma automática del banco, conectada con el 091, logró impedir el atraco.
En el bar de enfrente y en el casi contiguo bar-restaurante, los camareros completaban las filas de aperitivos y reponían las bandejas de churros. Eran las 8.05 de la mañana, y de un momento a otro comenzarían a llegar dependientes de comercio y los acostumbrados oficinistas que trabajan en la zona. Había que darse prisa.Casi a la misma hora, tres hombres armados irrumpían en el vestíbulo de la sucursal, amparados en la todavía escasa actividad comercial: la carbonería, las droguerías y la cristalería estaban fuera de servicio y, en resumidas cuentas, no era previsible que hubiese que cerrarle la boca a algún héroe anónimo.
Los tres asaltantes son jóvenes: Ernesto Marcelo Ventepagni, tiene dieciocho años; Juan Padilla Parra, veintinueve, y José Vicente Colado, veintiséis. Empuñan, respectiva mente, una Astra del 9 largo, es decir, el enorme pistolón telescópico de las viejas películas españolas; una Star, del 9 corto, el arma preferida por los expertos, y un revólver del 38, «de fuego más lento, pero que nunca se encasquilla», que dicen los veteranos en el talego. Unas gafas de sol son la única pretensión de cautela del grupo, en un lugar donde un disfraz es una redundancia, porque nadie conoce a nadie. Entran rápidamente: sólo han llegado unos pocos trabajadores a la sucursal. Al final llegan sólo diecinueve de los veintitrés de la plantilla.
Todos cuerpo a tierra
El grupo se reparte según las ya .Viejas prescripciones estratégicas de las bandas modernas. Uno, dentro y junto a la puerta, otro, atento a los empleados, y el tercero, pendiente de la caja. El plan de trabajo es firme y discreto: cuando un empleado llega, el portero le hunde el cañón de la pistola en la barriga; le dice simplemente: «Pasa, cabrón», y le señala el grupo de los otros empleados que ya están cuerpo a tierra. Solamente uno, el que: tiene el puesto de trabajo frente al cristal, sigue en su sitio para no suscitar sospechas entre los peatones o los que se acercan.
El atracador más bajito es moreno y argumenta con toda fluidez gracias a su 9 largo. Otro es rubio, y el tercero, castaño. Uno de los empleados lleva una cazadora oscura de policía nacional: se la ha regalado su padre, que acaba de jubilarse, y él la trae para compensar la fresca de los últimos días a primera hora. Alguien le confunde con un policía: «Coño, ¡un madero! », y le da una patada para mantener las distancias, pero otro grita: «Déjalo en paz», y la calma se restablece. En realidad, los asaltantes están tranquilos, como genuinos profesionales del afane. Saben que su oficio se desempeña mejor cuanto más se simplifica. «Pasa, cabrón». Ya han llegado los diecinueve. «Venga, todos ahí dentro. Vais a darme la documentación. Os vamos a poner dos kilos de Goma 2 a cada uno en vuestras casas». Todos adentro, salvo el cajero, que es el que tiene las llaves de la acorazada.
El cajero se encamina hacia la cámara. Tiene muy cerca de la nuca el cañón de la pistola. Comienzan a salir billetes. «Venga, venga, que tiene que haber más», y su vigilante le clava la pistola en el vientre cada vez que dice «venga». Seis millones de pesetas. «Venga, venga ... ».
Alarma policial
Al moverse alguno de los billetes salta la alarma automática conectada al 091. Son las 8.15 de la mañana, y el locutor, como siempre, avisa a todas las unidades próximas. Llega inmediatamente una lechera con su dotación, y se detiene muy cerca. A la derecha de la carbonería, aún cerrada, los agentes ven la boca de Metro de El Carmen, un buzón de Correos, alguna farola, un árbol color hollín y la puerta del banco. Aparentemente, no pasa nada de nada. «Mirad: ahí llega otro empleado. Voy a preguntarle». El cabo-jefe monta el subfusil, se desenfila un poco gracias al buzón y aborda al empleado junto a la puerta. «¿Qué pasa ahí dentro?». El empleado se encoge de hombros. «Nada, creo yo».
En el interior, uno de los choros apoya la pistola en el estómago a un empleado, que de pronto le golpea en el brazo y sale corriendo; el que acaba de llegar también escapa, calle abajo; un atracador dispara por primera vez y el cabo aprieta el gatillo.
Desde el suelo, o pegados a la pared, los trabajadores sienten diversos dolores indeterminados cuando suena cada detonación. El cabo dispara el subfusil. Cuatro ba las perforan el tronco de la vieja acacia, ocho el cristal interior. Proyectiles que se incrustan en el techo, en el mueble-fichero, en la IBM. Los empleados distinguen perfectamente las detonaciones secas y profundas de las armas cortas, de los disparos tronantes y sostenidos de los subfusiles.
El cajero ha recibido un culatazo en el lóbulo de una oreja; un chico de catorce años, que pasaba por allí, un tiro en la espalda, a la altura de la octava vértebra. Cinco proyectiles más acribillan un Seat 850 aparcado en la esquina a la calle de José Villena. Los atracadores salen a buscarse la vida. ¿Se llevan un rehén? No, al fin no se llevan a nadie. Llevan sólo sus pistolas y su bolsa llena. En la calle, las gentes se aprietan contra muros, columnas y losas.
Recuperado el botín
Y afuera sigue el tiroteo. Uno de los asaltantes recibe un disparo en una pierna. En un instante, sabe que todo está perdido y arroja la pistola contra el suelo. Sus dos compañeros se han dispersado; uno, hacia Ventas; el otro, hacia la calle del alcalde López Casero. Los dos acaban cayendo. Uno, el de la bolsa, al parecer, está muerto.
Trasladan al niño del balazo en la espalda. Pronóstico reservado, según dicen; menos grave de lo que se temía. Un guardia de los que han participado en el tiroteo se quita la corbata y le hace con ella un torniquete en la pierna al atracador que se ha entregado, «no vaya a desangrarse». Los empleados del banco se despegan de sus escondrijos lentamente.
Llama por teléfono el jefe de sector o de zona del banco. Pregunta rápidamente por el dinero. Llama por teléfono Alfonso Escámez, el número uno del Banco Central. Los empleados se preguntan qué habrá dicho. Un minuto después, una voz comenta que hay «que tener abierta» la sucursal a las diez en punto de la mañana.
Circulan a media mañana turbios rumores de tragedia. Las niñas muertas, los viejos heridos, los desmayos y los suspiros entran en la crónica que inexorablemente sigue a los sucesos de sangre. Un recién llegado hurga en el tronco del árbol en busca de un fetiche, y en el barrio comienzan a incubarse las próximas pesadillas. Pero a las diez en punto vuelve a estar abierta la sucursal.
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