Más sobre el delegado del Gobierno en las comunidades autónomas
En el número de este periódico correspondiente al pasado día 28 de marzo, en la sección «Tribuna libre», se publicó un trabajo del señor Enrique Santín, secretario general técnico del Ministerio del Interior, bajo el título de El delegado del Gobierno en las Comunidades Autónomas.
Habida cuenta de la categoría de su autor, de la importancia del tema y de la forma muy estudiada en que aquél es tratado, su comentario es de todo punto pecesario y, aún más, justificado, si cabe, en cuanto se redacta desde la óptica de una de las, autonomías con Parlamento ya elegido; es decir, en cierta forma, desde un enfoque opuesto (en cuanto al emplazamiento geográfico del autor, al menos) al del escrito comentado.
El trabajo aspira a ser un inventario lo más completo posible de los problemas que plantea la figura del delegado del artículo 154 de la Constitución. Pero ahora me interesa más que un comentario exegético de los planteamientos hechos en aquél, hacer una breve crítica (constructiva) de lo que interpreto como el tono general del estudio. A mi modo de ver, el trabajo, aparte de lo discutible de algunos criterios en él mantenidos, resulta excesivamente técnico o, dicho de otro modo, se sitúa excesivamente en un enfoque administrativista, olvidando que el tema autonómico es, al menos en cuanto a las autonomías de base, un tema eminentemente político.
Decir que el tratamiento del tema autonómico en la Constitución es complicado es tanto como descubrir nuevamente el Mediterráneo. En realidad, los problemas surgidos a lo largo de la elaboración del título VIII del texto constitucional ya se anticiparon en la de su artículo 2.
Este precepto, que empieza afirmando de manera rotunda la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible, utilizando, por tanto, unos .términos que hubiesen resultado totalmente aceptables para la literatura política del sistema anterior, acaba recibiendo sin reservas el esquema autonómico, dando entrada en la norma básica de nuestro nuevo sistema de convivencia, nada más y nada menos, que al polémico concepto de nacionalidad, que tanta tinta hizo gastar en su día y que criticaron no pocas plumas ilustres, instaladas en esquemas nostálgicos o simplemente centralizantes.
Los contrastres del precepto eran un anuncio infalible de la polémica que se originaría en la discusión del título VIII. Es evidente que el título entró en las Cortes con una redacción inspirada en el sistema autonómico italiano, intentando ceñir el planteamiento español de las autonomías a una mera descentralización administrativa. Este era el esquema que cabía y que cabe deducir de los inventarios de competencias de los artículos 148 (atribuidas a las autoridades autónomas) y 149 (reservadas al Estado). Pero pronto se vio que este camino no era transitable, al menos como hipótesis general, y, a la postre, como todos sabemos, apareció el contenido autonómico mucho más amplio del artículo 152, que prevé una verdadera autonomía política, con Parlamento, Consejo Ejecutivo o Gobierno e incluso Tribunal .Superior de Justicia.
Hipótesis autonómicas
Esto, en lo tocante al contenido, porque, en orden al procedimiento, la evolución fue también evidente. La autonomía del artículo 148 debía tramitarse por el camino del artículo 143, que prevé la iniciativa de todas las diputaciones interesadas o del órgano interinsular correspondiente y la de las dos terceras partes de los municipios, cuya población representa, al menos, la mayoría del censo electoral en cada provincia o isla. Lógicamente, la autonomía, muy superior, del artículo 152 debía exigir mayores requisitos, y así, su mecanismo de acceso, que se contiene en el articulo 151, aumenta a tres cuartas partes la proporción de los municipios y establece además el referéndum previo con el voto afirmativo de la mayoría absoluta de los electores de cada provincia.
Pero era (y sigue siendo) evidente que el problema autonómico, pese a su planteamiento general, tenía, in péctore, unos destinatarios muy concretos y específicos. Y entonces, frente al camino erizado de obstáculos del artículo 151, surge la disposición transitoria 2a, que establece la excepción: los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado proyectos de Estatuto de Autonomía, esto es, en definitiva, Cataluña, el País Vasco y Galicia, no necesitan el cumplimiento de todos los trámites del artículo 151 para llegar a la autonomía del 152, suprimiéndose el requisito del referéndum previo, que, como se ha visto en el caso andaluz, es el obstáculo más serio a salvar, y confiándose la iniciativa pura y simplemente al órgano colegiado preautonómico.
¿Qué duda puede caber de que este es un esquema normativo con aquellos destinatarios concretos de que he hablado antes? Entonces, ¿quién puede dudar de que las autonomías de Cataluña y del País Vasco son no un simple tema de descentralización, sino un problema de política de Estado? Yo no veo otra interpretación posible y, por ello, entiendo que enfocar el tema del delegado del Gobierno como una cuestión de tratamiento uniforme, sólo distinta según que la comunidad sea o no uniprovincial, con todos los respectos, resulta poco acertado o, si se quiere, acertado quizá teóricamente, pero poco útil o realista.
Guste o no, existen en este país dos hipótesis autonómicas perfectamente diferenciables, pese al caótico redactado del título VIII del texto constitucional; es decir:
a) Una autonomía meramente administrativa, que, a través del procedimiento del 143, lleva a los contenidos del artículo 148.
b) Una autonomía política, que, a través de la disposición transitoria 21, y eventualmente a través del artículo 151, lleva al contenido del 152.
En base a esto, pretender que el delegado del Gobierno del artículo 154 haya de tener un único tratamiento me parece insostenible.
Hechas estas precisiones, me gustaría indicar que, a mi criterio, si bien es cierto, como se dice en el trabajo comentado, que el presidente de la comunidad autónoma y el delegado del Gobierno actúan en ámbitos diferentes, no lo es menos que, en lo jerárquico, aquél ha de ser antepuesto a éste. Tengamos en cuenta, por ejemplo, que:
a) El presidente de la comunidad es el representante ordinario del Estado en el ámbito de la comunidad, según el articulo 152 de la Constitución.
En cambio, el delegado del Gobierno, según el texto del artículo 154, es un mero director de la Administración del Estado y el coordinador, cuando proceda, de esta Administración y la de la comunidad autónoma.
b) El presidente de la comunidad es nombrado por el Rey, previa elección por su asamblea, según exige el propio artículo 152 de la Constitución.
El delegado del Gobierno es nombrado obviamente por éste, mediante el correspondiente real decreto.
c) El presidente de la comunidad es una pieza esencial en el mecanismo de ésta, según resulta del texto del repetido artículo 152.
El delegado del Gobierno, en cambio, incluso si examinamos su existencia a partir del texto del artículo 154, puede ser concebido como una figura meramente eventual.
Por otra parte, el artículo 154 dice muy claramente cuáles son las funciones del delegado y, con esta base, a mí me parece muy claro:
1. Que el presidente de la comunidad autónoma, que es (repito) el representante ordinario del Estado en dicha comunidad, es, a la vez, la primera autoridad en su ámbito, incluido el delegado.
2. Como deducción lógica, que la aspiración del artículo 154 no es en absoluto la coronación de una Administración periférica como esquema de Administración paralela, casi opuesta, a la Administración autonómica, sino la obtención del mejor engarce posible entre ambas.
Por ello, Por ejemplo, la insinuación de que el delegado del Gobierno puede ver atribuidas «facultades de control o tutela sobre las funciones ejecutivas o de gestión que ejerzan los órganos de las comunidades autónomas» sólo es admisible si se reducen aquéllas a la mera actividad informativa y se elimina cualquier idea de actuación directa, al menos en las autonomías del artículo 152.
De todo lo dicho, resulta evidente que el tema suscitado es cuestión muy delicada, cuyo tratamiento ha de ser hecho de manera exquisita, de forma qÚe no lleguen a producirse las tensiones que un planteamiento rígido, sólo administrativo de la cuestión, con razonamientos anclados sólo en la teoría (y casi toda teoría es discutible), podría crear.
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