La ofensa de ayer
Hace mucho que no firmo cartas colectivas de protesta; la última debió de ser contra la guerra del Vietnam, cuando estaba de profesor en California. Y no lo hago porque he descubierto que en lo que me piden rubrique estoy de acuerdo siempre con la tesis general, poco con las deducciones que saca el redactor y casi nunca con la sintaxis. Posiblemente sea una deformación profesional, pero mientras me parece lógico que unos ingenieros de caminos firmen la protesta que ha redactado aquel de entre ellos que tiene aficiones literarias, creo que un escritor sólo debe responder con su nombre de lo que ha compuesto él mismo.Uno de los verbos que más abundan en esas cartas es ese tan grato a los españoles de «exigir». «Exigimos que se haga tal y cual cosa, exigimos que se expulse a Fulano ... » o, lo que resulta más divertido, que «dimita mengano». Américo Castro ironizó a su tiempo en Castilla la Gentil sobre el «punto» de Falange Española en que «se exigía para España el puesto que le corresponde en el mundo». Pero, hombre, decía don Américo: primero, se construye una flota, se forma un ejército y se crea una aviación militar importante, y luego, sólo luego, puede exigirse algo... De la misma forma habría que recordar a la volcánica imaginación de esos redactores que puede exigir sólo quien tenga un batallón a punto de ocupar los ministerios, la radio y la televisión, o cuando la mayoría que se pueda reunir en el Congreso baste a derribar a un Gobierno reacio a conceder lo que se pide. Pero querer «exigir» cuando no se cuenta con armas bélicas, ni con las parlamentarias, sólo se da en España.
La última vez me negué, aún agradeciéndolo, al amigo que había pensado que mi firma tenía un peso -mi escepticismo es muy grande en este sentido-, pero el tema me interesa lo bastante para afrontarlo «por libre»; me interesa, sobre todo, porque el problema está basado, si lo he comprendido bien, en el concepto, para mí difuso, del prestigio de una institución que respeto y admiro. Soy de los pocos españoles a los que alegra ver la pareja de motociclistas en la carretera, y, con gran asombro de mis compañeros de viaje, me niego a «avisar» a los automovilistas que se cruzan conmigo de que están cerca, a fin de que no adelanten donde no deben. En esos momentos me siento mucho más solidario de los vigilantes que de los vigilados, de los que procuran evitar el accidente que de los que lo provocan, suicida y criminalmente, esos que exigen que las reglas actúen a su medida en vez de ajustarse ellos a las reglas.
La institución de la Guardia Civil es, al parecer, la que ha sido ofendida en la película El crimen de Cuenca. Odio sumarme a tantos compatriotas que, tras tomar partido sobre una discusión, advierten que no han leído el libro o visto la obra de que hablan, pero, aun sin conocer la película, es evidente que lo que ha producido el secuestro han sido unas escenas en que los guardias maltrataban a los presuntos asesinos hasta conseguir que reconociesen su autoría en una muerte que no habían cometido.
Esto ocurrió a principios de este siglo, y como historiador me preocupa en este caso lo contrario de lo que debería preocuparme, es decir, que la historia esté viva todavía hasta el punto que una censura a los miembros de una institución que fueron, no lo olvidemos, censurados ya en su tiempo por el juez que revocó la sentencia, pueda considerarse hoy una ofensa al cuerpo de la Guardia Civil. Yo creo que, en todo caso, la ofensa es a unos miembros «indignos» de la Guardia Civil y que ésta no debería en ningún momento solidarizarse con ellos, dada además la distancia social o de costumbres y la cronológica con la Guardia Civil de hoy.
Lo que nos lleva a la consideración siguiente. ¿Cuándo prescribe un delito no digo jurídica, sino históricamente? ¿Los guardias civiles de hoy pueden sentirse heridos por la referencia a algo que pasó hace setenta años? ¿Hace cien? Si la película hubiera tratado un tema de bandidaje a últimos del XIX ¿hubiese sido igual la reacción del cuerpo? ¿Reaccionaría igual la Iglesia si trataran mal en una pantalla al cardenal Segura que si lo hicieran con el inquisidor Torquemada? Es evidente que la distancia no se mide sólo por el tiempo, sino por lo que ese tiempo ha traído de cambios en la sensibilidad nacional. Son cien años los que separan 1600 de 1700, y los mismos los que van desde 1700 a 1800, y sin embargo, los españoles cultos apenas variaron de concepto religioso y patriótico en el primer intervalo y experimentaron en el segundo un tremendo vuelco en las creencias y en el sentir de la vida. Y no hablemos desde 1975 acá.
Soy de los que creo que si un Gobierno cuenta con los votos parlamentarios -a su vez depositarios del voto popular- puede legislar como le plazca, y la única salida que tienen los descontentos que además sean demócratas es hacer propaganda en contra (aunque su irritación natural, en muchos casos, lleve a esa preciosa y españolísima reacción de una diputada de izquierdas: «quieren presionarnos con la fuerza de sus votos (esperando convencer a los electores de que la próxima vez derriben el partido en el poder. Pero al mismo tiempo que reconozco la autoridad del Gobierno, pido, como hombre que se arriesga a exponer sus ideas en público, una garantía legal de que no incurriré en delito cuando, engañado por el principio constitucional de «libertad de expresión», toque temas que nadie me ha dicho que siguen siendo «tabú». Póngase, si se quiere, un límite a la Historia, los años que sean dentro de la cual no puede aludirse a organizaciones vigentes hoy, y todos sabremos a qué atenernos. Quizá así sufra la Libertad, con mayúscula, pero mantendremos la otra, la personal, para todo el que no quiera intentar su cruzada particular en busca de la primera.
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