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Tribuna
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La política como evasión

Hay una pregunta, probablemente idiota en cualquier parte pero no tanto aquí, y que más o menos sería ésta: ¿sobre qué datos reales operan los políticos? O, en otros términos: ¿cuál es su conocimiento de la realidad para poder operar, no prometer que no es lo mismo, sobre ella? Los últimos tiempos nos indican que los partidos lo único que hacen, en períodos electorales, es propiciar encuestas sobre la supuesta actitud del voto. Encuestas que, por lo demás, aparte el ámbito coyuntural y limitado para que se realizan, nada nos dicen de la actitud de los españoles ante otro tipo de temas. Además de que, al paso que llevamos con la abstención, pronto la mitad de la población adulta será una incógnita incluso electoral. Hace mucho tiempo que este país dista mucho de ser un paraíso de datos concretos en relación con las actitudes y el modo de pensar de sus habitantes, pero últimamente debemos de reconocer que el panorama se ha reducido aún más si cabe. Si alguien se acerca a los staff de los partidos políticos mayoritarios, incluido naturalmente el del Gobierno, que presumiblemente tendría a su disposición mayores medios para obtenerlos, puede observarse que se mueven voluntaristamente en un considerable desierto de datos (sociológicos y aun políticos) que, en principio, resultarían básicos para proyectar su acción y estrategia políticas. Aparte las encuestas preelectorales, y claro está, los resultados de las urnas, el resto es silencio. La política actúa así en el más inverosímil de los vacíos, presuponiendo una realidad cada vez más ajena y, por tanto, menos asimilable. Cualquiera que frecuente los círculos de las ejecutivas podrá observar a qué me refiero y no es, ni mucho menos, infrecuente que los políticos (incluso los que están en el poder) pregunten a los periodistas «cómo van las cosas» en este o en aquel sector clave (por ejemplo, en el Ejército o en el mundo económico) de la vida pública. Y no digamos ya en relación con ese campo difuso y, sin embargo, políticamente fundamental, de los comportamientos y de las actitudes sociales.

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El caso es insólito en el panorama de las democracias occidentales donde los partidos y, por supuesto, los Gobiernos, disponen de una amplia gama de aparatos de prospectiva y auscultación de la opinión pública. Como en los tiempos del franquismo, especialmente en su última etapa, los periódicos son el casi único vehículo de comunicación entre la clase política y la masa no militante que, no es necesario recordar, aquí es un porcentaje ínfimo de la población. El horizonte se estrecha aún más si tenemos en cuenta el bajo porcentaje de lectura de periódicos (más de novecientos españoles de cada mil no leen prensa) y el reducido abanico ideológico de los diarios nacionales. En teoría, también en España existen algunos organismos, casi todos dependientes de la Administración, con las limitaciones que ello comporta, dedicados a estudiar los movimientos de opinión. Pero, aparte de sus esporádicas encuestas sobre esta o aquella cuestión no demasiado importante, no sabemos exactamente a qué se dedican. O, por lo menos, sus trabajos son escasamente divulgados y, además, es evidente que examinar ciertos núcleos básicos ni están entre sus competencias ni, probablemente, entre los objetivos de quienes les dirigen. Si como muestra basta un botón, recuérdese que a estas alturas ningún partido ni organismo ha considerado de interés encargar unos trabajos, por modestos que sean, sobre la abstención electoral, limitándose la clase política a explicaciones superficiales, hechas la mayor parte de las veces a «ojo de buen cubero» y pasando como sobre ascuas de las incómodas consecuencias que se derivan de uno de los más significativos datos de la situación política actual.

Y es que, echando mano al refranero, no hay peor ciego que el que no quiere ver. Y los políticos parecen empecinados en identificar democracia con voto y en creer que es suficiente éste para saber lo que los españoles piensan y cuál es la realidad en que se mueven. De modo que, como el 40% «pasa» de las papeletas y de las urnas, más los que no pueden hacerlo por edad o circunstancias geográficas, tenemos una parte sustancial de la sociedad española de la que nada se sabe ni se quiere saber. Los profesionales de la política están entonces proyectando su actividad pública sobre una parte, minoritaria, de la población. Hay otra a la que nadie osa preguntar. Si todo sigue así, veremos de nuevo resurgir aquella famosa división, y que tanto juego dio durante el franquismo a los sociólogos, entre la España real y la España oficial y que hizo de la dictadura una superestructura de poder sin ninguna base popular. Con la desventaja, en relación con el régimen anterior, de que éste, como después se ha visto, estaba profundamente enraizado en multitud de comportamientos y actitudes no directamente políticas.

Monotonía temática

Así las cosas, la política en este país contrapone su reducido ámbito social con una enfermiza intensidad, construida alrededor de una exasperante monotonía temática. Las campañas electorales en Andalucía y Euskadi y, aunque menos, también en Cataluña, han tenido un algo de parada de circo y un mucho de evasión en relación con los problemas concretos de sus respectivas circunscripciones. En el País Vasco, sin ir más lejos, la batalla entre españolistas y antiespañolistas, que indudablemente tiene un trasfondo importante, pero, en cualquier caso, no único, ha hecho que apenas se hayan debatido temas tales como el de la central nuclear de Lemóniz, la OTAN o Europa, cuestiones de una trascendencia de futuro que, curiosamente, sólo cobran actualidad cuando el espejismo de las urnas ha desaparecido. Una gran parte de la publicidad desplegada profusamente en Cataluña estaba prácticamente compuesta por eslóganes publicitarios, donde cada partido prometía el oro y el moro, con frases totalmente abstractas que huían de cualquier compromiso con la realidad circundante... Son sólo dos ejemplos recientes, pero se pueden buscar otros muchos.

La política española sufre un proceso de falsa ideologización, que responde a la ideologización de la clase política pero, en absoluto a una gran parte del país, que la hace cada vez más lejana e inasequible para la mayoría. Con el resultado inmediato de que unos se desentienden y otros votan, con esa especie de «fe del carbonero» que la convierten en catálogo de creencias cuasi religiosas con el idéntico premio del paraíso final. Naturalmente, la ideología sigue siendo imprescindible, pero si no se aplica sobre supuestos concretos de actuación, los ciudadanos pueden acabar creyendo con toda la razón de que únicamente sirve para dar mítines y rebatir al adversario, no para resolver y discutir los problemas. El recuerdo que muchos experimentamos de estar asistiendo a un sermón dominical, cuando oímos hablar en público a los políticos, no es desde luego casual.

La política puede y debe ser muchas cosas, pero nunca un pretexto ni un fin en sí misma. Y, mucho menos, una evasión para no dar respuestas precisas a los problemas reales que esta sociedad tiene planteados. Algunos de ellos se escriben con minúsculas y están muy lejos de las grandes palabras. Pero, para conocerlos, hace falta calar en profundidad en la realidad y no limitarse a «verlas venir» con irritante fatalismo y estúpida conformidad. Y dedicar una parte de la actividad partidaria y de los esfuerzos a saber exactamente en qué terreno nos estamos moviendo. La política empieza a ser una nube o un aislante. De ahí, por lo visto, no hay quien n os mueva. Y, sin pensar que hay quien está esperando con fruición, se crece el fatídico rubicón del 51 % de los que «no saben, no contestan ».

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