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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Gibraltar en la democracia española

«NO PUEDE haber ningún español digno de tal nombre», decía Claudio Sánchez Albornoz, «capaz dé escribir sin sonrojarse que Gibraltar no es España. Y si hay alguno que pueda escribirlo sin sonrojo, yo me tomo la libertad de sonrojarme por él como español, liberal y en destierro.»Estas declaraciones del entonces presidente de la Segunda República española en el exilio recobran actualidad tras la moción aprobada ayer por el Congreso de los Diputados con la práctica unanimidad de todos los grupos parlamentarios, sólo rota -en algunos aspectos marginales- por los parlamentarios del Partido Socialista Andaluz.

Gibraltar se utilizó durante el franquismo como espejo para la refracción de las demandas de liberalización de la sociedad española, pero ayer se logró el respaldo democrático imprescindible para sacar una reivindicación, históricamente mantenida por encima de regímenes e ideologías, de las adulteraciones a que fue sometida en los últimos años.

La posición del nuevo régimen español, sus relaciones bilaterales con el Reino Unido y su posición en el concierto de las naciones europeas sitúan este contencioso en una nueva perspectiva que no puede ahogarse otra vez por las tácticas dilatorias del Foreign Office.

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Marcelino Oreja, tras esta votación Parlamentaria, no llegará a Lisboa el próximo día 9 para hablar con el ministro de Asuntos Exteriores británico de un tema de partido, del que pudiera extraer una rentabilización electoralista. El responsable de la cartera de Exteriores intentará el diálogo con lord Carrington desde la autoridad política y moral que concede el mandato unánime del Parlamento.

La articulación de soluciones concretas al contencioso histórico entre Gran Bretaña y España adquiere una nueva dimensión, en la que no son posibles los planos desiguales de diálogo y negociación. España se presenta sin una fachada política vergonzante, sin utilizaciones de política interior de un contencioso territorial, y puede -con el mandato de los señores diputados- ofrecer una dimensión democrática y auténticamente de Estado en su acción exterior.

El Reino Unido ya ha perdido uno de los argumentos de ética política que le permitían no abordar conversaciones serias sobre Gibraltar: el de que el régimen español carecía de respetabilidad y solvencia democrática. Ahora, la diplomacia británica queda refugiada en su última línea de defensa: la salvaguarda de los derechos adquiridos de los llanitos. En el contexto autonómico que está configurando el nuevo Estado español no habrá dificultades serias para preservar esos derechos, y acaso, como ciudadanos del Estado español, los gibraltareños verán protegidos sus intereses mejor que bajo el ya mítico, obsoleto y novelesco pasaporte británico, tan respetable como muchos, pero que desde 1945 quedó apeado de su peana imperial y kiplinesca.

Otros temas, como la inserción de, nuestro país en el sistema defensivo occidental, pueden cruzarse en las negociaciones hispano-británicas sobre Gibraltar. Cualquiera que sea la postura de este país -decisión última del pueblo español- sobre nuestro ingreso en la Alianza Atlántica, está al alcance de todos que Gibraltar ya no es la vieja «llave del Mediterráneo» y que la moderna estrategia militar no se basa precisamente en plazas fuertes. La balística (y hasta el desarrollo estratégico de las fuerzas aéreas en guerras convencionales) ha terminado por desmitificar los estrechos de Ormuz, o los Dardanelos, o las entradas al Báltico, todas ellas tan caras para los responsables militares de la primera gran guerra. Desde Midway, el dominio navales otra cosa. Desde la salida de Churchill del Gobierno carece de sentido el sentimentalismo imperial británico. Desde el restablecimiento de las libertades democráticas en España no hay derechos civiles que los gibraltareños puedan perder reintegrándose a España. Viejas resoluciones de las Naciones Unidas impelen a un acuerdo entre las partes. Carece de sentido político perpetuar este desentendimiento entre España y Gran Bretaña. Las actuales molestias de los habitantes de Gibraltar tienen su salida natural por La Línea de la Concepción, y no por los aeródromos londinenses o el puerto de Tánger. Esta vez, la diplomacia británica tendrá que esgrimir complicadas y difíciles tesis para continuar negándose a una negociación sincera conducente a la restitución a España de la soberanía sobre Gibraltar.

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