Desarrollo regional y autonomía
La nueva formulación del Estado surgida de la Constitución nos obliga, necesariamente, a una reconsideración de la política regional en nuestro país, ya que el abandono del centralismo y la aparición de las nuevas comunidades autonómicas hacen impracticables las concepciones del desarrollo regional elaboradas por los tecnócratas franquistas.En efecto, puede decirse que hasta 1962, en que se promulgó el decreto sobre «medidas preliminares al I Plan de Desarrollo » y disposiciones subsiguientes, no existían en nuestra legislación instrumentos de fomento de la actividad industrial. Así, surgió la consideración de zonas e industrias de preferente localización, en las cuales el Estado concédía subvenciones, créditos, reducciones fiscales y otros incentivos a las nuevas inversiones.
La aplicación práctica de estas fórmulas se concretó en la creación d e polos de promoción y de desarrollo en diversas ciudades españolas, lo que constituyó el eje esencial de la política gubernament al de eliminación de los desequilibrios espaciales.
Esta concepción nacía ya viciada, al desconocerse intencionalmente la existencia de la región como entidad política y económica diferenciada, y por contra, concederse un carácter puntual a la promoción del desarrollo económico territorial.
El uso y abuso de esta instrumentación, prolongada con la creación de polígonos de preferente localización industrial, cuyas industrias se hacían acreedoras a análogo nivel de incentivos, condujo a una distribución indiferenciada de las zonas objeto de la atención preferente del Estado, con lo que se hizo inviable la consecución de los objetivos previstos de hacer desaparecer los desequilibrios territoriales, al ofrecerse igual grado de apoyo estatal a industrias situadas en polígonos de regiones desarrolladas que a las que pretendían instalarse en las zonas menos favorecidas.
En definitiva, esta política alteró su carácter de beneficiar el desarrollo regional por el de convertirse en instrumento de deúrrollos sectoriales, lo que favoreció en alto grado a los grandes grupos industriales de presión y en grado muy reducido, a las regiones más atrasadas.
El otro gran defecto de esta política fue el de la falta de una concepción global de la región como unidad económica de desarrollo, a la que había que dotar no solamente de incentivos a la inversión, sino que éstos deberían complementarse con acciones públicas coordinadas que aportaran las necesarias infraestructuras de asentamiento, transporte, fornmción, etcétera... Este fallo de planteamiento ni siquiera fue paliado con los buenos deseos formulados en la ley del III Plan de Desarrollo, ya que ni las grandes áreas de expansión económica ni las sociedades de desarrollo industrial regional recogieron esa visión amplia de la política regional, con lo que puede afirmarse que el Estado centralista, a pesar de tener en sus manos todos los resortes redistributivos, fue totalmente ineficaz a la hora de realizar una política de desarrollo regional.
Llegamos ahora al Estado de las autonomías y deberíamos preguntarnos si esta nueva configuración facilitará la eliminación de las desigualdades territoriales. La respuesta debe ser afirmativa si se llevan a sus últimas consecuencias los artículos de la. Constitución que hacen referencia al equilibrio regional y se encuentran los instrumentos adecuados.
En cuanto al primer aspecto, el artículo 138 es terminante por cuanto declara que: «El Estado garantiza la realización efectiva del principio de solidaridad consagrado en el artículo 2 de la Constitución, velando por el establecinúento de un equilibrio económico adecuado y justo entre las diversas partes del territono español», por lo que habrá que buscar fórmulas que aseguren el cumplimiento de este mandato. En el aspecto financiero, la misma Constitución, en su articulo 158,2, nos proporciona la vía, al declarar que «con el fin de corregir desequilibrios económicos interterritoriales y hacer efectivo el principio de solidaridad, se constituirá un fondo de compensación con. destino a gastos de inversión, cuyos recursos serán distribuidos por las Cortes Generales entre las comunidades autónomas y provincias en su caso».
Deberemos, por tanto, encontrar la instrumentación administrativa y técnica que pueda llevar a efecto la difícil tarea impuesta por los artículos constitucionales aludidos. Dada nuestra próxima adhesión a las Comunidades Europeas y los beneficios que pueda representar para nuestras regiones menos favorecidas su inclusión en la política regional comunitaria, también se habrá de tomar en consideración este hecho en.la nueva estructuración de nuestra política de desarrollo regional. No olvidemos que existen dos exigencias comunitarias insoslayables: por un lado, la canalización de todas las ayudas regionales comunitarias a través de la representación del Estado, y por otro, la formulación previa de unos programas de desarrollo regiprial a las cuales habrán de adaptarse necesaríamente las peticiones de ayudas.
El nuevo marco de la política regional habrá de basarse, por tanto, en dos coordenadas; en primer lugar, la consideración del territorio regional como una unidad económica, en la que todos los sectores se interrelacionan y deben ser tomados en cuenta, y, en segundo, término, la necesidad de una coordinación de todas las políticas regionales del Estado y su integración en la política regional de las Comunidades Europeas.
Un esquema válido podría ser la constitución de unos consejos regionales de desariollo en cada una de las regiones que se determinen como objetos de la acción regional yen los que tuvieran representación no solamente los órganos autonómicos, sino la propia administración del Estado, que serviría a los efectos de coordinación apuntados. Estos consejos contarían con un instrumento técnico que elaboraría los programas de desarrollo regional y formularía propuestas concretas dirigidas tanto al ente autonómico correspondiente como al Gobierno en orden al cumplimiento de los objetivos programados. Podrían servir de base para la concreción de estas entidades de carácter técnico las actuales sociedades para el desarrollo industrial regional, aunque habría que modificar sus estatutos, ampliando sus funciones.
Desde su participación en los consejos regionales, el Estado podría coordinar todas las acciones regionales, distribuyendo los fondos de compensación de acuerdo con las necesidades reales de las regiones y haciendo lo propio con los fondos comunitarios procedentes del Feder (desarrollo regional), Fondo Social Europeo, Feoga orientación (agrícola), etcétera...
Toda esta nueva concepción de la política territorial se encuentra perfectamente integrada en la nueva configuración del Estado, lo que debe dar lugar a la consecución de un grado muy superior dé eficacia en la corrección de los desequilibrios regionales. Falta saber si el mandato explícitamente formulado en la Constitución llegará a ser asimilado y puesto en práctica por las fuerzas políticas que ostentan las responsabilidades del Estado y se lleva a efecto sin ambages el principio de solidaridad entre todas las nacionalidades y regiones que marca el fundamental artículo 2 de nuestro ordenamiento constitucional.
J. Carlos Martínez de la Escalera es delegado de Industria en Santa Cruz de Tenerife.
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