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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

La cuñada de Carlos III

El día 2 leí en EL PAÍS que pronto tendremos ocasión de conocer un cuadro goyesco de cuya existencia tenía noticia, como muchos, y del que sabía a través de fotografías. La familia del infante don Luis en la intimidad de su vida en Arenas de San Pedro. Allí, el bueno e inofensivo hermano de Carlos III, asistiendo con todos los suyos -más el pintor- al tocado de su esposa, doña María Teresa Vallabriga. Muy interesante y simpático, por diversos conceptos.Ahora bien, la información de su periódico incluía un error de bulto que no va con el decide, interés que desean ustedes poner en cuanto se relacione con la cultura. El error es de índole y se refiere al estamentode desposada con don Luis. Que no era "deorigen plebeyo". Se trataba de la hija de los aragoneses condes de Torreseca. Pero ese mismo hecho del título nobiliario de sus padres es cosa totalmente secundaria aquí, pues se adivina en la redacción que el error histórico y sociológico es de más toesas en profundidad; y como se trata de errado enfoque muy común, quiero ponerle la punta del bisturí encima, sin ánimo de dañar.

La oposición de Carlos III a esta boda ha de ser, muy por supuesto, entendida colocándonos en la época, y en modo alguno en 1980. No sólo entonces, sino hasta muchísimo más tarde, existió oposición en las familias reinantes -o de sangre real, aunque no reinaran- a matrimonios «desiguales», que eran llamados «morganáticos». Para ello, ninguna falta hacía el requisito de pertenecer a lo que llamaban «el pueblo llano». Condesa era la enamorada de Rodolfo de Habsburgo, y es sólo un ejemplo entre docenas. En este tema, la propia generación europea de nuestro tiempo ha tenido que llegar, para presenciar el cambio, hacia una actitud más normal.

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Veamos ahora en qué consiste lo que digo que oculta, bajo el agua, el iceberg. Estamos ante la idea, equivocada -histórica y sóciológicamente- de que existe una nobleza regia y una nobleza titulada, y punto. ¡Qué error, qué inmenso error! Ateniéndonos al país que más importa, -que es el nuestro, ha sido reconocida siempre una nobleza no regia, ni necesariamente poseedora de un título, nobleza de rango menor, sin género de duda, pero en la que cuantos especialistas han tratado el tema asientan el fundamento mismo de toda nobleza: los llamados en una parte de España hijosdalgo, y en la corona aragonesa, infanzones. Son muchas las decenas de miles de familias españolas, desde el cabo de Finisterre al cabo de Creus, y descendiendo de esas montañas galaicas, asturianas, cántabras, vascas, navarras, oscenses y catalanas, que, confrontadas con el calificativo de «burguesas», podrían extraer del bolsillo una papeleta de trabajo en la que se viera escrito esto: «Burgués: insulto que mi humilde familia de aldea ha recibido de la Revolución Francesa.»

¿Defensa de un mundo generalmente admitido como muerto, o puntuación erudita que históricamente resulta, en sociología, exacta? No es lo sustantivo la envoltura o la apariencia, sino el meollo y la almendra. Nunca he olvidado aquella voz de anciano, ronca y emocionada, que dijo lo que sé de memoria en inglés: «Nunca admitáis que se pueda decir que la edad de la hidalguía pertenece al pasado. » (Sir Winston Churchill, la tarde de la coronación de su soberana, 1951) (La palabra que por hidalguía traduzco es chivalry, y viene a significar lo esencial: caballería, hidalguía.)

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