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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Contra la libertad de información

ESTE PAIS había conseguido en los últimos cuatro años un aceptable nivel de libertades informativas; el Instituto Internacional de Prensa, en su reciente informe anual, llegó a cualificarlo de «elevado» en un contexto de regresión informativa mundial, y acaso no resultaría excesivo afirmar que donde más lejos ha llegado la joven democracia española ha sido en el terreno de la libre circulación de las noticias. No ha sido un fenómeno casual, ni esta libertad nos ha caído del cielo. La profesión periodística luchó por la consecución de estas libertades desde bastante antes de la muerte de Franco (podría establecerse una «fecha frontera», coincidente con el nacimiento de Cuadernos para el Diálogo), consolidó unas ganancias a disfrutar por todos en el interregno de la «transición política» y los partidos parlamentarios acogieron finalmente esos principios de libre información en la carta constitucional; acaso con exceso de detalle.No es baladí, ni sectario, dentro del mundo informativo, recordar lo que ya es historia: que la prensa escrita, con todas sus limitaciones, fue pionera en esta batalla por uno de los más elementales e indiscutibles derechos democráticos. Tanto es así que podría recuperarse la decimonónica acepción de la «libertad de imprenta», circunscrita a los impresos periódicos, para señalar la batalla por la recuperación de la libre circulación de las noticias. La radio aportó, inmediatamente después, su importantísima contribución a esa batalla (sus condicionantes eran más fuertes que los de la prensa escrita) y la televisión ha desdeñado, presumiblemente por largo tiempo, el trabajo de sus profesionales y el interés colectivo en aras de una torpe y grosera política de facción.

En cualquier caso, ya empieza a apuntar toda una pléyade de «guardias de tráfico» de las libertades informativas que caen directamente sobre la prensa escrita. Esgrimiendo un completísimo arsenal de sofismas, Luis María Ansón, en nombre de unas asociaciones de la prensa, que durante el franquismo se vieron manipuladas y corrompidas y encontraron la peor picaresca de su historia (Franco recibió el carné de prensa número uno de la de Madrid), ha puesto en circulación un estatuto de la profesión periodística que, antes que defenderla, le pone límites y la reduce. Otro proyecto de ley de información o de desarrollo de esta libertad constitucional ha sido elaborado por el partido del Gobierno a través de su Secretaría de Estado para la Información. Es obvio que para algunos ha llegado la hora de poner límites a la «libertad de imprenta».

No es una frase hecha aquella que estima que la mejor ley de información es la que no existe. Las leyes ordinarias bastan para garantizar los posibles excesos o irresponsabilidades de los periodistas. Ahora se le quiere poner puertas al campo de la libre información a base de registros de empresas periodísticas dependientes del Gobierno, colegios profesionales de informadores amarrados al carné corporativista (un invento de la Italia fascista), la mala traducción del «"editor"» anglosajón -el auténtico director del diario- en las figuras de un director y un editor con papeles profesionales entrelazados y desdibujados, el establecimiento de «carnés» que permiten graciosamente el ejercicio de un periodismo de segunda división, como «fotógrafo», «dibujante» o «colaborador», y la curiosa tesis de que para dirigir un diario es necesario un carné expedido por una corporación que se lo negó antaño a Joaquín Ruiz-Giménez, en un ruin intento político de obstaculizar la salida de Cuadernos para el Diálogo, y que no tiene la mínima intención de exigírselo a Fernando Arias-Salgado para dirigir el mayor medio de comunicación social de este país.

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La garantía de la libre circulación de noticias no reside en esta proliferación de estatutos profesionales, registros, colegios, proyectos de ley, que ahora nos llueven. Son otros los problemas de la libertad de información: unas ayudas estatales a la prensa cada día menos objetivas y más coaccionadoras, la corrupción creciente de profesionales (con carné o sin carné) alimentados por los fondos de reptiles que distribuye el partido del Gobierno, la conversión de algunas oficinas de prensa oficiales en simples generadoras de propaganda personal, la indiferencia culpable con que se contempla el cierre o desaparición de publicaciones que contribuyeron notablemente al advenimiento de esta democracia, el escándalo financiero, cultural e informativo de RTVE, el monopolio de las Hojas del Lunes sobre la información general matutina de ese día, etcétera.

De estos y otros problemas, no menos graves, no hablan ni el señor Ansón ni las asociaciones de la prensa que preside; organismos que desgraciadamente no han sabido superar su etapa de grupos de presión corporativa y que es preciso revitalizar, poner al día, limpiar de auténticos intrusos, de funcionarios del poder, y convertir en verdaderas asociaciones de periodistas responsables, y no en cotos de privilegios o de graciosos servicios al que manda. La Federación de Asociaciones de la Prensa no regenta, hoy por hoy, numerosamente a la profesión, y lo que es peor, no la defiende. ¿Cómo ha de hacerlo? Su presidente es nada menos que el de la agencia oficial de noticias Efe, que recibe más de mil millones del presupuesto del Estado pero que no hace ningún tipo de estatuto que garantice su autonomía del poder político. Y, en cualquier caso, esa Federación carece por el momento de títulos sociales para aparecer como paladín de la libertad de expresión que desde bastantes años unos profesionales de la información (redactores, directores, editores) tuvieron que defender sin su amparo y hasta a sus espaldas.

Esta profesión y esta sociedad pueden necesitar de una especie de Press Council, modelo británico perfectamente asimilable. Una institución de este corte podría garantizar la libertad informativa a que tiene derecho la ciudadanía y la profesión sin interferencias con el poder del Gobierno, vigilando la monopolización del poder informativo y la correcta actuación de los medios y sus profesionales. Un verdadero autocontrol, por completo desvinculado de los poderes públicos y en permanente contacto con el poder judicial, que nos alivie de la sumisión administrativa a la que a todos se nos pretende condenar.

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