La estrategia económica socialista
EL RESTABLECIMIENTO de las instituciones democráticas en España deparó al PSOE, tras un largo período de latencia o de lucha política clandestina por la supervivencia, algunas notables sorpresas. De un lado, las transformaciones de la sociedad española a lo largo de cuatro décadas había cambiado el carácter de su vieja clientela electoral, hasta el punto de hacerla difícilmente compatible con los postulados obreristas y paleomarxistas de la tradición pablista. De otro, la profunda crisis económica que viene sacudiendo a la economía mundial desde comienzos de la década de los setenta había puesto de manifiesto las insuficiencias de la política económica socialdemócrata para combatirla y desacreditando parcialmente ese intervencionismo estatal sobre el que había descansado la prosperidad europea de la posguerra.Los socialistas españoles se encontraron así enfrentados con el doble desafío de unas bases sociales muy distintas a las del pasado, para las que la retórica caballerista o el marxismo doctrinario resultaban inadecuadas, y de una compleja coyuntura económica, imbricada, para bien y para mal, en las vicisitudes del mercado mundial, frente a la cual las recetas ensayadas e instrumentadas por los laboristas británicos o los socialdemócratas continentales durante su período de auge no parecían ya tan válidas como antaño.
Seguramente estas son las razones de fondo que subyacen a esa sensación de indefinición y a ese carrusel de contradicciones y vacilaciones que han marcado la corta vida del PSOE desde su renovación con el Congreso de Suresnes hasta el último Congreso Extraordinario. No es sólo que fuera un partido joven y nuevo, en el sentido de que los miembros de su dirección, bajo el liderazgo de Felipe González, y la inmensa mayoría de sus cuadros eran militantes de corta experiencia que habían roto la continuidad con el exilio y con la vieja dirección de Toulouse. También era distinta su clientela, tanto por el aumento de la influencia comunista en las capas más combativas de la clase obrera industrial como por el crecimiento en la sociedad española de un numérica mente importante sector terciario inclinado a votar a los socialistas, y eran distintos los retos a los que tenía que hacer frente. La polémica sobre el marxismo, tan deplorablemente llevada por unos y por otros, fue, en última instancia, una forma ideologizada y escolástica de discutir cuestiones que tenían mucho más que ver con las realidades de la instalación social y política del PSOE que con las concepciones del mundo, la fillosofía de la historia o la metodología.
Precisamente una de las cosas más notables de aquel XXVII Congreso, al que la dimisión de Felipe González confirió un inesperado clima dramático, fue que los delegados, entregados a la tarea de debatir, con tanta pasión y ardor como imprecisión y desconocimiento, el legado marxista, no llegaran a discutir hasta el final y no pudieran aprobar un programa económico para su partido. Aunque la inmadurez y el desorden organizativo del PSOE influyeran también en esa clamorosa ausencia, tal vez constituyó un factor comparativamente más poderoso el desconcierto que viene produciendo a los socialistas más responsables comprobar que su tradicional apuesta a favor de la intervención estatal en los mecanismos del mercado, el crecimiento del sector público y el aumento del gasto como procedimiento para reanimar la actividad económica y reducir el paro ha dejado de tener el respaldo de muchos expertos económicos de segura solvencia y carentes de prejuicios conservadores. La vigorosa ofensiva de corte neoliberal, que arroja sobre las interferencias de la burocracia, la hipertrofia estatal y la ineficiencia del sector público, las responsabilidades de la crisis y propugna devolver al mercado la entera libertad para asignar los recursos, no puede ser desechada con réplicas caricaturescas o juicios de intenciones, sino que exige a los defensores de una creciente intervención estatal en la economía, una profunda reflexión sobre sus planteamientos y sus propuestas.
La publicación del documento de trabajo, titulado Estrategia económica socialista, es, con independencia de sus aciertos y de sus fallos, la primera manifestación de que el PSOE comienza a tratar de situarse en el nuevo ámbito de problemas y desafíos que crea a un partido instalado en viejas tradiciones de estatalizaciones e intervencionismos la crisis fiscal del Estado, la imposibilidad de reducir el paro, sin desatar al tiempo una inflación galopante mediante un incremento del gasto público y el impresionante récord de despilfarro e ineficacia de la empresa pública en nuestro país. Las cuestiones planteadas en ese documento, que no es todavía un programa económico de Gobierno, pero que, al menos, deja atrás la demagogia y verborrea de esas plataformas electoralistas que prometen abundancia para todos y la satisfacción simultánea de reivindicaciones abiertamente contradictorias entre sí, pueden servir para un debate estimulante y clarificador acerca de las grandes prioridades y opciones hacia el futuro.
La experiencia ha demostrado que las antiguas recetas de la política económica de inspiración keynesiana se han desgastado con el uso y que la salida de la actual crisis, de alcance mundial, no va a realizarse por los mismos caminos que llevaron a la prosperidad de la posguerra. Pero tampoco es seguro que el renacimiento de la fe en la mano invisible del mercado, reacción ante los límites de las estrategias socialdemócratas, que a veces se reviste con molestas connotaciones a la moda y que todavía no ha pasado por la prueba de la práctica, no lleve aparejados riesgos y peligros que el neoliberalismo, en ocasiones defendido con la furia del converso por antiguos intervencionistas, descarta con excesiva facilidad y desenvoltura.
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