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Tribuna
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La compasión en la guerra civil

El título, lo reconozco, tiene algo de siniestro; resulta dramático que pueda parecer una muestra de humor negro. ¿Compasión en la guerra civil? ¿Compasión entre los autores, activos o pasivos (por hacer o por dejar de hacer), de los «paseos», de los fusilamientos civiles, de los fusilamientos militares, de las cárceles y de los campos de concentración?La reacción es natural, y por ello este artículo es periodístico, en cuanto sigue la vieja áxima de que es noticia que un hombre muerda a un perro, y no lo contrario. En este caso, lo asombroso, lo que está fuera de lo natural, es que entre aquellas fieras hubiese quienes pidieran en voz alta el cese del crimen -no digo gratuito, porque todos los crímenes son gratuitos-, pero sí el de la muerte de un hombre desarmado cuando, al no representar peligro, no puede hablarse de legítima defensa. Me refiero al asesinato puro y simple del que tantos compatriotas de uno y de otro lado se hicieron responsables durante la malhadada guerra de 1936.

Las excepciones fueron pocas; tan pocas que las he tenido que buscar casi con lupa. Recordadas por orden de aparición, la primera fue la de Indalecio Prieto, en un discurso pro nunciado por radio el día 8 de agosto de 1936. Apenas iniciada la contienda, y tras animar a los combatientes de la República informándoles que las reservas de oro, insustituibles para ganar una guerra, estaban todas en manos del Gobierno de Madrid, hizo un llamamiento apasionado a las masas antifascistas; aludiendo como posible causa de los «paseos» al anhelo de venganza ante lo que hacían «los otros», dijo:

«... Por muy fidedignas que sean las terribles y trágicas versiones de lo que haya ocurrido y esté ocurriendo en tierras dominadas por nuestros enemigos; aunque día a día nos lleguen agrupados en montón los nombres de camaradas, de amigos queridos en quienes la adscripción a un ideal bastó como condena para sufrir una muerte alevosa, no imitéis esta conducta; os lo ruego, os lo suplico... ¡No los imitéis! ¡No los imitéis! Superadlos en vuestra conducta moral; superadlos en vuestra generosidad.»

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La dureza para el frente...

«Yo no pido, conste, que perdáis vigor en la lucha, ardor en la pelea. Pido pechos duros..., pechos de acero; pero corazones sensibles, capaces de estremecerse ante el dolor humano y de ser albergue de la piedad, tierno sentimiento sin el cual parece que se pierde lo más esencial de la grandeza-humana.» (El Socialista, Madrid. 9 de agosto de 1936.)

Unos meses más tarde, en el campo contrario, se elevaba otra voz con el mismo propósito. Esta vez, el ruego del jefe socialista lo hacía el obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea. La ocasión era la entrega de insignias a las nuevas socias de Acción Católica, pero, desde las primeras palabras, se vio claro que el prelado quería, sobre todo, dejar oír su voz contra el trágico espectáculo de los «paseos» en el lado nacional.

«¡Perdón, perdón! Sacrosanta ley del perdón. No más sangre, no más sangre! »

Como Prieto, el obispo distingue la violencia normal que en una guerra se desarrolla en el campo de batalla con la cobarde de la retaguardia.

«No más sangre que la que quiere el Señor que se vierta, intercesora, en los campos de batalla para salvar a nuestra patria gloriosa y desgarrada. »

El prelado hace también una salvedad acerca de los juicios que se celebren en la España nacional, y que siendo «legales» tienen derecho a matar. Y, aun así, reclama unas garantías morales muy difíciles de encontrar en la apasionada España del tiempo.

«No más sangre que la decretada por los tribunales de justicia, serena, largamente pensada, escrupulosamente discutida, clara, sin duda, que jamás será amarga fuente de remordimiento.

Y no otra sangre. »

Luego abunda en la misma tesis de Indalecio Prieto sobre las represalias. «No los imitéis.

«Nosotros no podemos ser como nuestros hermanos de la otra banda; esos hermanos ciegos, envenenados, que odian, que no saben de perdón. No podemos ser como ellos; hemos abrazado una ley de perdón y en ella nos apoyamos para que Dios nos perdone. »

Y termina:

«... Que mueran los odios.

Ni una gota más de, sangre de castigo. » (De la prensa navarra, 15 de noviembre de 1936.)

La idea general que preside los actos de los asesinos de uno y otro lado es la seguridad de que en la zona opuesta no hay más que monstruos a los que aniquilar, seres indignos de lástima. Prieto fue censurado por Largo Caballero porque en el discurso citado habló de hermanos y compatriotas. «Ni hermanos, ni compatriotas, ni españoles» afirmaba Claridad, el 10 de agosto de 1936. «Las fieras antihistóricas y salvajes no merecen ninguno de estos nobles títulos. La misma alarma se manifestó en la derecha extrema de la España nacional cuando el obispo usó la palabra «hermanos» para hablar de unos enemigos engañados. Y esa alarma se intensificó cuando al sacerdote se unió el militar; al obispo, el general. Se trata del discurso de Yagüe, el 19 de abril de 1938, en Burgos, discurso casi desconocido porque mereció inmediatamente la censura literaria y la reconvención oficial al héroe que se permitía decir cosas como estas:

«La virtud más grande que informa a nuestros guerreros es la nobleza..., cuando extenuados de marchas inauditas, cuando rotos sus nervios de estar sujetos horas y horas a peligros, cuando tienen contristado su ánimo de ver caer a su lado los camaradas mejores se encuentran con prisioneros rojos. En ese momento en que todas las crueldades tendrían disculpa y todas las venganzas explicación, lo primero que hacen nuestros guerreros es alargarles su bota y su petaca y, cuando ven que han satisfecho su necesidad material, les extienden los brazos y los estrechan contra su corazón. »

Yagüe toca después otro punto sensible. Los prisioneros políticos, los «rojos» de las cárceles, empezando con una cifra aterradora...

«En las cárceles hay camara das, miles y miles de hombres que sufren prisión, ¿y por qué?, por haber pertenecido a algún partido, a algún sindicato. Entre esos hombres hay muchos honrados y trabajadores que con poco esfuerzo se incorporarían al movimiento. Son muchos que, engañados o forzados, han cotizado en un sindicato. No creo que este delito sea más grave que el que cometieron aquellos burgueses y aquellos comerciantes que daban sus anuncios y su dinero a los periódicos socialistas.... hay que ser generosos, camaradas... »

Yagüe advierte de la injusticia que representa que un soldado enemigo sea perdonado inmediatamente si se pasa con el fusil mientras se mantenga entre rejas, sólo por su pasado, a quien nunca ha disparado contra los nacionales.

«Yo pido a las autoridades que revisen expedientes y revisen fichas. Que lean antecedentes y que vayan poniendo en libertad a esos hombres para que devuelvan a sus hogares el bienestar y la tranquilidad, para que podamos empezar a desterrar el odio ... »

«En esta labor de perdón y de olvido, en esta labor tan necesaria, ¿vamos a prescindir de tantos y tantos miles como ahora están apartados de nosotros y que iráh aurnentando día a día. No. Hay que perdonar y hay que olvidar. » (Diario de Burgos, 19 de abril de 1938.)

Conceptos parecidos los había expresado el presidente de la República Manuel Azaña unos meses antes, en el aniversario del principio de la guerra. Tratándose de una oración beligerante, él, como Yagüe, no puede dejar de hablar del «enemigo», pero también procura discriminar en ese enemigo general para salvar a los más posibles de la venganza del vencedor que, en este caso, imagina será la República.

«...debe afirmarse, yo lo he afirmado siempre, que ninguna política se puede fundar en la decisión de exterminar al adversario, no sólo y ya es mucho porque moralmente es una abominación, sino porque, además, es mate rialmente irrealizable y la sangre injustamente vertida por el odio con propósito de exterminio renace y retoña y fructifica en frutas de maldición ... »

Y recuerda una característica española tremenda, la que denunciara un poeta de su bando, Antonio Machado, el de «la sombra de Caín» sobre los campos hispánicos...

«Odio y miedo causantes de la desventura de España, los peores consejeros que un hombre pueda tomar para su vida personal y sobre todo en la vida pública. »

« ... No. La generosidad del español sabe distinguir entre un culpable y un inducido o un extraviado ... » (De la prensa republicana, 19 dejulio de 1937.)

Lo que fue sólo incisión dentro de un discurso que acababa con vivas a la libertad, a la República y a España se convertirá, un año más tarde, cuando la cifra de muertos se haya multiplicado en la espaciosa y triste España, en un deseo final que resulta casi una oración.

« ... Mas cuando los años pasen, las generaciones vengan y la antorcha pase a otras manos y se vuelvan a enfrentar las pasiones de unos y otros, pensad en los muertos que reposan en la madre tierra y que nos envían destellos de su luz de que la patria debe a todos sus hijos piedad y perdón. » (De la prensa republicana, 19 de julio de 193 8.)

Estos son mis testigos. Es posible que hayan surgido en los dos bandos otras voces responsables pronunciando en público palabras parecidas, pero yo no las he encontrado. Y aseguro al lector que las he buscado con mayor tesón que en cualquiera de las investigaciones históricas emprendidas a lo largo de mi carrera. Porque en este caso no se trataba de un punto más para comprobar una tesis; en este caso se trataba de encontrar un poco de humanidad y amor entre la violencia sin nombre que agitó a los españoles en aquellos años vergonzosos de nuestra historia. No me ha sido posible hallar más ejemplos en los que el amor le pudiese al odio que auguraba al vencido la destrucción total. Por eso, por tratarse de excepciones en el ambiente general de la guerra resultan, decía, válidas, periodísticamente hablando.

... tan válidas como tristes.

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