Presiones sobre el poder judicial
EL AFIANZAMIENTO de las instituciones democráticas forzosamente tiene que atribuir al poder judicial el papel que le corresponde en el buen funcionamiento de un Estado de derecho y en la salvaguardia y protección de las libertades ciudadanas. Condición indispensable para ello es el fortalecimiento de su independencia frente a esas invasiones de su terreno a las que los gobernantes son proclives.A este respecto podría decirse del fiscal general del Estado, señor Fanjul, que, independientemente de su probada honestidad profesional, se ha asomado en diversas ocasiones a la política militante con grados elevados de compromiso y un destacado puesto en la lista electoral por Madrid de UCD. Tal vez la designación como fiscal general del Estado de una personalidad de reconocida independencia partidista desvanecería cualquier recelo acerca de las tentaciones gubernamentales de presionar, desde la carrera fiscal, el funcionamiento neutral del poder judicial.
Como sea, en las últimas semanas se han producido algunos acontecimientos que tal vez hubieran exigido una mayor diligencia y rapidez del fiscal general del Estado en sus actuaciones. Por ejemplo, ha sido la parte interesada, y no el ministerio fiscal, quien ha interpuesto ante la jurisdicción ordinaria la acción pertinente para pedir la inhibición de la jurisdicción militar en el procesamiento del director de Diario 16. Y la denuncia ante el juez de Navalcarnero, realizada por diputados del PCE a título personal, a propósito de la auditoría del Ministerio de Hacienda de Televisión Española, quizá hubiera podido evitarse si el ministerio fiscal hubiera puesto antes en marcha el mecanismo de la justicia.
Por lo demás, el recorte del ámbito de competencias de la jurisdicción ordinaria no proviene sólo del cruce de la jurisdicción militar en casos como el de Miguel Angel Aguilar o El crimen de Cuenca. La decisión del Gobierno de expulsar de España a un ciudadano soviético, que no gozaba de inmunidad diplomática, por presuntas actividades de espionaje, ha privado a los tribunales del conocimiento de un delito contra la seguridad del Estado que, de resultar probado, debería ser castigado con toda severidad y firmeza. No hay razón que justifique que el empleado de una compañía aérea extranjera, acusado de graves actuaciones contra la seguridad nacional, sea juzgado por el poder ejecutivo y condenado a la benévola condena de regresar a su país, en vez de responder de su comportamiento ante el poder judicial y visitar las cárce les españolas si así lo merecía.
En este mismo camino de limitaciones o hipotecas de la indispensable independencia de nuestros tribunales está el regreso, apenas enmascarado, a las jurisdicciones especiales, disfrazadas esta vez de jurisdicciones especializadas. Aunque la Constitución sienta, en el artículo 117, el principio de la unidad jurisdiccional y prohíbe los tribunales de excepción, el Gobierno y su grupo parlamentario parecen empeñados en privar a los ciudadanos del derecho al juez ordinario que el artículo 24 de la Constitución les garantiza. La mejor prueba de este criticable y peligroso deslizamiento hacia lamentables prácticas del pasado fue que el inconstitucional decreto-ley de 23 de noviembre de 1979 no sólo prolongó la vigencia de la llamada ley Antiterrorista de 4 de diciembre de 1978, sino que además amplió desmesuradamente las competencias de la Audiencia Nacional para hacerle entender de cuestiones tan pintorescas y absolutamente desvinculadas de las bandas armadas como la falsificación de moneda, el tráfico de drogas, los fraudes alimenticios, la prostitución organizada y el escándalo público por medio de publicaciones, películas u objetos pornográficos cuando «produzcan efectos» en lugares pertenecientes a distintas audiencias provinciales. Este inconstitucional, abigarrado y folklórico decreto-ley ha servido precisamente para que sea un juzgado de la Audiencia Nacional, y no el juez natural, quien haya dictado auto de procesamiento, por presunto delito de escándalo público, contra el editor de El libro rojo del cole. De manera insólita para un comportamiento delictivo cuya pena prevista es de arresto mayor, y que, por tanto, no da lugar a prisión provisional, el señor Martínez Ros ha tenido que depositar una acaso excesiva fianza, para la garantía de su comparecencia al juicio oral.
Este procesamiento puede servir para ilustrar otra amenaza real contra la independencia de la judicatura. La desmesurada campaña orquestada contra este librito, cuyo contenido era conocido desde hace muchos años en Europa y desde hace varios meses en España, parece, por su histeria y su crispación, la versión de derechas de la fábula de los «caramelos envenenados», propagada por la izquierda en tiempos de la II República.
El editor de El libro rojo del cole ha sido procesado por «escándalo público», esto es, por sus presuntas ofensas al pudor y a las buenas costumbres. Lástima que el delito de escándalo público no cubra también las ofensas al pudor y a las buenas costumbres de ese sector de la sociedad que ve con desagrado los desvergonzados autobombos y la apenas encubierta dilapidación de fondos públicos de Televisión Española.
Pero el caso del editor Martínez Ros es sólo un ejemplo de esas indebidas presiones ambientales o institucionales sobre la independencia del poder judicial. Se anuncia para esta semana un apretado programa de manilfestaciones y actos públicos en Madrid para turbar la calma y serenidad que necesitan los magistrados que van a pronunciarse sobre la matanza de Atocha. Que la ultraderecha iba a tratar de suscitar desórdenes callejeros en este momento era, hasta cierto punto, previsible. Resulta, en cambio, simplemente inconcebible que grupos de la izquierda parlamentaria o extraparlamentaria se apresten a contestar a esas eventuales provocaciones con otros altercados o a ensayar sus propias formas de presión callejera sobre el tribunal precisamente cuando, más de tres años después de los hechos, ese demorado y torpedeado sumario llega finalmente al juicio oral.
La independencia de nuestros jueces recaba, como puede verse, mayor serenidad por parte de muchos.
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