Las flores del mal
LA RESPUESTA del ministro del Interior, en el Pleno del Congreso, a la interpelación del Grupo parlamentario Socialista sobre el asesinato de Yolanda González y de Vicente Cuervo apenas ha ofrecido nueva información acerca del doble crimen, y sólo se ha hecho eco de forma indirecta de las noticias publicadas ese mismo día en la prensa sobre las posibles connivencias de un policía nacional y un guardia civil en las tristes hazañas del llamado Batallón Vasco Español. El señor Ibáñez Freire ha negado que hubiera otros implicados y ha afirmado que podía haber, en cambio, otros relacionados, a propósito de las eventuales conexiones de algún miembro de las fuerzas de seguridad del Estado con los asesinos de Yolanda Gutiérrez. Es de esperar que los resultados de la investigación policial y de la instrucción del sumario desplieguen de forma palpable y concreta unas diferencias que las palabras, por su propia naturaleza, no siempre logran precisar.Pero la intervención del ministro ha sido notable en otros aspectos que afectan a la concepción general del orden público en una sociedad democrática. En este sentido, sus palabras en el Congreso son un elogiable paso en la tarea de definir los derechos y los deberes del aparato del Estado en un dominio que tantas heridas ha producido en el pasado en la sensibilidad ciudadana. Queda sólo por formular el deseo de que esos acertados planteamientos teóricos sean llevados a la práctica.
En primer lugar, el ministro del Interior ha ratificado, aun sin utilizar la expresión, que el Estado, como tal institución, posee el monopolio legítimo y exclusivo de la violencia. De un lado, el Estado no puede hacer dejación de esa facultad a grupos o individuos que resuelven hacerse la justicia por su mano, y menos si se trata de funcionarios que deciden hacer horas extraordinarias por su cuenta utilizando las armas, las conexiones y las informaciones de su oficio. De otro, la aplicación coactiva de las leyes, aprobadas por un Parlamento elegido por sufragio universal, sólo puede hacerse de acuerdo con los procedimientos establecidos en nuestro ordenamiento jurídico y con el respeto a los derechos y libertades ciudadanos garantizados por la Constitución.
En segundo lugar, el señor Ibáñez Freire ha salido oportunamente al paso de quienes pretenden distinguir entre un terrorismo «malo» y ofensivo y otro terrorismo «bueno» y defensivo, el primero puesto en práctica por ETA, y el segundo, realizado por la ultraderecha. Ha expresado así su condena «sin paliativos ni excepciones contra quienes predican o practican el terrorismo, aunque pretendan disfrazarlo como una respuesta al mismo», pues «terrorismo contra terrorismo es más terrorismo».
En tercer lugar, el ministro del Interior ha dado un paso, aunque corto y excesivamente prudente, para dar estado oficial al hecho evidente de que existe un terrorismo de ultraderecha. Tampoco en este caso es fácil interpretar las sustanciales diferencias establecidas en su intervención entre «una auténtica organización», cuya existencia el señor Ibáñez Freire niega, y las «conexiones mutuas, más o menos esporádicas», de esos matones que, «en nombre de unos supuestos ideales», cometen «los más execrables asesinatos». Y para nada ayuda a la clarificación de los hilos que componen nuestra trama negra que el ministro del Interior no se haya pronunciado, en la forma que fuere, sobre el significado que tiene, en el terreno institucional, la militancia de los asesinos de Yolanda González en Fuerza Nueva.
Finalmente, el crimen del llamado Batallón Vasco Español ha dado ocasión para que se levante el gran tabú que tanto daño ha hecho, en el período de la transición, al respeto que los ciudadanos de una sociedad democrática deben tener a los cuerpos de seguridad como institución. Se trata, en suma, de que el Gobierno ha aceptado, aunque sólo sea por ahora a nivel de hipótesis, la evidente posibilidad de que determinados servidores de las Fuerzas de Orden Público, de manera aislada o con un embrión organizativo, estén utilizando su posición para dirimir por su cuenta, fuera de la disciplina, de las leyes y del marco institucional, y empleando a su arbitrio la violencia, conflictos de orden político, ideológico o personal. Nunca sabrá el Gobierno el irreparable daño que hizo a las perspectivas de paz y convivencia en el País Vasco el negar que las bandas de incontrolados pudieran estar formadas por miembros de las Fuerzas de Orden Público de paisano. A este respecto, el testimonio del señor Miralles, en la rueda de prensa celebrada ayer, sobre las eventuales colaboraciones prestadas a los autores de la matanza de Atocha por miembros de servicios estatales de seguridad o información, debe ser motivo de serias reflexiones.
Para concluir, no cabe sino registrar que el señor Ibáñez Freire ha empeñado su palabra de honor al afirmar que nunca permitirá que quede a salvo de la ley «cualquier presunto culpable, sea cualquiera su pertenencia, profesión, actividad o vestimenta», y que llevará las averiguaciones hasta sus últimas consecuencias «en el hipotético caso de que miembros de las fuerzas de seguridad del Estado se viesen implicados en algún hecho delictivo». Nos alegramos por el orden constitucional y por las libertades ciudadanas. Y también porque ese es el único camino para que las Fuerzas de Orden Público sean cada día más respetadas y estimadas por la sociedad civil, y para que los miembros de los cuerpos de seguridad que utilizan las armas y los uniformes al servicio de sus particulares fines -sean de orden personal, político o ideológico- no salpiquen con su deshonor a las instituciones a las que pertenecen.
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