Zamarramala eligió, un año más, sus alcaldesas
Siguiendo una tradición que se remonta a tiempo inmemorial, un año más, en honor a santa Agueda, las mujeres de la antigua colación segoviana de Zamarramala, hoy barrio incorporado a la capital, tomaron los atributos de mando y lo ejercieron festivamente ante el acatamiento general de los varones. Las alcaldesas, elegidas entre las mujeres casadas y viudas de la minúscula población, y su corte de aguederas, se hicieron fuertes, como es costumbre, en los límites del arrabal para recaudar el «peaje» a los visitantes, que cada vez en mayor número -la fiesta está declarada de interés turístico- se acercaron hasta el lugar.
Después de la procesión con la imagen de la santa, ante la que sólo pueden bailar las hembras, se hizo entrega de las distinciones de rigor, una de las cuales, el «matahombres de oro» (antiguo alfiler que utilizaban las mujeres para pinchar a los hombres durante el baile), recayó sobre el académico Camilo José Cela, en reconocimiento a un artículo publicado en Abc, titulado «La señora jilguero», con ocasión del nombramiento de Lourdes Pintassilgo como presidenta del Gobierno de Portugal. Cela, que ya se había referido a Zamarramala en su obra Judíos, moros y cristianos, respondió a una pregunta sobre su fama de machista afirmando que, en todo caso, él es «machista-leninista». La famosa «tajada» de chorizo cocido en vino blanco, regada con el áspero tinto de la tierra, y los sones de la dulzaina y el tamboril contrarrestaron lo desapacible del día de la «función grande» en Zamarramala.A media legua escasa de Segovia, unida por una serpenteante carretera que tiene su origen a los pies del Alcázar, junto a la simpar Veracruz -iglesia románica de planta hexagonal perteneciente a la antigua orden de los Templarios-, se alza Zamarramala, primero colación segoviana; más tarde, municipio independiente, y desde hace una década, barrio de la capital por mor del empeño en su incorporación que entonces mantuvo un gobernador civil de la provincia llamado Adolfo Suárez.
Zamarramala, sus mujeres, protagonizan cada año, en los primeros días de febrero, una de las fiestas más insólitas de la densa tradición castellana en honor a santa Agueda, mártir que fue, al parecer, de Quinciano, gobernador de Sicilia, mediado ya el tercer siglo de nuestra era. Se cree que la celebración data de 1227, fecha en que se cumple el primer centenario del traslado de las reliquias de la santa desde Constantinopla a Catania.
Lo primero que se encontrará el visitante recién llegado a la plaza mayor del lugar será probablemente la inscripción grabada sobre una lápida adosada a la vieja fuente: «Por privilegio inmemorial, las alcaldesas de Zamarramala gobiernan esta colación y recaudan peaje en la festividad de santa Agueda.»
La víspera del día principal, que suele posponerse al domingo siguiente de la festividad de la santa, en este caso el domingo día 10, el volteo de campanas, a cargo de los maridos de las alcaldesas, anuncia a los cuatro vientos la proximidad de tan esperada jornada; para entonces, las alcaldesas o mayordomas han tomado los símbolos de justicia, las varas de mando, de los ediles del lugar, y las notas de la dulzaina y el tamboril, instrumentos típicos de la tierra, comienzan a sonar entre la algarabía popular. Desde los albores de la mañana, las gentes, llegadas desde los puntos más cercanos y diversos, se apiñan, guiadas por verdadera devoción en unos casos, por simple curiosidad en otros, en torno a la plaza, a la espera de la procesión ritual. La imagen de santa Agueda es sacada en andas desde el templo por las féminas, y calle abajo, calle arriba, previa vuelta en derredor de la plaza, las alcaldesas y su corte de aguederas, con sayas y manteo, escoltan la imagen.
Después de la misa y el panegírico a la mujer zamarriega por Luis Ayuso del Pozo, el inefable poeta-labrador, le llegará el turno a la quema del pelele. Alguna mujer se encargará de leer unas rimas alegóricas al caso, entre el regocijo general de las hembras, e inmediatamente después, las propias alcaldesas se encargarán de suministrar al «mono» el fuego «purificador».
En los últimos años se ha instituido la concesión de una serie de distinciones, que para algunos adulteran la esencia de la tradición, en tanto que otros afirman que entroncan perfectamente con el espíritu de la misma. Se trata de los nombramientos de aguederas de honor, que suelen recaer sobre las esposas de las primeras autoridades de la provincia, del título de ome bueno e leal, en esta ocasión Luis Felipe de Peñalosa, vizconde de Altamira, y de la concesión del matahombres de oro, un alfiler, que ha recaído este año sobre el académico Camilo José Cela.
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