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Tribuna
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Las cartas que tenemos

Los dos comportamientos prototípicos de la derecha social frente a la crisis son la trivialización y el catastrofismo. Cada vez que algo o alguien sacude el manzano del «orden establecido», sus guardianes nos administran, sucesiva y complementariamente, el mismo tratamiento: nos tranquilizan con la historia -que para algo es magistra vitae, y nos enseñan que la crisis es tan vieja como el hombre, y, sin embargo, hétenos aquí, poblando abundante y venturosamente el planeta- y nos intimidan con Sansón, que, como todos sabemos, se llevó por delante el templo y los filisteos.El objetivo de este doble comportamiento es obvio: detener la cuenta precisamente cuando la cadencia comienza a acelerarse. Su estructura operativa se apoya, en el primer movimiento, en la autoridad del saber, en el segundo, en el miedo. De estos dos usos, el primero, con su arrogante nihil novum sub sole, con su exquisita debelación de la «gran esperanza», me parece el más camandulero y miserable.

Empiezo, pues, por él, cometiendo la ordinariez de decir que sí, que la crisis existe, como existen sus manager, sus víctimas y, sobre todo, sí, sobre todo, sus beneficiarios. ¿Pues, cómo cabe negar que el rasgo más característico de este último tercio del siglo XX es, sin duda alguna, la crisis y, particularmente, la eficaz utilización que de ella están haciendo las clases dominantes, a nivel micro y macrosocial, a escala nacional y en la perspectiva mundial? La radicalidad del fenómeno se traduce en su generalidad -que alcanza a todos los sectores de la realidad y del imaginario social-, en su polimorfismo -modos y formas distintos de su aparición y consecuencias- y, de modo especial, en la elevadísima rentabilidad -económica, social y política- que supone para quienes la administran y vendimian.

Los datos que apoyan,esta afirmación son muy numerosos, y no es este el lugar de proceder a su exhaustivo repertoriaje. Por otra parte, este proceder equivaldría a caer en la trampa de encerrar la complejidad y la ambigüedad del proceso en una rígida vulgata de la crisis, con soluciones ya prescritas de antemano -meras contrafiguras positivas de sus negaciones y carencias-, cuyo último propósito sería el de que todo siguiera igual.

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Cuando, por el contrario, su núcleo de esperanza es el del salto hacia lo nuevo, el de la emergencia de posibilidades hasta ahora no previsibles. Por ello, frente a los sabelotodo que quieren que estemos definitivamente de vuelta cuando ellos no han estado nunca de ida, lo único que tal vez tenga sentido sea anotar unas pocas reflexiones que, sin reducir la trama crísica a una relación de indicadores, señale algunos de sus puntos de apoyo y de posible ruptura.

Crisis económica

En este sentido puede decirse que a la expansión económica de los años 1950 y 1960, que parecía que iba a instalar irreversiblemente la abundancia de bienes y la homogeneización social en los países desarrollados, ha sucedido la estagflación, con un continuo aumento del paro, magnitudes de crecimiento nulas o muy bajas y la aparición de nódulos de escasez cada vez más abundantes. Sin soluciones a la vista.

Por otra parte, hay que afirmar que el Tercer Mundo, que había aceptado el sistema económico mundial impuesto por las sociedades industriales euroatlánticas, así como su función en él -suministrar materias primas y consumir productos semi o totalmente manufacturados-, ha sufrido una notable degradación en su capacidad de intercambio, acentuándose sus diferenciales negativos respecto de aquéllas. Por esta razón, hoy, la contestación de dicho orden económico es unánime, y los países productores de petróleo lo someten a enérgicos y reiterados sobresaltos. Sin que apunte, por parte alguna, una seria hipótesis sustitutiva.

Finalmente, son numerosos los que sostienen que el consumo indiscriminado y sin límite como objetivo individual, y el mito de la producción como motor colectivo, la agudizada desigualdad de pueblos y naciones y la actual división internacional del trabajo, no pueden presidir los destinos de una humanidad en la que la miseria alcanza a casi 2.000 millones de personas, en la que diecisiete millones de niños mueren de hambre todos los años y en la que los recursos de la tierra han comenzado a mostrarse exangües. Sin que nadie proponga una alternativa mínimamente operativa y elaborada.

Crisis ideológica

Hasta la década de los setenta el horizonte utópico del socialismo revolucionario supuso para muchos un recambio real. La crisis, cuando aparecía, era la crisis de la economía capitalista y bastaba con cambiar la forma de organización económico-social de un pueblo (capitalismo por socialísmo) para ponerlo de nuevo en marcha en la historia. El acontecer económico y político de las repúblicas socialistas, determinadas experiencias en Africa y en Asia, y, de modo particular, el dramático destino de las revoluciones victoriosas de Vietnam y Camboya han problematizado, en bastante medida, y con la notable excepción de América Latina, este horizonte.

Por otra parte, ¿qué sentido tiene disimular que la estalinización y la desestalinización -Hungría, Checoslovaquia, el Gulag-, el enfrentamiento armado, mediante aliados interpuestos, de la URSS y China, y la reciente intervención soviética en Afganistán, han desarbolado de forma importante las esperanzas de la transformación socialista? El marxismo, horizont indépassable de notre temps, que escribiera Sartre, en 1961, ha pasado a ser -como imagen social dominante y con independencia de sus condiciones intrínsecas, del resurgimiento teórico marxista en el mundo anglosajón o de la opinión personal de quien esto escribe- una perspectiva teórica impugnable, incluso desde dentro de la misma militancia socialista y comunista, a la par que una práctica social en muchas ocasiones inservible y en otras, reprobada. La dimensión libertarla, reducida, en sus más conocidos portavoces actuales, a la consagración del hedonismo individual, carece para la gran mayoría de virtualidad suplantadora.

Pero precisamente este «desamparo» ideológico global coincide con una inquietante degradación de nuestra vida cotidiana y de sus pautas legitimadoras. Anotemos sólo algunas de sus más llamativas expresiones. La degradación del ecosistema; la violencia generalizada en el decurso social y político; el convencimiento de los ciudadanos de ser sólo datos manipulables para el uso y servicio de las burocracias estatales y de las empresas multinacionales; el despilfarro y la expoliación del patrimonio natural como supuesto necesario del crecimiento económico; la quiebra del trabajo como valor fundamental del bienestar de los individuos y de la persistencia de la sociedad, en cuanto que ya no hay trabajo para todos y en cuanto que la satisfacción profesional que genera -pautas de autorrealización, logro social y personal, etcétera- es cada vez más exigua; la masificación y el anonimato en las relaciones interpersonales y en los comportamientos sociales; el fin de las certezas, el surgimiento de la inseguridad de hoy y de la opacidad del mañana; el miedo señoreando la vida individual y colectiva de hombres y pueblos.

Todo lo cual entraña -inútil parece precisarlo- la bancarrota de una civilización, de sus «héroes» y de sus instituciones, de sus modos y de sus valores. Sin que nada nuevo -hombres y/o paradigmas- venga a ocupar su vacío.

El vacío como esperanza

Y precisamente de eso se trata, de que nadie lo ocupe, pues como dejó escrito Rousseau, sólo se destruye lo que se sustituye. Por ello, cuando la trivialización ,histórica no sirve -porque neppure si mouve- interviene el terrorismo cataclismático (quiero decir, nos aguijan todos los fantasmas de la crisis, desde los informes apocalípticos del crecimiento cero hasta las películas-catástrofe), cuyo primer y buscado efecto, como el de todos los terrores, es el de paralizarnos y cuya meta final es perpetuar la dependencia.

Pero la crisis es inseparable de su más allá, su razón de qer es su término, su vacío es su esperanza. A tapar ese vacío, a ocupar esa esperanza apuntan las grandes representaciones eclesiales de que somos objeto. No se trata del retorno auroral de los brujos que predijo, hace quince años, ese aplicado libertario de derechas que es Louis Pawels, sino del triunfo situacionista de la sociedad del espectáculo de Debords y Vanegheim, de la apoteosis del simulacro de Baudríllard.

Lejos de toda aventura interior, de todo riesgo de trascendencia, lo que nos cantan las últimas letanías de Bob Dylan, lo que nos ofrecen las últimas ceremonias clerical-populistas de Qom, Teherán, Roma o Puebla, lo que nos muestran los desbordamientos de paternalismo en olor de multitud de los líderes de las iglesias, lo que nos promete esta jet-religión de ahora, es lo de siempre: la simulación de nuestra seguridad, o más exactamente, de su representación simbólica, al precio de nuestra abdicación individual, de nuestra dimisión colectiva. O en términos de crisis: la sublimación de su vacío en nuestro vacío, la confirmación de su dominación en nuestro vasallaje.

Esa esperanza que es la sombra de la crisis no puede emerger en la circularidad de lo establecido, en los límites de lo reverlíble, como extrapolación de lo presente y cumplimiento de lo esperado, sino como ruptura social de lo dominante, como apuesta colectiva y Iblidaria a lo más improbable. Un improbable cuyas fronteras no son las de la irrealidad y el absurdo, sino que cabalga, confusa y obstinadamente, sobre los nuevos signos del tiempo. Por eso está ahí. A nuestro alcance.

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