La Conferencia de Madrid
LA CAMPAÑA contra la celebración de los Juegos Olímpicos de Moscú está envuelta en una niebla de histeria calculada que ha podido conducir a un presidente de Estados Unidos a enviar a Africa, como misionero del boicot, a un legendario y portentoso boxeador, pero inestable ciudadano, como Casius Clay, que ha terminado convencido de lo contrario de lo que iba a predicar. Ahora bien, una cosa son las olimpiadas y otra la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa, sobre la que no deberían trasladarse nervios, actos de propaganda o artificiales sobresaltos. Destruir los Juegos Olímpicos, o permitir que se celebren mutilados o faltos del viejo sentido deportivo que los justifica, puede ser una necedad o un tema de miles de millones de dólares, pero no va a tener efectos letales sobre la paz en el planeta. Interrumpir la Conferencia de Seguridad que ha de celebrarse en Madrid en el mes de noviembre supone, en cambio, un peligro cierto para la estabilidad mundial y un riesgo de endurecimiento de las relaciones mundiales. Seguramente por esa razón, el ambiguo comunicado emitido en París por el canciller Schmidt y el presidente Giscard pierde precisamente su ambivalencia cuando se refiere a la necesidad de proseguir las conversaciones en curso sobre la seguridad y la paz, aunque supedite su éxito a la salida de las tropas soviéticas de Afganistán.El más elemental sentido común indica que una negociación internacional sobre las posibilidades de paz es precisamente más necesaria cuando la propia paz está amenazada. En tiempos de bonanza política, las charlas sobre ese tema tienen una utilidad meramente verbal y burocrática. Es precisamente en las crisis cuando más necesario resulta sentarse en torno de una mesa, hablar y negociar. Aunque hablar sea discutir y enfrentarse y negociar suponga cesiones y contraprestaciones. La noción de éxito como valor previo es, naturalmente, dudosa. Una conferencia internacional no se prepara como un estreno de teatro o el lanzamiento de un best-seller, para conseguir un aplauso final en honor de los diplomáticos que la organizan y la celebran: su contenido no se elabora, no se escribe previamente, sino que se produce en el mismo acto. La discusión, incluso el enfrentamiento, forman parte aceptable de ese tipo de reuniones. Lo que no se puede hacer es evitarlas y suprimirlas. El ciudadano del mundo tiene derecho a exigir de sus gobernantes que se sienten y hablen.
La propaganda contra la celebración de la Conferencia, o a favor de supeditar su convocatoria a actos previos de una de las potencias invitadas, está produciendo una impresión falsa: parece como si la celebración de la Conferencia fuera una concesión a la Unión Soviética. De la misma forma se están presentando las nuevas negociaciones SALT como algo que conviene a la URSS, potencia que resultaría dañada con su interrupción. Con esto se está difundiendo, torpemente, una antipropaganda, contraria al efecto deseado: la de hacer suponer que es a la URSS a quien conviene la negociación y el desarme, lo cual la convertiría en protagonista del apaciguamiento. Que, en realidad, es un negocio de todos.
El interés de Europa en esta conferencia es, precisamente, el evitar que los temas de la coexistencia y la détente se conviertan en un diálogo de las dos grandes potencias, con su superficie visible pero también con otra gran zona invisible que puede desarrollarse sin conocimiento de los demás. No le interesa a Europa montar el caballo de la «guerra fría», que luego podría frenar a su capricho Estados Unidos cuando el daño en este continente -tan lesionado en su economía, tan alcanzado en sus relaciones sociales- fuera ya irreparable. La Conferencia inicial, en Helsinki, permitió la incorporación de naciones que no tenían, hasta entonces, voz ni voto en las cuestiones bilaterales: no es fácil olvidar que una de esas naciones fue precisamente España, aunque su representación de entonces -era la época del Gobierno Arias- nos condenara a la marginación o a un papel totalmente subalterno. El transcurso de los años y la lenta evolución de las circunstancias ha permitido que España, nación en que se va a celebrar la nueva fase, apuradas las de Helsinki y Belgrado, pueda aspirar, en razón de su no pertenencia a la OTAN, a que su proclamada neutralidad se trasluzca en hechos concretos y en un esfuerzo autónomo por la causa de la distensión mundial. La celebración de la Conferencia de Madrid daría a nuestros gobernantes la ocasión de hacerse oír mundialmente en una cuestión que debe estar en nuestra agenda moral: la procura de la paz. El interés de España es el de todos los países europeos: evitar que las cuestiones de la détente y de la convivencia o, por. el contrario, de la ruptura y la «guerra fría», sean mero fruto de un diálogo de dos, y no el resultado de la participación de todos.
La idea de la Conferencia en sí, y el simple hecho de dialogar con la URSS, es -como dijo el fanático Soljenitsin, a propósito de Helsinki- un medio de asegurar el dominio de la URSS sobre Europa es simplemente aberrante. No puede proceder de ningún juicio crítico razonable. El hecho de que naciones que quieren zafarse de la hegemonía soviética -como Rumanía- fueran sus principales defensoras y que esos Gobiernos sigan pidiendo la continuidad de la Conferencia indica más bien lo contrario.
El presidente Suárez y el Gobierno de UCD tienen, en el tema de la Conferencia de Madrid, una ocasión ideal para disipar la desconfianza y los recelos de aquellos medios de la opinión pública que no terminaron de tomarse en serio sus anteriores gestos -la asistencia a la Conferencia de La Habana, la entrevista con Arafat o la condena de los hegemonismos- en favor de una estrategia independiente, dentro de los modestos límites que puede permitirse un país de potencia media como el nuestro en el concierto de las naciones.
Hay razones evidentes, aunque sólo sean de orden geopolítico, que impiden a este Gobierno -y a cualquier otro Gobierno nacido de las urnas- salirse de la esfera de influencia de Estados Unidos. No se trata de sugerir imposibles históricos, sobre todo si éstos, además, serían tan indeseables como el ingreso en la órbita de la otra superpotencia, que demostró, primero en la Europa del Este y ahora en Afganistán, que el imperialismo puede disfrazar su atroz brutalidad con proclamas cínicamente internacionalistas. Pero, en cambio, resulta posible pedir al presidente Suárez que no convierta, retrospectivamente, sus ademanes en busca de un lugar digno para España dentro de la política planetaria, bien en simples devaneos para confundir a la opinión o para arrebatar durante algunos meses a la oposición sus banderas, bien en ensueños ideados en torno al globo terráqueo de su despacho y animados por el deseo de jugar en el escenario mundial. el papel protagonista que desempeñó durante la etapa de la transición, en el marco nacional.
España no se halla en condiciones de transformar sustancialmente, por la audacia y la inteligencia de sus gobernantes, la correlación de fuerzas en todo el planeta. Sin embargo, puede, y debe, contribuir con su grano de arena, en la medida de sus fuerzas y de sus posibilidades, a la decisiva tarea de contribuir a la distensión, favorecer la causa de la paz y evitar el holocausto apocalíptico de la tercera, y última, guerra mundial.
Así pues, la celebración de la Conferencia de Madrid debería convertirse en el objetivo central de nuestra estrategia diplomática. Porque, de otro lado, nada sería más triste y humillante para nuestra dignidad nacional que nos prestáramos, como en épocas pasadas, a desempeñar el papel de esos lacayos que superan a sus amos en la virulencia y el odio hacia la casa enemiga. En esta saga de montescos y capuletos en que se ha convertido la política mundial, una cosa parece ya clara: que mientras los señores estadounidenses y soviéticos se enemistan y arreglan entre sí de acuerdo con sus propias y enigmáticas necesidades, sean de orden electoral o de intrigas sucesorias, aquellos de sus clientes que se exceden en el cometido de sus misiones pueden terminar ofreciendo el lamentable espectáculo de los criados que creen en la veracidad de las pasiones de sus amos, siempre dispuestos, sin embargo, a la negociación y al arreglo cuando les conviene y les pete.
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