El testigo indeseable
NO SON estos buenos tiempos para la prensa en este país, y particularmente los últimos días han traído algún viento de fronda sobre la cabeza de periodistas y medios de comunicación. Mañana deja de editarse indefinidamente. el diario Informaciones, decano de los vespertinos madrileños, mientras las publicaciones barcelonesas del grupo Mundo buscan precariamente soluciones tecnológicas y financieras que permitan su supervivencia. Los expendedores de diarios y revistas han visto arder algunos de sus quioscos o han padecido amenazas o coacciones. El director de Diario 16, Miguel Angel Aguilar, ha sido procesado por un juzgado militar como consecuencia de unas informaciones publicadas por su periódico, de las que el encausado se ha hecho responsable, en tanto que director de la publicación, rindiendo el debido honor a la cláusula de secreto profesional, una de las piedras sillares sobre las que se asienta este oficio. Por último, un fotógrafo de prensa, redactor de este periódico, ha sido agredido severarnente por la fuerza pública cuando desarrollaba su trabajo, correctamente identificado.Esta hilación de sucesos no es, desde luego, el más grave panorama de los recientes años del periodismo español. Los que trabajan en las redacciones han tenido, en estos años de transición a la democracia, muertos, amenazas desmedidas, cascadas de procesamientos y agresiones individuales sin cuento. Pero un cierto entendimiento cabal del papel de los medios de comunicación como soportes de instituciones democráticas parecía haberse abierto definitivamente paso; ahora se advierten signos, por el contrario, de un regreso a la no lejana intolerancia en la que el portador de las noticias es el molesto intruso que molesta en la reunión.
Así, cuando parecía que todos habíamos asumido la cuota de beneficio que representa la pluralidad de expresiones informativas e ideológicas. en los quioscos de prensa reaparecen, impunes, los nuevos bárbaros de la prensa única, como del partido único. Cuando los falsos antagonismos entre la prensa y las instituciones del Estado. azuzadas interesadamente por terceros. se habían disipado Y estaba en ánimo de todos. y en la letra de la Constitución y de la ley de Protección Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales de la Persona. que los tribunales ordinarios eran los llamados a sancionar en su caso los siempre posibles abusos o errores periodísticos. vuelven a entrar en función las jurisdicciones especiales. Cuando los responsables del orden público parecían haber comprendido que el informador no era un «enemigo», sino un trabajador, se le vuelve a tomar como objeto preferente de agresiones y vejaciones con la intención freudiana de castigar al testigo.
Toda esta casuística individual es preocupante, pero lo que realmente nos alarma es la posibilidad de que se esté produciendo un punto de inflexión en la lectura de las libertades reconocidas por la Constitución que conlleve el amedrentamiento o la domesticación de los administradores de la libre información. Los periodistas no aspiran a tratos preferentes, estatutos especiales, inmunidades judiciales o imposibles garantías en un trabajo que a menudo conlleva serios riesgos plenamente aceptados. Pero tampoco se le puede pedir a esta profesión que procurelo contrario o que se someta a un status ciudadano de segunda fila. En este tema sólo se pretende que la Constitución se cumpla, que la jurisdicción ordinaria dirima nuestros pleitos y que las acreditaciones visibles cumplan su papel «acreditador» y no devengan en dianas para los agresores «políticos», uniformados o «incontrolados». Que se respete y se entienda que la libre información no es disociable de las libertades democráticas y que, de una vez por todas, comprendamos que históricamente la quiebra de los derechos cívicos empieza siempre por el mismo capítulo: quebrando el espinazo de la libre circulación de noticias.
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