Azaña
Carlos Sahagún, el poeta (que ahora publica un nuevo libro), nos rebautizó un día en el Gijón como «niños de la guerra», antes de que llegasen los novísimo/venecianos, felizmente ilesos de tales bautismos. Los niños de la guerra, que tuvimos por parvulario negro una guerra civil y por recreo una postguerra dominada por el estraperlo moral del nacionalcatolicismo, del nacional/loyolismo y otros nacionalismos, habíamos de buscar y encontrar nuestros maestros de primera enseñanza tarde y mal, y entre ellos, un día, don Manuel Azaña, con aquella cosa entre doliente y pedagógica que vienen teniendo los grandes españaberidos desde Feijóo, Jovellanos, Goya, Giner de los Ríos y todo el 98. Ahora, Azaña cumple cien años.Ya en los partes de guerra y de postguerra, en las radios llenas de himnos, dentichIores y la sopa familiar en pie, brazo en alto, ya entonces, digo, Azaña, con su apellido híazañoso, nos sonaba como una revancha, como una araña que araña, el arañazo intelectual de Azaña, y sólo por este puro milagro etimológico de la palabra y nuestra poca ortografia, Azaña/España se iba de la República (península liberal de nuestra Historia), injustamente hostigado después de una gran hazaña.
En la década discretamente prodigiosa de los sesenta, Azaña empieza a renacer poderosamente entre la juventud española, y es cuando los viejos republicanos, mutilados de alma, nos hablan en sus cafés de la mítica Velada en Benicarló, que ni ellos tenían -saqueos de la guerra- ni nosotros nos atrevíamos a pedirles. Y qué mágico se vuelve un libro cuando el que lo cuenta no lo tiene y el que le escucha no lo ha leído.
Encontrar El jardín de losfrailes, como yo lo encontré, por las traseras del franquismo, donde se adosaban libreros de viejo como santos de un bajorrelieve laico. Cuando, ya mucho más cerca, Espasa-Calpe reedita ese libro y me encarga de presentarlo, digo que este pequeño gran libro equivale a las Confesiones de un pequeño filósofo, de Azorín, sólo que Azana logra todo lo que Azorín no había logrado: una prosa entre cervantina, francesa e ilustrada, una precoz densidad de pensamiento que en Azorín es indigencia, un autobiografísmo intelectual que en Azorín no llega a lírico. Pero no hay que poner el pie sobre la cabeza de ningún muerto ni vivo para aupar a Azaña, porque está feo y porque él no lo necesita. Orador de plaza de toros -como me recordaba anoche Andrés Amorós-, es de los pocos, con Unamuno y Ortega, quizá, que se ha ceñido en torno, como faja torera, un círculo de veinte mil espectadores, y esto sin abaratar para nada su tauromaquia intelectual y política. El español de talento necesita o necesitaba contrastar ese talento en el café y en los toros, pisar el ruedo goyesco de un pueblo inculto con los majos, las manolas, los banderilleros y las duquesas, porque es que, si no, aquí, la gente no se entera.
Rudo país, ruda España, ruda hazaña la de Azaña, llevada siempre con mano buida y concepto claro:
-Un pueblo en marcha es una herencia histórica corregida por la razón.
Año de centenarios, estamos también en el de Pablo Iglesias. «Tipógrafo, monógrafo, galaico, socialista», le defino en el libro colectivo que le ha dedicado su Fundación. A AzañaAe han puesto una placa municipal en Alcalá, ayer mismo. Valeriano Bozal me envía su libro sobre la ilustración gráfica del XIX. No llega cronológicamente esta teoría del pre-esperpento a aquellos chistes canallas de los periódicos antiazañistas. Pero así como he hablado ayer de tardofranquismo, habría que decir que hay un antiazaflismo latente y patente en lo más concéntrico del revival Azaña. La placa de hoy no tapa el chiste de ayer. Sus libros, sus memorias, sus diarios, su ideación y su prosa. Ya no sé si hay España, en este milenio autonómico, pero lo que sí hay es unos cuantos españoles acollonantes. De ellos, Manuel Azaña, espanto de. furrieles, susto de campaneros. La batallita fue la guerra civil de un crítico de arte (Azaña) contra un general. Naturalmente, ganó el general.
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