Año 1980: el punto de partida
Se afirma con frecuencia y con verdad que vivimos en un tiempo de cambio y de incertidumbre. Existe la convicción dominante entre los economistas que no es posible continuar con las formas de producción y de vida que caracterizaron al pasado; esto es, a la larga etapa de auge económico que el mundo occidental vivió entre 1951 y 1972, auge al que España se incorpora tarde -en 1959- y alarga -artificialmente su salida un poco más -hasta 1974-. Las formas de producir y de vivir que dominaron en ese amplio paréntesis han sido profundamente afectadas por lo que se denomina «crisis del os setenta». Hay signos claros de que esta opinión no es una creencia especulativa, sino un hecho positivo con base real. El crecimiento ha sido, desde que la crisis estalla, en 1974-1975, corto en sus tasas con respecto al pasado -una tercera parte en España-, la inversión se ha debilitado con persistencia, el paro ha multiplicado por cuatro sus tasas anteriores a la crisis. Todo ello atestigua que el sistema productivo ha dejado de funcionar con su eficiencia anterior.Es esta realidad innegable la que ha derrumbado las expectativas de consumidores y empresarios sobre el futuro económico de las distintas sociedades, extendiendo una densa niebla de inseguridad y de incértidumbre. De ella parte ese estado de inquietud que domina a los agentes y en los medios económicos, y que alimenta una extendida actitud de pasividad, en muchas ocasiones, y de protes, ta e insatisfacción difusa, en otras, pero que, en cualquier caso, parece haber dejado a las diferentes sociedades sin rumbo fijo por el que marchar, sin norte al que deban apuntar con convicción las decisiones y elecciones sociales. Era de incertidumbre y tiempo de indecisión parecen ser términos equivalentes. Una misma cosa.
¿Es cierto que no hay nada que hacer frente a la crisis? ¿Es cierto que la incertidumbre del futuro sólo consiente la flexible improvisación de cada día, lo que los franceses llaman el «pillotage a vue», sin criterios previos capaces de inspirar la marcha de la economía, sin objetivos p refijados que alcanzar y comprometer públicamente para trabajar por su consecución, que sería, a la vista de la incertidumbre dominante, un inútil voluntarismo sin sentido?
La experiencia de los años vividos con la crisis por los distintos países, las diferentes átuaciones en la que esos paises están colocados, la propia y muy distinta capacidad de respuesta de cada una de las economías nacionales a los «shocks» sucesivos de los precios de la energía y las materias primas no sólo autoriza, sino que obliga a contestar con rotundas negativas a esas tres preguntas. Hay mucho que hacer y debe de hacerse frente a la crisis. El partidario más acérrimo de la libertad y la flexibilidad admitiría que la marcha de la economía debe, inspirarse en unos criterios fundamentales cuya vi gencia debe hacer buena un Estado liberal responsable. Pueden y deben formularse objetivos, y , comprometerse políticas para luchar contra la crisis. Y esos objetivos y políticas reclaman la voluntad de las distintas sociedades para su consecución. Desde la pereza, nada ni nadie se defiende de la crisis actual. Y desde la simple proclamación de la flexibilidad y la libertad, tampoco.
Todo ello no quiere decir que nuestros graves problemas económicos tengan fácil e inmediata solución. La crisis que nos ha tocado vivir es larga, pero la haremos más larga y más costosa todavía si la insatisfacción social profunda y difusa, cuya presencia hoy se advierte en todas las sociedades y la inquietud de los distintos grupos sociales no se contesta con una actitud firme, responsable y realista que afirme las enseñanzas que la crisis nos ha ido dejando y las haga valer por una política económica claramente proclamada y, sobre todo, aplicada con energía.Se ha dicho recientemente. por voz autorizada que «el Gobierno se siente presionado excesivamente» y «que no: resulta fácil aguantar esas presiones». Es natural que así ocurra siempre, y más aún en una etapa tan crítica como la actual. Sin embargo, es ineludible que esas presiones sociales no se valgan de la insatisfacción social para conseguir una política económica demagógica que niegue o contradiga las cuatro grandes enseñanzas que la crisis permite alcanzar y que constituyen otros tantos criterios firmes para orientar la política económica que debe aplicarse en 1980.
La era económica actual puede ser una era sometida a mayor incertidumbre que la que vivimos y terminó en 1974. Pero no debe ser, en manera alguna, una era gobernada por la confusión. Existen normas claras e inequívocas con las que la política económica debe cumplir. Tratemos de enunciarlas.
La inflación, primer problemaLa experiencia española y la internacional prueban claramente que la crisis se agrava cuando la inflación se dispara. Los efectos de cada «shock» petrolífero serán mayores en la medida que una economía tenga un mayor desequilibrio interno (mayor infiación). Para nuestra desgracia, la primera crisis energética de 1973-1974 sorprendió a España ya con una inflación de dos dígitos. La política compensatoria entonces practicada (1974) despegó más aún la inflación española de la europea (el índice de precios al consumo, que crecía en enero de 1974 a tasas de variación anual del orden del 11%, pasaba a situarse, a finales de ese año, en torno a 16%). Y aunque la política restrictiva, aplicada con buen criterio en 1975, detuvo este avance, su abandono, desde comienzos de 1976, por una política permisiva, poco responsable, llevó la inflación española hacia los techos prohibitivos de 1977 con quince y dieciséis puntos de diferencia entre la inflación española y la de los países de la CEE.
El esfuerzo de nuestra política economica por aproximar la tasa de inflación española, a la europea a partir de julio de 1977 lo revela con toda claridad la comparación del perfil de las curvas de precios y constituye, sin duda, el mejor activo disponible actual para afrontar la crisis económica. Un activo ganado por los acuerdos de la Moneloa y la perseverancia posterior en las políticas de estabilización.
Se afirma con frecuencia que las políticas de ajuste a la crisis no se han realizado en España. Que el Gobierno y la sociedad española han hecho poco por luchar contra la crisis. Si los hechos se observan desde la cota de la inflación, hay que rectificar rotundamente esas afirmaciones. Se ha conseguido un ajuste importante en la inflación. Desde junio de 1977 se ha perseverado por lograr esa imprescindible mayor estabilidad de precios. Estos logros, que niegan tantos comentarios irresponsables nacionales a la política económica, se le reconocen por testigos objetivos e internacionales. Repásense los comentarios de los informes de la OCDE o del FMI y, se comprobará en cuánto valoran y estiman este meritorio esfuerzo de la política española de ajuste a la crisis.
En esta política de lucha contra la inflación hay que perseverar. Cualquier tentación de abandono -venga de donde viniere- de esta política debe resistirse. Aumentar la inflación equivale a hundirse en la crisis. Es esta una conclusión cierta y rotunda, derivada de la experiencia de los años vividos coñ la crisis económica. La OCDE acaba de decírselo a los países que la integran con toda contundencia: «Los Gobiernos no tienen otra alternativa que conceder prioridad absoluta a la lucha contra la inflación. Hay que impedir que los aumentos de los precios del petróleo sean parte integrante para la formación de los salarios y los precios interiores. Cuando los mercados internacionales registran precios mayores,para materias primas y energía, se produce para los países mal provistos de ellas- una pérdida de renta real irrecuperable... Si se intenta cludír este empobrecimiento con aumentos de rentas monetarias no se conseguirá otra cosa que acelerar más aún la inflación, pero no aumentar la renta real. Si no es posible contener el aumento de precios convenciendo a la población de esa realidad evidente no habrá más alternativa que acudir a políticas monetarias y fiscales más restrictivas. Esas políticas cuestan caras en términos de producto nacional perdido, pero si el acuerdo no llega por otras vías,esas políticas son inevitables. La situación económica no autoriza hoy, en absoluto, a hablar de "más crecimiento con más inflación". Todos los países deben reducir su inflación si quieren mejorar sus oportunidades de aumentar la producción o el empleo.» Esa larga cita afirma claramente la primera orientación a que debe responder la política frente a la crisis en los ochenta. Sin su cumplimiento permanente nada se conseguirá.
Un ajuste exterior
Un empobrecimiento relativo frente al resto del mundo de los países industriales como,el que ha producido la revolución de los precios de los alimentos, las materias primas y la energía obliga a una asignación masiva de recursos al sector exterior para ganar, por mayores exportaciones, la capacidad de importación perdida por los meyores precios de la importación.
La bondad de este ajuste exterior se aprecia por la liquidación de la balanza de pagos por cuenta de renta. Agravar su déficit equivale a hacer más difícil la situación crítica de un país. Mejorar el saldo exterior supone disponer de una capacidad de importación con la que
Año 1980: el punto de partida
dar continuidad a los abastecimientos y no detener la producción ni el cambio imprescindible en la estructura productiva (realizado a través de mayores importaciones).En la práctica de este ajuste exterior también la política española ha logrado resultados importantes en los dos últimos ejercicios. El perfil del saldo de la balanza de pagos por cuenta corriente muestra, de forma fehaciente, la importancia del ajuste exterior. La primera crisis energética se produjo cuando la balanza de pagos por cuenta corriente registraba saldos negativos que acentuó dramáticamente la política compensatoria de 1974. La política de contención de 1975 deja ya testimonio de sus efectos en el déficit de ese año y el abandono de la etapa 1976-VI1/ 1977 produce una caída gravísima en el desequilibrio exterior que se sitúa en saldos negativos a la balanza de pagos superiores a los 5.000 millones de dólares. A partir de la política económica definida en julio de 1977 el saldo mejora espectacularmente, tornándose positivo en todo el año 1978 y gran parte de 1979. Esa acumulación de saldos favorables, junto al buen comportamiento de la balanza de capitales, han permitido reconstruir nuestras reservas exteriores, ganando así posibilidades y grados de libertad para la política de ajuste a la crisis.
La lucha contra la crisis
Este comportamiento del ajuste exterior constituye una consecuencia directa de la política económica aplicada y ha de reconocerse como tal.De nuevo aquí debe reafirmarse que es preciso continuar con esta política, ya que constituye una condición fundamental para luchar contra la crisis.
Las dificultades para lograr algo positivo son evidentes: la competitividad de nuestras exportaciones se ve amenazada por la marcha de costes y precios internos, por el débil crecimiento del comercio mundial y por el mejor ajuste de costes de trabajo a líneas de exportación tradicional española de muchos de nuestros competidores. Estas dificultades obligan a la política comercial a buscar medios nuevos y a perfeccionar los disponibles.
En cualquier caso, la experiencia nos dice que ese ajuste externo debe constituir una orientación permanente para la política económica del nuevo ejercicio de los ochenta.
La tercera lección de la experiencia disponible se halla en la adecuada conformación del sistema económico como palanca para conseguir una mejor administración de los recursos disponibles. Y una mayor equidad en el reparto de los costes de la crisis.
El ajuste del sistema económico
Con razón, muchos de nuestros liberales acentúan la importancia de restablecer el mercado y la competencia en tantos mercados cerrados hoy en su entrada e inspirados por practicas restrictivas. Esta liberación del sistema económico, que alcanza puntos de acuerdo generales para su aplicación al sistema financiero y al comercial, no se realiza, pese a ello, al ritmo y con la resolución requerida. No hay otra justificación para esta actitud que los intereses que protege, contrarios al progreso económico. Una mayor resolución sería aquí necesaria de cara al año 1980, por difícil que resulte esta política.
Pero la reforma del sistema económico no debe limitarse a extender el mercado y la competencia, sino a reformar el sector público. Tres grandes líneas reformadoras son aquí importantes: la financiación del sector público, la empresa y el gasto público, y el asentar un marco de relaciones laborales de corte europeo.
La financiación del sector público apuntaría a consolidar la reforma fiscal y asegurar su cumplimiento general, de un lado; por otra parte es necesario afianzar la financiación por deuda pública, creando un mercado capaz y suficiente. Dos grandes reformas de largo alcance y, por lo mismo, graduales, pero calculadas, deberían ser las de la empresa y el gasto público. Es preciso iniciarlas decididamente en 1980 y definir su campo. Sobre él habremos de volver en otros trabajos, ya que consideramos que estas modificaciones son parte fundamental de un programa contra la crisis, como prueba concluyentemente la experiencia disponible.
La definición de un cuadro de relaciones laborales de corte europeo es una parte destacada de las reformas necesarias. convertida en la primera de sus demandas por nuestros empresarios. La consolidación de esta reforma debería consumir el menor tiempo posible, lo que sería síntoma satisfactorio de la disponibilidad de un sistema económico moderno desde los comienzos de los ochenta.
El ajuste de la oferta
Los modos de producción y de vida deben variar, porque, en caso contrario, nada se habría logrado en la lucha contra la crisis.
Esa recomposición de la oferta productiva para responder a la nueva estructura de costes y demanda mundiales es el más complejo y difícil de los deberes de la crisis.
La empresa privada debe dar respuesta a esta nueva situación, pero también debe colaborar el sector público.
Aumentar la oferta de los productos que limitan el desarrollo (la energía, las materias primas industriales, los productos agroalimentarios), reconvertir a los sectores con futuro problemático (siderurgia, construcción naval, ciertos bienes de equipo), sacar a la construcción de su actual y gravísima crisis, constituyen las grandes directrices de una política en la que mercado y sector público deberían colaborar con decisión en los ochenta. Hay, pues, un considerable quehacer perdido por la lucha contra la crisis económica, quehacer basado en la experiencia pasada. Esas cuatro líneas de acción apuntadas deberían ser el punto de partida de la política económica de los ochenta.
En ellas están los caminos para salir de la difícil situación actual con realismo y con responsabilidad. Quizá quepa decir, para terminar, que la política económica debería prestar, en los ochenta, la misma atención que en los dos últimos años de los setenta a los dos equilibrios (precios y balanza de pagos) y mucho mayor que la aplicada en los setenta a los otros dos ajustes (el del sistema económico y el de la oferta productiva).
Si esta decisión se adopta, los ochenta se iniciarán de la mejor manera posible a la vista de la experiencia con que hoy contamos. Una experiencia que no se debe olvidar en la década que hemos
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