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Los políticos y la realidad

Embajador de España

Uno de los más graves problemas porque un político ha de estar dando constantemente la cara es el del distanciamiento inconsciente de los marcos de la realidad. El político -salvo casos cada día de más dificil existencia y comprensión- suele partir de hechos reales y tangibles. No es fácil entender una vocación política, auténtica y profunda que no arranque de las contrastaciones de los actos y las personas en función del vivir comunitario. El político es, acaso, el más explícito y neto producto de la sociedad. Es hijo directo de ella y, sin ella, carece de atributos y justificación. Incluso la meta del poder -ya como objetivo en sí mismo o como instrumento de la transformación y la conducción históricas- sólo es dable dentro de los ámbitos de una colectividad. El político no puede ser un solitario, ni un desasido, ni un incomunicado.

El poder, aunque se le utilice bajo incitaciones místicas, es un ejercicio de dominio. De dominio sobre los demás. en cualquier caso. El político necesita de los otros, no solamente en cuanto instrumentos de su elevación y reconocimiento, sino como materia y sustancia mismas de su existencia. El político es un actuante directo sobre la condición humana, sobre las realidades y las ilusiones de cada ciudadano. La vocación del político se apoya en la decisión de mejora del vivir de sus asociados. Sus promesas, en los duros momentos de la conquista de apoyos y contribuciones, han de contener, por lo menos, una cierta cantidad de posibles beneficios inmediatos, aunque éstos sean tan sólo etapas de paso hacia los ensueños de la utopía.

Se puede deslumbrar con los pantallazos utópicos, pero, a la postre, el político ha de ser un experto en realidades. Realidad que, en la mayoría de las ocasiones, acostumbra convertirse en sinónimo de necesidad. El hombre es un ser asediado por sus necesidades, aunque ellas sean solicitadas por los vientos del espíritu, y no tan sólo por las exigencias que impone el riguroso seguir viviendo. Entiéndase que estas simplificadas reflexiones se refieren, naturalmente, al hombre en sociedad, objetivo constante y obligatorio del político.

Quizá la primera realidad dimanante del espíritu con la que se topa el político es el siempre proclamado requerimiento de la libertad. Aunque a veces no lo perciba con su absoluto resplandor, el sentimiento de la libertad -inmanente, por otro lado, en la conciencia del hombre- es la más gallarda manifestación de independencia personal frente a los círculos y limitaciones que impone la convivencia. Sólo merced al orgullo de sentirse libre, «dueño de sus actos», puede el hombre someterse a las complicadas cortapisas y restricciones a que le obliga su naturaleza de ser social, de partícipe de un grupo, de un pueblo, de una nación.

El estilo con que un político afronta la confirmación de la libertad debe ser la piedra de toque no sólo de sus ideales, sino de la evidencia del entendimiento de las realidades que lo envuelven. Para él la libertad no puede constituir una prudente vigilancia de los propios actos, una suspicacia respecto a las fronteras de su autoridad, sino un hábito casi inconsciente en el juego de sus actuaciones. El hecho de que haya sociedades, e incluso estados instituidos para servir de modelo social, forjados por encima o al margen de la idea de la libertad, ello no exime al político -en definitiva instancia al gobernante que los rige- de hacer a un lado los discernimientos y las calificaciones de la libertad.

Lo grave de las prescindencias respecto a la idea de libertad es lo que esta circunstancia aleja, paulatinamente, de la comprensión de las más operantes realidades. La caída de los déspotas, despectivos hacia los derechos humanos, suele producirse por su enroscamiento en los toboganes del abstraccionismo al que conduce el embriagado manejo de la autoridad. Claro que no basta el vivir embebido de libertad para que las realidades del mundo, de la envolvente sociedad, se hagan patentes por sí solas.

El político de nuestros días, el encastillado en ese prodigio defensivo y de alejamiento que suele caracterizar los estados actuales, es un candidato inconsciente a la información distorsionada. No sería lícito cargarle, en último extremo, la responsabilidad total, aunque no pueda eximirsele de culpa. El dominio del poder y las concupiscencias que lo acompañan pueblan de espejismos la mente del gobernante. Dejando de lado los factores psicológicos -que ya es dejar-, cuando el político accede a los escalones superiores de la decisión pública, los complejos mecanismos y los órganos de una proliferante rnaquinaria administrativa le ciñen y mediatizan más allá de lo imaginable.

Todos -o casi todos- hemos tenido ocasión de asistir a la sorpresa de algún «poderoso» a quien se le facilitaba una información poco menos que de conocimiento general. En la mayoría de las veces hasta intentaba disimular el asombro que le provocaba la noticia, con disimulos de escasa credibilidad. Lo primero era dejar a salvo el decoro del Estado, cuya representación ostentaba, antes que aprovechar el puente que una coincidencia le tendía para acercarse a una verdad, por parcializada que ella fuere.

La realidad se distancia día a día de lo que llamamos «círculos oficiales», englobando en ellos lo mismo los centros gubernamentales que los de la oposición reconocida y sancionada. Hace ya muchos años -en la Francia de los dialécticos y los matizadores- se inventó aquello del «país político» y «el país real». La sola idea de esta formulación ambivalente resulta significativa en sumo grado. Lo que acontece en España se sitúa fuera de cualquier previsión. No es que se desconozcan los datos, que se ignoren los sucedidos, sino que quién sabe por qué extraños dispositivos de la imaginación política, diríase que buena parte de nuestros políticos -¡sálvese el que pueda!- carecen de la capacidad de encajar los hechos en un cuadro de acciones e instrumentación es generales.

Lo de trabajar «de espaldas a la realidad» podría suponerse una frase cortada a la medida de un sinfín de los personajes y personajillos que hoy y aquí se empeñan en la conducción de la cosa pública. No les faltan -por lo común- luces y hasta un travieso y serpenteante ingenio. Lo que sucede es que los juegos y laberintos de nuestra política frecuentemente corren por caminos distintos a los de las realidades nacionales. No se trata, como es lógico, de actitudes preconcebidas ni de meditados negativismos. ¡Cada uno procura hacerlo lo mejor que puede, a semejanza de aquel pianista enfrentado a los disparos de los vaqueros, en la célebre anécdota de Oscar Wilde!

El problema reside en estimar que el ejercicio político -sean cuales fueren los sistemas de organización del Estado- tiene mucho de privilegio, de actuación arcana, de práctica poco menos que secreta y para iniciados o profesos. Mientras el político -cual sucede a menudo- se crea integrante de una minoría exclusiva y excluyente, es muy complicado conjeturar que las cosas puedan andar de otro modo. Quien forma parte de un grupo -tenido además por superior- se inclina a regirse por leyes propias, distanciadoras y exentas. De este modo, la realidad popular concluye por convertirse en algo ajeno, válido a lo sumo, para ser utilizado en el tablero de las pujas y las componendas. Claro es que el político que antepone sus gafas profesionales a las visiones verdaderas tiene sus días contados. Y lo que es más grave, amenaza con arrastrar en su caída cuanto le rodea.

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