Carta abierta a Hans Küng
Querido Hans Küng: En estos días me sorprende la noticia de que la Congregación para la Doctrina de la Fe, sin previo ultimátum y con la aprobación del papa Juan Pablo II te retira la facultad de enseñar teología y afirma que, en adelante, no podrás ser considerado como teólogo católico. La decisión de la Congregación no te fue comunicada personalmente, sino que la oíste un buen día por radio, cuando ya habías comenzado tus vacaciones navideñas.No creo te sea difícil imaginar el impacto que esta dolorosa, para mí incomprensible, noticia me produce. De pronto se han agolpado en mi cabeza los recuerdos de los años durante los que tuve la suerte de ser alumno tuyo en la facultad de Teología católica de la Universidad de Tubinga. He reflexionado sobre todo lo que recibí de ti en aquellos tiempos, en los que compaginaba el estudio de la teología con la atención pastoral a los emigrantes españoles residentes en Tubinga. Y, al pedirme la prensa algo sobre ti, he decidido entregarle estas reflexiones. Ellas no te transmiten nada que no sepas ya. Pretenden únicamente ser calor y estímulo, cercanía del discípulo y amigo que se siente solidario con tu drama personal y, en buena teología paulina, «sufre con el que sufre». Un gesto que todos los cristianos comprenderán.
Como todo testimonio, lo que sigue es subjetivo, personal; alguien pensará que, por ello, carente de objetividad. Es posible que así sea; sin embargo, la vida me ha ido enseñando que la amistad genera objetividad y que, por el contrario, la sospecha, el recelo o el rechazo, elegidos como punto de partida, impiden la valoración serena y objetiva.
Lo que sigue no está escrito contra nadie; nace de un deber que considero sagrado: el de la amistad.
Al hacer balance de mi deuda para contigo, encuentro que estimulaste poderosamente mi sensibilidad en cuatro frentes de crucial importancia:
1. La preocupación ecuménica: ella está al comienzo de tu quehacer teológico. Ya tu tesis doctoral analizaba uno de los conceptos más controvertidos entre católicos y protestantes: el de la justificación. Mostraste entonces (1957) la coincidencia fundamental existente entre la forma cómo un representante genial de la teología protestante de nuestro tiempo, K. Barth, entendía este concepto y la doctrina católica sobre el mismo tema. Así tendiste un puente importante entre ambas confesiones cristianas. Puente que has ido fortaleciendo a lo largo de los últimos veinte años con tus publicaciones y, sobre todo, con tu talante personal. No existe ningún tema teológico de importancia que no hayas abordado ecuménicamente. Lo ecuménico es en ti actitud. Si se piensa en la importancia que el tema de la unidad revistió para Jesús de Nazaret, tu insistencia en él empalma con la voluntad del hombre que está en el origen del cristianismo. Si te entiendo bien, tú has querido mostrar que nada justifica la escisión en la que vivimos los cristianos, que, en todos los temas controvertidos, sería posible una coincidencia fundamental que pusiera punto final al escándalo de la desunión.
Pienso que nadie habrá pensado en condenar esta dimensión de tu teología. Quiero creer que todos nos hemos decidido a abandonar viejas intolerancias, antiguos fanatismos, tristes pretensiones de exclusivismo eá la posesión de la verdad. Aquí no puede estar la raíz de la actitud crítica del magisterio de la Iglesia católica frente a tu teología.
2. ¿No habrá sido más bien tu eclesiología, tu pensamiento sobre la Iglesia, la piedra de escándalo? Recuerdo tu pasión de siempre por la Iglesia, tu voluntad firme de permanecer en ella en tu calidad de sacerdote y teólogo. Es cierto que has escrito páginas crítícas sobre determinados aspectos de la vida eclesial. Pero ¿qué sería de nosotros sin la capacidad para autocriticarnos y soportar la crítica? Es muy antigua la expresión Ecclesia semper reformanda (la Iglesia tiene siempre necesidad de reforma). Expresión que fueron repitiendo a lo largo de la historia hombres de probada fidelidad a la Iglesia. En tus libros Estructuras de la Iglesia ( 1962) y La Iglesia ( 1967) no dejaste dudas sobre los cauces por los que tendría que orientarse la reforma de la Iglesia: una Iglesia humilde, obediente y fiel al mensaje de Jesús, entregada al servicio de los hombres, dispuesta siempre a reconocer sus lados humanos, sus deficiencias e inflidelidades históricas. Una Iglesia en constante proceso de conversión, abierta a los signos de los tiempos, intentando en cada una de sus épocas superar la tentación de identificarse con el Reino de Dios, de absolutizarse.
Este peligro de absolutización lo has creído ver siempre en el dogma de la infalibilidad, tal como quedó expresado en 1870. Por eso, en tus libros ¿Infalible? Una pregunta (1970) y ¿Falible? Un balance (1973) lo sometiste a severa crítica. Te parecía que lo nuestro, lo humano, no es «no equivocarse». Es más: repasando la historia de la Iglesia y las decisiones del magisterio, que conoces muy bien, encontrabas errores, injusticias, ceguera. intolerancias. Ante ese dato indudable, y ante la realidad consoladora de que, a pesar de esos errores, la Iglesia continúa viva, como una oferta permanente de sentido a los hombres, concluías que esa vitalidad no se debe a nuestra grandeza épica, sino únicamente a Dios. A pesar de la dramática película de nuestras equivocaciones, de nuestros errores e infidelidades, Dios mantiene a su Iglesia fundamentalmente en la verdad. Lo nuestro no es, piensas, negar nuestros errores, sino confesarlos y dar gracias a Dios, porque, a pesar de ellos, no nos retira su amor, sino que actualiza cada día su promesa de permanecer con nosotros hasta el final de los tiempos. A esta permanencia la llamas «indefectibilidad». Y propones que el término «infalibilidad» (ausencia,,de error) lo reservemos para Dios, el único al que le pertenece por derecho propio.
He leído estos días que el tema «infalibilidad» ha sido crucial en tu caso. No me extraña. Has tocado un punto muy sensible del universo católico. Pero tus razones para someterlo a discusión son poderosas. Además, en los libros sobre el tema, sólo quisiste abrir un debate teológico, consciente de las dificultades que el dogma de la infalibilidad encierra para el hombre de hoy, sensible como nunca a la contingencia y carácter provisional de sus actuaciones históricas. En ningún momento has negado que las decisiones del magisterio puedan tener carácter vinculante. Es más: expresamente afirmas que el magisterio puede y debe, en determinadas circunstancias, pronunciar su palabra última y autorizada.
Sinceramente, no me resigno a pensar que tus desarrollos teológicos en este tema no dejen más puerta abierta que la exclusión.
3. ¿No será que en el tema cristológico has ido demasiado lejos?
Algunos críticos afirman que en tu libro Ser cristiano (1974) la divinidad de Jesús, su condición de Hijo de Dios, no queda suficientemente afirmada. Pienso que en esta cuestión existe un claro malentendido. Si algo me quedó claro cuando oía tus clases en Tubinga fue tu concentración cristológica, tu pasión por el misterio del vere Deus, vere homo (verdadero Dios, verdadero hombre). Nunca ocultaste que ves en Jesús un «plus», un «más escatológico», explicable sólo si Jesús tenía una unión especial con Dios, si era su Hijo. Siempre quisiste mantener la irrenunciable tensión existente en la doble afirmación del Evangelio de Juan: «El Padre y yo somos unos» y «El Padre es mayor que yo».
Lo que ocurre es que, en lugar de hacerlo con las palabras consagradas por la tradición, has querido verter esa verdad en fórmulas nuevas, asequibles al hombre de hoy. Y, efectivamente, muchos contemporáneos nuestros han redescubierto, a través de tu cristología, lo más genuino del misterio cristiano. Pienso que es fundamentalmente lícito, desde el punto de vista pastoral incluso obligatorio, realizar la labor que tú has emprendido. Antes que tú lo hicieron para su tiempo los apologetas del siglo II y otros muchos. El no hablar como se ha hablado siempre no significa, que no afirmemos los contenidos de siempre. Cada tiempo tiene que decirse a sí mismo de nuevo quién es Jesús para él.
Es verdad que en tu cristología no partes de las definiciones de los concilios ni de las formulaciones abstractas, de cuño aristotélico, que subyacen a los importantes concilios de Nicea y Calcedonia. Pero lo que haces es, en mi opinión, legítimo: partir de Jesús de Nazaret, de su vida, de su predicación, de su ejecución por la autoridad religiosa y política. Analizas el universo religioso que Jesús relativizó: la ley, el templo, los dogmas, las interminables y atosigantes prescripciones rituales del judaísmo; insistes en la nueva escala de valores que inauguró: el amor, incluso al enemigo, la decantación por los pobres, por los marginados, por los pecadores, por lo no rentable. En la raíz de esa libertad, con la que Jesús sacudió los cimientos espirituales de su tiempo, descubres, como condición de posibilidad de todo lo demás, una relación personal, confiada, filial con Dios, a quien llama Abba, papaíto. Terminas así siendo fiel a la intención de los grandes concilios, aunque, por razones pastorales, no utilices su terminología.
No logro ver aquí nada más que un problema de lenguaje. En lugar de partir de unas formulaciones que pocos entenderían, te remontas a la odisea personal de Jesús para llegar, desde ella, a nuevas fórmulas que son fiel reflejo del espíritu de las antiguas, pero no repiten ni canonizan su letra. Algo necesario, si el cristianismo está llamado a ser oferta de sentido para las diversas culturas, que se van sucediendo a lo largo de la historia de la humanidad.
¿Se puede perder una cátedra y dejar de ser considerado teólogo católico por esto?
4. Por tu último gran libro, en el que abordas el tema teológico por excelencia, la existencia de Dios, nadie te reprenderá. Tengo entendido que el papa Luciani te escribió agradeciéndote el libro ¿Existe Dios? (1978). Es un libro apologético -en el sentido originario de la palabra- en el que se afirma, sin ambigüedades ni reticencias, la realidad amorosa de Dios confiriendo sentido y fundamento a todo lo que nos rodea. Y, en sus últimas páginas, vuelves sobre el tema cristológico para decir al episcopado alemán, que te lo había pedido expresamente, que estás muy lejos de recortar los dogmas cristológicos.
Querido Hans: en una obra tan amplia como la tuya, que aborda prácticamente todos los temas centrales del cristianismo, pueden haberse deslizado inexactitudes, afirmaciones susceptibles de ulterior matización, reconstrucciones históricas discutibles; pero no logro ver en ella nada que justifique las medidas recientemente tomadas contra ti.
Y, si me permites que siga recordando los viejos tiempos, te diré que a tus alumnos de entonces nos impresionaba tu espíritu sacerdotal, tu preocupación pastoral, tu pasión por la Sagrada Escritura.
Y, sin remontarme a tan lejanas fechas: hace sólo un mes pasábamos unas horas juntos en tu casa de Tubinga. Improvisaste una hermosa oración para bendecir la mesa: «Señor, que nuestro encuentro sea positivo, que intercambiemos experiencias, que nos animemos a seguir sirviendo fielmente a tu Iglesia... »
Estoy seguro de que vas a seguir sirviendo fielmente a la Iglesia, pero te deseo que lo hagas como profesor de Teología católica en Tubinga. Como en los viejos tiempos. Deseo que ocurra algo para que esto sea posible. Lo pido respetuosamente desde estas líneas a los hombres que tienen en sus manos tu caso.
, jesuita licenciado en Filosofía, doctor en Teología, es profesor de Teología Fundamental en la Universidad Pontificia de Comillas, en Madrid
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