1980, un año clave para la seguridad y defensa de España
El presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, ha roto de manera espontánea el silencio oficial con el que rodeó, desde las elecciones de 1977, el proyecto de Unión de Centro Democrático de incorporar España a la política e instituciones del Tratado del Atlántico Norte, que, según rezan las declaraciones gubernamentales, «se concluirá en su día con un amplio debate parlamentario que provoque una mayoría cualificada favorable en las Cortes». Suárez declaró en Bruselas que considera «positiva» la decisión de la OTAN de instalar en su te rritorio europeo 572 misiles nucleares de medio alcance, lo que constituyó una sorpresa en los medios políticos y militares de dentro y fuera de nuestras fron teras. En sólo diez días, el PSOE ha salido al encuentro de las de claraciones del presidente y ha elevado a la secretaría del Congreso de los Diputados una proposición no de ley en cuyas conclusiones se pide que España sea considerada «zona desnuclearizada», desde la perspectiva militar. Lo que en algunos medios políticos oficiales no han dejado de calificar como una «declaración apresurada» del presidente Suárez -que, dicho sea de paso, constituye una dura réplica a posteriori al discurso que el mi nistro soviético Andrei Gromiko pronunció en Madrid- ha servido para descorchar una seria discusión de Estado que, a lo largo de 1980, deberá conformar de manera importante las políticas exterior y defensiva de España. Un debate que en los próximos doce meses va a esparcirse sobre cuatro tableros diferentes e íntimamente relacionados entre sí, como son la apertura en Madrid de la segunda fase de la Confe rencía Europea de Seguridad y Cooperación (CESC), prevista para el 11 de noviembre; la renegociación del tratado de amistad y cooperación hispano-norte americano, la búsqueda de un diálogo formal con Londres sobre Gibraltar y la simple discusión de la eventual incorporación de España a la Alianza Atlántica.
La designación de la capital española como sede de la segunda etapa de la CESC fue, desde la presentación de la candidatura hispana a la Conferencia, un elemento importante a la hora de justificar el silencio gubernamental sobre el proyecto atlantista de UCD. La necesidad de un rodaje independiente para la diplomacia diplomática española y la perspectiva de elecciones generales para 1983 se convirtieron, con el deseo de presionar sobre la previa incorporación de la Península en las Comunidades Europeas, en elementos claves de un mutis seriamente premeditado.
España, en la Conferencia de Madrid sobre la Seguridad y Cooperación Europea, debe re presentar un papel imparcial, que no quiere decir neutral. La cita de noviembre constituye todo un riesgo y reto para la diplomacia hispana, que se encuentra enfrentada ante una convocatoria difícil y revaluada ante los últimos acontecimientos políticos y militares que han sacudido las relaciones internacionales, y sobre los que se prevén nuevos cambios. Ahí están temas como la crisis provocada por Irán, la decisión de la OTAN favorable a los misiles tácticos europeos, el bloqueo por el Senado de Estados Unidos de los acuerdos SALT II sobre armas estratégicas, las propuestas de desarme convencional europeo de Brejnev y Giscard d'Estaing, el nuevo embate de los disidentes del Este, guiados por Pliuscht, y las perspectivas de relevo en la cúspide de las dos superpotencias.
Con este paisaje político, la reunión de Madrid se verá sometida a fuertes presiones y deberá evitar el enfrentamiento entre quienes desean convertir la Conferencia en un centro de debate y propaganda ideológica (lo que constituyó el gran fracaso de la convocatoria de Belgrado) y quienes esperan conseguir en Madrid ventajas estratégicas y posiciones privilegiadas de cara a la posterior apertura de los foros del desarme nuclear y convencional europeos.
A lo largo de 1980 tomará velocidad la renegociación del tratado de amistad y cooperación hispano- norteamericano, que cuenta con una mayoría favorable en el Parlamento español y que la propia Unión Soviética parece considerar como parte asimilada en el statu quo del equilibrio Este-Oeste. Gromiko se felicitó en el palacio de Oriente de la «independencia» de la política exterior hispana y la animó a seguir por el mismo camino, con tratado incluido, se entiende.
La revisión de este pacto es necesaria y así lo ha declarado de manera explícita el ministro Marcelino Oreja, saliendo al paso de ronroneos próximos a los departamentos de Estado y Defensa americanos en favor de la reconducción del contrato vigente, con retoques, de acuerdo con el articulado que trata de la prórroga del tratado. El acuerdo en vigor fue firmado en 1976, víspera de las elecciones democráticas, y desde entonceas las condiciones políticas españolas han variado sensiblemente, así como sus necesidades defensivas y estratégicas. Ahí está la tensión del Sahara como ejemplo.
La renegociación deberá esta vez ser equilibrada, teniendo en cuenta de manera prioritaria las necesidades de la defensa española, el estricto control por Madrid de las bases de utilización conjunta y buscando como objetivos esenciales el establecimiento de la confianza entre los pueblos español y americano y la salida de su timidez e hibernación actual estas relaciones, marcadas quizá por una cierta mala conciencia americana y un excesivo celo español.
En estas conversaciones ha de surgir de una manera directa o indirecta la cuestión de Gibraltar, y es de esperar que Washington apoye de una vez a España en este contencioso y ejerza su indiscutible influencia sobre Londres. Este tradicional problema de la política exterior y de la soberanía territorial española (que bien podría resurgir en los debates de la CESC de Madrid) tiene que encontrar en 1980 el comienzo formal de la negociación hispano-británica, exigida por las Naciones Unidas.
El peñón es la única base militar extranjera sita en nuestro territorio con capacidad de dar albergue a armamentos nucleares y fuera de todo control hispano. Gibraltar es un problema militar y político y no una cuestión de autodeterminación de la población, como Gran Bretaña pretendió, sin éxito. ante la ONU. La población gibraltareña tiene, por otra parte, todas las posibilidades de preservar su personalidad de acuerdo con el capítulo autonómico de la Constitución española y con las ofertas hechas ya por Madrid al Gobierno de Londres y a los propios dirigentes de la roca.
El acuerdo conseguido por lord Carrington sobre Rodesia en Lancaster House constituye un buen precedente y presagio de cara a las próximas conversaciones hispano- británicas, que deben convertirse en negociación, en menoscabo de la «exploración» vertebrada por Owen y Oreja. En el curso del año entrante se espera que España reduzca su pressing sobre la población gibraltareña y lo aumente sobre la cuestión de la base militar, cuyo aeropuerto está situado en el istmo del peñón, no incluido en el Tratado de Utrecht, y del que se apropiaron los ingleses.
También el futuro de Gibraltar tiene una posible fórmula de compromiso, según los atlantistas españoles: el ingreso de España en la OTAN o la simple articulación a la Alianza, al estilo de Francia o Grecia. Este es el cuarto y el más delicado de los tableros donde se juega, a medio plazo, el futuro de la política exterior española, de sus niveles de autonomía e interdependencia exterior. De todas las cuestiones planteadas, es la más importante y la menos urgente, a la vista de la táctica gubernamental de silencio absoluto y de la fuerte oposición que encuentra en el Parlamento español, lo que hace imposible, hoy por hoy, la consecución de la llamada mayoría «cualificada» favorable.
De todas maneras, serán las encuestas preelectorales, una vez pasada la CESC y concluido el tratado con Washington, las que determinen la presentación del tema OTAN por el Gobierno antes de los comicios de 1983. Pero, mientras tanto, esta cuestión de Estado está abandonando su terreno natural de discusión, que es el político y el puramente estratégico-defensivo, para caer en un peligroso debate ideológico, alentado con imprudencia por los radicales partidarios y opositores de la Alianza Atlántica.
Hablar a estas alturas de la tercera guerra mundial puede ser una buena táctica catastrofista para justificar los presupuestos militares de la OTAN y del Pacto de Varsovia y la carrera armamentista de las superpontencias. Luego, los grandes se entienden entre ellos y dejan a sus aliados y satélites con las cananas repletas de armas convencionales, mientras ellos discuten sus arsenales nucleares. No está lejana en el tiempo la revelación en Londres de la llamada doctrina Sonnelfeldt, el antiguo consejero para los países del Este del doctor Henry Kissinger, quien aconsejó a los embajadores americanos del este europeo que facilitaran el predominio de la URSS en sus países de residencia para evitar situaciones conflictivas Este-Oeste.
Ejemplos como éste ilustran ampliamente la capacidad de entendimiento de las superpontencias y deben servir de advertencia a quienes desean llevar este debate de Estado por el peligroso y resbaladizo terreno de las ideologías.
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