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Tribuna
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El final de la década

Fernando Savater

Comentaba Borges de un antepasado suyo: «Como a todos los hombres, le tocaron malos tiempos en que vivir. » Quejarse, pues, de las zozobras del presente que padecemos no es hacer alarde de originalidad. Es infalible: en cuanto alguien no tiene nada que decir o va a tratar de vendernos un crecepelo teórico o político, hablará de la «crisis de nuestra época». Por lo que se ve al frecuentar autores tan distintos e históricamente remotos como Theognis, Gregorio Magno, William Morris y Daniel Bell, entre los que podríamos intercalar cien más, la vivencia de estarse debatiendo en una grave crisis es lo único que no hace crisis a través de los siglos. Nadie renuncia a testimoniar que sus días son especialmente conflictivos. La sensación de vivir entre un mundo que perece y otro que apenas se anuncia, huérfanos de costumbres y valores en decadencia, estremecidos de esperanza o tribulación ante las novedades devastadoras o salvíficas que se aproximan, esta sensación, digo, es la vulgaridad misma en el plano teórico, el tópico más sobado, pero que nunca falla y que convierte a cualquier plumífero inane en profeta de lo que se acerca o nostálgico cronista de las buenas cosas que ya no volverán, El 95% de la sociología que se fabrica anualmente está destinada a diagnosticar la crisis que, sin cesar, nos roe, crisis sin precedentes, única, nunca vista a lo largo de la historia, decisiva como ninguna... características hiperbólicas que la emparentan precisamente con la que ha estremecido la vida de cada hombre pensante desde la inauguración de nuestra memoria escrita. El inmediato cambio de década acentuará, sin duda, la propensión a este tipo de líteratura. ¿Cómo vivir la agonía perpetua del presente sin insertarla en un más vasto, amenazante o eufórico, flujo y reflujo que ascienda nuestras perplejidades a quiebra trascendental de paradigmas teóricos, transforme nuestras querellas en espíritu del tiempo y aureole nuestros fracasos con el lenitivo de la decadencia universal del bien? Je ne vois quefolles etfous, la fin s'approche en verité... tout va mal..., cantaba el poeta Eustace Deschamps a finales del siglo XIV. Tenía razón, por supuesto, y seis siglos después, tal como seis siglos antes, todos estamos dispuestos a gemir con él.En nuestro país, la década acaba con malos auspicios: ¿acaso podía ser de otro modo? Nuestra lucha es contra el tiempo, luego éste nunca puede sernos favorable. Lo malo es que cada cual situará las sombras ominosas según su propio fuero y quizá las que yo pueda señalar sean luminarias de esperanza para otro. En todo caso se pondrá, por lo menos, en claro que tal desacuerdo no puede auspiciar nada bueno. Permítaseme oficiar de ave de mal agüero y señalar mis cinco alarmas de la fecha; quede al lector el consuelo -es mi aguinaldo lúgubre por su paciencia- de que, desde Eustace Deschamps hasta hoy, en otras nos hemos visto, y que, sea como fuere, siempre podemos pensar con Cioran, que «quizá todo mejore, a favor de alguna catástrofe ».

Alarma 1. En enero de 1969, comenzado el último año de la década pasada, fue asesinado por la policía franquista mi amigo y compañero Enrique Ruano. El Abc de Torcuato Luca de Tena -¡cuánto le debemos en santa cólera contra la repulsiva derecha «caballerosa» española!- publicó un reportaje de singular vileza (incluso dentro de sus paradigmas) sobre Enrique y un nauseabundo editorial («Víctima, sí; pero ¿de quién?») que fue entusiásticamente leído en el Telediario. Dichosa época en la que el dictador y sus cómplices cargaban con cínico descaro con los crímenes necesarios que acababan con los provocadores irresponsables. Hoy también tenemos dos estudiantes (estudiantes, sí, señor Seara; provocadores, no, señor Ibáñez Freire, señor Carrillo) muertos, una responsabilidad policial clara, aunque los responsables estén confusos por el embrollamiento deliberado de los portavoces gubernamentales, y la misma información manipuladora en Televisión, idénticas insinuaciones calumniosas, las mismas presuposiciones de «ocultas manos en la sombra» o «planes perfectamente urdidos», la misma compasión hipócrita y estéril, tanto entre los gobernantes de derecha como entre los aspirantes de izquierda, todos los cuales están firmemente convencidos de la imprescriptibilidad política de estas necesidades criminales. Ayer se lamentaban del «desencanto político» de la juventud que «pasa» de todo; si al que no se desencanta solo lo desencantan a tiros, será prudencia juvenil irse desencantando de aficiones que dan empachos de plomo y comenzar a preparar oposiciones o la guerrilla.

Alarma 2. Treinta y nueve abogados presentan una querella para que se investiguen los malos tratos de la cárcel de Herrera de la Mancha, de los cuales hay indicios más que suficientes, y el juez les exige una fianza de tres millones de pesetas, a conseguir en treinta días, con el claro fin de bloquear esta iniciativa de acción popular. Se secuestra la película de Pilar Miró El crimen de Cuenca porque en ella se narran torturas y coacciones ejercidas hace más de medio siglo por la Guardia Civil, aunque tales procederes están verificados con escrupulosa exactitud histórica. Las reiteradas denuncias de Juan María Bandrés al Parlamento sobre las torturas en Euskadi son desestimadas y se dificulta de diversas formas la creación de un comité que indague la existencia de este tipo de brutalidades en el País Vasco. Se diría que en este país se persigue más la denuncia de la tortura que la tortura misma. Pero quede claro que el desafuero viene por parte de los torturadores y quienes los encubren o toleran, y no por el lado de quienes los denuncian y urgen actuaciones contra ellos: «Arrojar la cara importa, que el espejo no hay por qué...».

Alarma 3. Se conceden los suplicatorios contra Letamendía y Monzón, quienes es indudable que no han hecho sino expresar el sentir y el pensar de sus votantes, suponiendo éstos un número nada desdeñable de ciudadanos, pues fue, por cierto, suficiente para alcanzar representación parlamentaria. Intentar acallar esas voces en lugar de aprovecharlas como expresión e índice de uno de los puntos de vista más decisivos en el conflicto vasco equivale a fomentar el diálogo de las metralletas. Y además supone una concepción trivial y unanimista del Parlamento, privado de su dimensión de confrontación radical, que es precisamente la que mejor podría rescatar sus restantes insuficiencias.

Alarma 4. Podríamos decir que el mundo, en general, sufre un proceso de jomeinización o woitilización, como se prefiera. En España concretamente, la Iglesia redobla su multisecular brío reaccionario: quienes proscribieron el librepensamiento hablan en nombre de la libertad de enseñanza y apelando a la ley natural (?) se condena el divorcio y se defienden los escandalosos enjuagues de los tribunales eclesiásticos. Quizá no haya nada tan triste en este final de los setenta corno la decadencia del anticlericalismo, una de las más sólidas expresiones de salud mental que se conocen en Occidente desde el Renacimiento hasta nuestros días. Y no sólo esto: prolifera el entusiasmo sietemesino por los diversos renaceres del monoteísmo, hasta en medios supuestamente antiautoritarios, libertarios y qué sé yo. Florecen neoevangelismos tutti-frutti y retorna la vieja ley mosaica, vía Lacan y Mayo del 68. Gentes que, con buen criterio escéptico y ácrata, abrigan serios recelos hacia las ciencias oficiales y su necesidad, no vacilan en cambiar un positivismo por otro y se entregan a ciencias ocultas y mágicas, en lugar de responder a los propagandistas de atlántidas y extraterrestres oficiosos, tal como el campesino gallego del cuento respondía al misionero protestante: «Si no creemos en las otras ciencias, que son las verdaderas, mire si vamos a creer en éstas, que son falsas.»

Alarma 5. Retorna, junto a otros embelecos oscurantistas, la vieja mitología de la Bomba (con mayúscula, por favor). Se nos detallan con minuciosidad digna de una película de catástrofes, los efectos devastadores que tendrían los proyectiles soviéticos al alcanzar los principales núcleos de población en España. Así se nos venden los misiles que han de defendernos y, de paso, la supremacía de los especialistas que los manejan, la técnica multinacional que los fabrica, el Estado-Patricio que los distribuye, etcétera... Este tipo de juegos nucleares sí que son verdadero terrorismo, en el sentido más auténtico, extenso y repulsivo de la palabra. La amenaza de fuera justifica el autoritarismo de dentro; para evitar la bomba del vecino, nada mejor que acostumbrarme a vivir a la sombra de mi propia bomba.... aunque ésta también me venga, a fin de cuentas, de fuera. La renovación y administración de la amenaza de guerra, que constituye el fundamento del Estado -¿quién os defendería de los demás y de vosotros mismos si no os defendiera yo, contra quien, por tanto, ya no tendréis defensa?-, se enlaza aquí con el sueño apocalíptico del final de la historia, reverso simétrico del milenarismo optimista: para bien o para mal, esto tiene que acabar, y más vale un final con horror que un horror sin final. Que esto, el repetirse idéntico y nuevo de los días, el cocktail de espanto y esperanza que nos urge, haya sido siempre así y vaya a ser así por siempre, es lo único que nos resulta intolerable. Bien lo saben quienes nos venden sus profecías o quienes trafican con las amenazas que nos coaccionan. Pero todo milenarismo se derrumba, todo holocausto cósmico palidece ante el argumento mudo que expresan los grandes ojos saquedos de esos niños laosianos que han derivado hasta España arrastrados por el ruido y la furia de esta década que se extingue.

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